(Continuación 3/3)
Desde ese día en adelante lo empecé a odiar. Odiaba su manera de detenerse con los ojos cerrados a escuchar cualquier sonido, las ruedas de las maletas, los crujidos de los pasos sobre la madera de la pasarela principal, el motor al coger velocidad en el despegue. Odiaba cómo me miraba de refilón cuando aparecía alguna noticia acerca de la muerte de Carolina como si me compadeciera. Su manera de acercarme una delicia de Mosse de consolación, como si me enmendara la plana.
—Me quitas el apetito, desgraciado —le decía cada vez que me dejaba a mano una de aquellas porciones envueltas en celofán.
Y él se encogía de hombros como un imbécil y se acercaba a un puesto de saltimbanquis agarrado a su violín de borracho. Pero sobre todas las cosas, odiaba su expresión extasiada cada vez que se detenía ante aquellos puestos de Hare Krishna, con su peste ocre y su color azafrán.
—¿Qué escuchas, chico, no seas majadero? —le decía siempre que podía.
Su tía se reía con aquella risa de asmática, me daba la razón al ver hasta dónde podía llegar a resultar cargante su sobrino:
—Es así de tonto desde que era un crío, ¿verdad Viorel? Siempre pasmao, menos mal que sacó el talento de mi hermano para el violín porque si no, no sé cómo hubiéramos salido adelante.
Yo sonreía a la mujer procurando pasar por alto sus sortijas y colgantes, sus pendientes largos y aquella manía de plantarse hasta dos y tres chales alrededor de los hombros como si no tuviera sitio en el armario.
Diga que sí, le decía a veces, un pasmado, no es otra cosa. Suerte que la tiene usted de lo contrario este se hubiera enrolado en una de las compañías de titiriteros que hacen sonar sus campanitas.
El chaval actuaba como si nuestros comentarios no le incumbieran: se limitaba a encogerse de hombros, a mirar por la ventanilla, a escaparse de la sala de espera para plantarse ante el mostrador de los Hare Krishna y permanecer embobado viéndolos cantar, comer, desear paz y amor en el mundo. Me sacaba de mis casillas tener que ir a buscarlo siempre al mismo sitio cuando anunciaban el embarque por megafonía.
—Vas a aprender a comportarte como quién eres, ya lo verás—le dije en una ocasión ya harto de llevármelo a rastras de aquel circo.
Pero el chaval siguió escabulléndose cada vez que pisábamos un aeropuerto, siguió plantándose ante cualquier puesto de saltimbanquis para malgastar el tiempo embobado.
Así que hablé con su tía seriamente: más le vale que el chico empiece a espabilar o tendremos que disolver nuestro acuerdo, le dije.
Aquello sí pareció funcionar. Ella le obligó a acompañarla en sus compras. Pocas veces en la vida se tiene un golpe de fortuna como este, le repetía una y otra vez, arreglándose los chales en los hombros mientras me guiñaba un ojo. Como me lo eches a perder te daré una patada en el culo y haré astillas tu cochino violín, le decía en romaní, convencida de que yo no me enteraba de nada.
El chaval se reformó de mala gana, pero al menos permanecía en la sala de espera con la cabeza agachada hacia aquel violín, acariciando la funda como si fuera un gato pelado.
—A ver si aprendes de tu tía, chaval, y empiezas a sacarle gusto a los cuartos —le decía yo para terminar de tocarle las narices.
Pero de verle día y noche con esa actitud de sabelotodo, como si me fuera a impresionar con la poca importancia que le daba a las ovaciones del público, a los parabienes que le dedicaban por todos lados, se me quitaron las ganas de comer, de dormir, de pedirle a la azafata que me arreglara el equipaje de mano.
Una mañana, al irme a abrochar el cinturón, noté que tenía que hacerle un par de agujeros más a la correa. No le di importancia y busqué un sastre para que me arreglara la ropa. Al cabo de seis semanas tuve que encargar un nuevo ropero de tanto peso como había perdido. Si me hubiera visto Carolina le hubiera entrado un ataque de risa. Ella decía que si alguna vez perdiera peso me dejaría morir en cualquier rincón con tal de que nadie me viera escurrido. Pero se equivocaba, hijadelagradísima. Aguanté. Como aguantaba la mirada melancólica del chaval cada vez que un grupo de Hare se cruzaban con nosotros en las colas de espera del aeropuerto. Como soportaba la manera que tenía de jugar con la comida como si no le apeteciera ni respirar. Su estúpida manía de repetir a la camarera todo perfecto, mientras ella sacudía la cabeza al retirarle el plato intacto.
En Japón nos vinieron a recibir al aeropuerto un centenar de admiradores que se habían organizado en un club de fans y se formó tal alboroto que tuvieron que llamar a seguridad para escoltarnos hasta la limusina que nos esperaba a la salida del aeropuerto. La tía no se fiaba de que nadie le llevara el equipaje, menos aquellos japoneses risitas, así que obligaba al chico a cargar con las maletas. Él obedecía aunque las piernas le temblaban bajo semejante carga y apenas conseguía sostener el violín entre tanto bártulo. Recuerdo que se le cayó tres o cuatro veces de las manos y tuve el mal presentimiento de que las cosas se torcerían.
Con el Tokio Dome lleno hasta la bandera, el chaval interpretó un par de piezas de su nuevo repertorio que provocaron un suspiro de congoja entre la audiencia. Pero a mitad de su Rapsodia de Salvamento, se desplomó ante el auditorio con su violín aferrado en la mano y tuvimos que llamar a los servicios de urgencia para sacarlo de allí entre una multitud de admiradores preocupados por su estado.
—Se encuentra bien —les dije a los periodistas en la rueda de prensa que celebramos en el hospital— demasiadas emociones para alguien tan joven.
—¿No es cierto que ha perdido más de veinte quilos de peso en lo que lleva de gira? —me preguntó el del Tokio Times.
—Eso no es posible —repuse yo— habría desaparecido de vuestra vista.
Pero luego, al entrar en la habitación, su tía me salió al paso arrebatada.
—Lleva un montón de semanas sin comer, señor agente—dijo apuntándolo con un sándwich de pollo— yo ya no sé qué más decirle.
El chaval estaba en la cama dormido, abrazado a su violín: apenas un bultito debajo de las sábanas verdes.
—Ingénieselas para que coma, señora, o despídase de sus trapos —repuse yo.
—Como usted quiera —dijo ella, le sacudió para despertarle y le acercó el sándwich a la boca pero al ver cómo el chaval apretaba los labios, desistió —No hay manera.
Yo me marché al hotel: tenía una reunión de negocios a las cuatro y aún no me había cambiado de ropa. Me duché con agua hirviendo, notando el tacto de mi piel pellejuda que se agolpaba debajo de mi vientre raquítico. Al terminar, limpié el vaho del espejo para afeitarme. Mi cara asomó entre las franjas de vapor como un cadáver amarillento y ojeroso. Como el espectro del fantasma con el que iba de gira. La misma expresión lánguida y enfermiza. La misma mirada vidriosa de Carolina en los carteles promocionales. La cara de los muertos que colman sus deseos a golpe de talonario. No queda nada por lo que merezca la pena vivir, ¿verdad Julián? Hija de la grandísima. Me puse la ropa de cualquier forma y salí de la habitación a la carrera para regresar al hospital.
—¡Llame al servicio de habitaciones y que suban todo lo que tengan de comer! ¡Todo! ¡Hasta la gelatina! —irrumpiendo en la habitación.
El chaval abrió los ojos para mirarme con aquella expresión de mal agüero. Se aferraba todavía a su violín.
—Tú abre la boca o te juro que hago trizas ese puto violín y os despido a ti y a tu tía de una patada en el culo en un periquete, hijodelagrandísima—añadí.
Le obligué a comer, metiéndole la comida yo mismo en la boca, limpiándole yo mismo con la servilleta mientras su tía, a mi espalda, gritaba y exclamaba en romaní: ¡Nos traerás la ruina, Viorel, la ruina!
En diez días el chaval no había ganado ni dos quilos, así que cancelé el resto de la gira y volvimos a casa en el primer vuelo que encontramos: a nuestra llegada al aeropuerto nos cruzamos con un grupo de Hare Krishna que nos pidieron una aportación. Yo les mandé a tomar por saco mientras él, el puto chaval, les ofrecía la mayor de sus sonrisas.
***
Durante el otoño no moví un dedo: necesitaba unas vacaciones lejos de aquel chaval insoportable. Sin embargo el fenómeno de Valiente Viorel no languidecía. A diario recibía llamadas de todos los rincones del mundo pidiéndome una audiencia para concertar una gira, un concierto, la grabación del último éxito de la temporada.
El propietario de Calamity Records se presentó en mi oficina una mañana y no se movió de allí hasta que permití que pasara a mi despacho, dos días después.
Se sentó ante mi escritorio y me dedicó una retahíla de zalamerías para tratar de convencerme de que cerráramos el trato, Melodías de los Bálticos, el superventas del año: un genio, es lo que tenemos, estará de acuerdo conmigo, repetía sin parar. Después reanudó su discurso, esta vez hablando de la suerte que tenía el chaval de contar con alguien de mi categoría para evitar que la fama le desestabilizara. No todos consiguen asimilar la popularidad, coincidirá conmigo en que tal vez el Valiente Viorel podía haber sido uno de los que tiran la toalla, de no ser porque cuenta con su inestimable ayuda al frente del negocio, dijo. Lo soltó con plena conciencia de sus palabras.
Al ver cómo yo me levantaba de la silla para dirigirme a la ventana y clavar la vista en el exterior, añadió: lo que el Valiente Viorel provoca con su música es un fenómeno que trascenderá a la historia. Repitió aquella frase tres o cuatro veces, cambiando el orden de las palabras, buscando sinónimos para aparentar que aportaba algo más con su discurso, pero yo no le prestaba atención. Observaba la furgoneta aparcada allí abajo de la que desmontaban varios obreros con sus monos y cascos, charlando y riéndose como si no tuvieran nada mejor que hacer en la vida. ¿Acaso iban a taladran la calle de nuevo?, me preguntaba, inquieto ante la idea de que el tiempo, en realidad, no hubiera pasado. Confiaba en ver en un periquete la imagen de Carolina asomar prendida a algún autobús que zumbara entre el tráfico de la avenida.
El tipo de Calamity Records carraspeó para llamar la atención.
Ningún cartel con Carolina asomaba entre los coches.
Abrí el primer cajón de mi escritorio y allí dentro, envueltas en celofán, estaban aquellas golosinas, varias docenas de barritas de Mosse brillantes e intactas. ¿Cuánto tiempo hacía desde que disfrutara del deleite de una de aquellas delicias de reno? ¿Cuánto desde que las sanguijuelas empezaron a llamarme para proponerme negocio, para invitarme a inauguraciones y fiestas de postín?
Metí la mano y saqué una de aquellas porciones. Quería rasgarle el papel pero, en el último momento, estiré el brazo y se la ofrecí al tipo de la camisa de rayas con puños y cuello blancos.
—No gracias, no como entre horas: procuro mantenerme delgado, como usted —me dijo.
Después añadió en tono amable:
—Supe del desgraciado accidente de la gran Carolina. Una lamentable pérdida.
Yo lo miré con cara de pocos amigos y volví a girarme a la ventana: los obreros descargaban sus taladradoras en la calle, justo debajo de mi ventana. Cuando el estruendo de sus máquinas ahogó las palabras del tipo con un ritmo animado, me vino a la cabeza la imagen de Carolina, despatarrada en mitad de la calle, atrapada en una tumba de cemento. El ruido cesó en el preciso momento en que el tipo decía:
—…siempre envidié su suerte.
Era un tipo atlético, bien alimentado y satisfecho de su éxito. Seguramente no se atrevería a cepillarse a su secretaria flaca de tetas postizas y se dejaría la mitad del solomillo en el plato. Le esbocé una sonrisa y exclamé:
—¡Angelina! —a voz en grito.
Angelina entró sin llamar. Ella sí que era la viva imagen de la abundancia, había ganado peso, se había renovado el vestuario y el maquillaje como la alegoría de la felicidad detrás de aquel cuaderno de espiral amarillo. Sin embargo, ni siquiera hice ademán de acariciarle el culo cuando pasó rozándome.
—Usted dirá.
—Acompaña a este caballero a la salida, avisa al chaval y a su tía para que vengan mañana a primera hora y que nadie me moleste.
Aquella tarde, tumbado en el sofá del despacho, pensé en la Carolina de antes, la chavala mofletuda que descubrí en el menú de un bar de carretera y a la que yo lancé al estrellato. La Carolina de entonces tenía los dientes montados y comía demasiados perritos calientes pero, joder, quién hubiera podido notar el peso de su cuerpo sacudiéndose y gimiendo encima de mí en lugar de escuchar el sonido de la taladradora allí abajo, como una maldición.
***
La señora tía apareció a la mañana siguiente acompañada de un abogado con el que ya la había visto tontear en alguna ocasión. Estaba achicharrada después de sus vacaciones en la costa y había elegido un par de chales amarillos y verdes para la reunión.
—Usted dirá, señor agente.
—Quiero rescindir nuestro contrato —le dije sin más miramientos.
Ella arrugó la boca, miró a su abogado. El chaval permaneció con la cabeza agachada, jugando con su puto violín entre las rodillas como el espectro de la desgracia.
—Es por lo que sucedió en el concierto—dijo ella dándole un golpe al sobrino en el hombro—. Eso son solo tontunas, se le pasará, hágame caso.
—Quizá tenga un problema de entendederas, señora: quiero terminar este acuerdo, disolver esta sociedad. Consulte con su abogado si es que no entiende lo que le digo.
La señora palideció: miró a Angelina, después a mí.
—No puede, no puede: ¿qué vamos a hacer de ahora en adelante? —protestó con voz de plañidera.
—Mi cliente rechaza la propuesta —masculló el abogado sujetando a la mujer del brazo para que mantuviera la calma.
El chaval levantó la vista del suelo. Tenía las mejillas quemadas, el pelo quemado, como si también se hubiera pasado las vacaciones achicharrándose al sol sin encontrar nada mejor en qué malgastar el tiempo.
—Ya nos arreglaremos —murmuró acariciando aquella funda gastada.
—¿Cómo que nos arreglaremos, Vioriel, imbécil, pedazo de desgraciado? —exclamó la tía.
—Señor letrado, haga el favor de controlar a su cliente —repuse yo dirigiéndome al abogado.
El tipo se la llevó a un rincón para murmurar a sus anchas. Al cabo de un rato, se acercaron. Ella estaba más tranquila. Ocupó el asiento al lado de su sobrino de una manera que le daba la espalda.
—Mi cliente quiere saber cuánto ofrece por la rescisión del contrato —preguntó el abogado—: daños y perjuicios.
Me dieron ganas de partirle su cara de sanguijuela, pero me contuve:
—No tengo que pagar nada, ya lo sabe. Ella mismo firmó los contratos —dije yo.
La señora se revolvió en la silla.
—Sabía que esto llegaría, ¿cree que no se lo dije? Te lo dije, Viorel, siempre pasmao, así no vas a llegar jamás a ninguna parte —murmuró en romaní dirigiéndose al chico como si escupiera en el suelo.
—Ya saldremos adelante —dijo él aferrando aquella funda.
Yo me sacudí los pantalones.
—Por supuesto —dije —estoy dispuesto a ofrecerles una compensación por los conciertos que no llegaron a darse por motivos de salud, siempre que cumplan una condición.
Angelina, a mi espalda, me susurró al oído.
—Pero no, jefe, no. ¿Con qué dinero?
Yo me aparté de ella.
—Cuatrocientos cincuenta mil euros, es mi última oferta. Suficiente para que usted viva desahogadamente, señora —añadí.
La tía se giró al abogado para contrastar su opinión en voz baja. El chico levantó la vista del suelo y me miró fijamente.
—¿Y qué condición en esa, señor? —masculló.
La tía se revolvió contra él:
—¿Qué hablas tú, ingrato? Sus razones tendrá el señor…
El abogado le puso la mano en el hombro y ella guardó silencio:
—Mi cliente desea saber si se trata de dinero en efectivo —preguntó.
Yo asentí:
—Lo haremos efectivo, si de eso se trata —dije.
El abogado y la tía arrugaron el ceño; el chaval continuó clavándome la vista, agarrando aquel instrumento entre sus manos huesudas.
Yo le sonreí:
—Quiero quedarme con tu violín —le dije. Capullo, hubiera añadido, pero me contuve por el abogado.
—¿Cómo ha dicho? —dijo el abogado.
—¿Y para qué quieres tú un violín? —dijo Angelina.
Yo me remetí la camisa por dentro del pantalón.
—Quiero quedarme con el maldito violín, ya lo han oído. De lo contrario despídanse del dinero.
Dejé que las palabras se disolvieran en esa atmósfera espesa y me levanté del asiento para dirigirme a la ventana. Me hubiera gustado abrirla, airear aquel olor a sabandija que atestaba la habitación. Pero entonces el ruido de aquellos taladros, siete pisos más abajo, hubiera ahogado la respuesta que ansiaba escuchar. Así que aguanté la respiración hasta que por fin la señora tía dijo:
—Acepto.
Yo me giré dándole la espalada a la ventana. Los ojos de aquel abogado, de pie junto a la mujer, brillaban de codicia mientras calculaban la comisión que iba a recibir por una transacción tan sumamente fácil. Por la expresión de la tía supe que ella estaba más cansada que yo de perseguir al chaval, de convencerlo para que sacara provecho de su talento. Le dediqué una sonrisa y ella me la devolvió con malicia antes de dirigirse a su sobrino:
—¿Te dije o no te dije que no llegarías a nada en la vida? —murmuró en romaní.
Viorel la miró fijamente, apretando la boca, encorvado como si llevara la casa a cuestas.
—¿Cuándo me dará el dinero? —dijo la tía arrebatándole al chaval el instrumento para entregármelo. Él ni siquiera hizo ademán de resistirse.
—Angelina—dije yo acariciando aquella funda raída mientras le sonreía— acompañe a la señora y redacte un documento oficial. Ya sabes dónde está el maletín para cerrar el acuerdo.
—Se ha vuelto loco, jefe. Acompáñenme por aquí —dijo Angelina con los puños apretados.
Los tres salieron del despacho y yo me quedé a solas con el chaval: abrí la funda, saqué aquel instrumento de madera, con el astil gastado y la caja marcada con el rastro del mentón del chaval, y lo balanceé delante de su cara.
—No tiene derecho a rozarlo—dijo él.
Yo levanté las cejas, me arrellané en mi asiento:
—Algunas veces me he escabullido por la puerta de emergencia de ahí detrás, ¿te lo había contado?
Él entrecerró los ojos con resentimiento.
—Después nunca más han sabido de mí, ¿en serio no te lo había contado?
El chaval miró la puerta sin entender. Entonces escuchó la risa estentórea de su tía, al otro lado de la mampara translucida, y me dirigió una mirada larga.
—¿A qué estás esperando para desaparecer de mi vista, chaval? —le dije girándome hacia el ventanal para darle la espalda.
Oí su respiración agitada, el sonido de su cabeza cavilando acerca de lo que era correcto y entonces, aquel suave chirrido de un gozne esforzándose por abrir la salida de emergencia. Me giré:
—¡Un momento! —dije.
El chico se detuvo. Yo busqué en mi bolsillo un rollo de billetes, el último capital que me quedaba en el mundo, y se le arrojé. El fajo rebotó contra su nuca y fue a parar a sus pies. Él se giró lo justo para verlo, después me miró ladeando la cabeza como una interrogación. Yo levanté la ceja:
—Si alguna vez, por misterios del destino, nos cruzáramos en cualquier aeropuerto mientras bailas deseando paz y amor a tu prójimo vestido de Hare Krishna, no me saludes, ¿has entendido?
Él apretó las fauces:
—¿Qué quiere decir?
—No me saludes, joder, pasa de largo, como si no me conocieras, ¿de acuerdo? —añadí.
Él me escudriño un momento con sus ojos azabache y entonces se agachó para recoger el dinero del suelo.
—De acuerdo —sonrió con la muela dorada que hacía meses que no veía.
Y cerró tras él.
Esperé a que el sonido de sus pasos deslizándose por la escalera de incendios se disipara antes de levantarme y abrir la ventana. El chaval se alejaba calle adelante, a la carrera. Y allí abajo los obreros habían hecho un descanso para comerse el bocadillo.
Agarré el violín del astil y asomé medio cuerpo por la ventana. Apunté al centro del socavón que los obreros rodeaban y grité, ¡Allá va!, soltando el maldito instrumento.
El violín cayó al vacío, rebotó contra el borde de la zanja, se deshizo en cuarenta pedazos.
—¡Hijo de la grandísima puta! —me gritó el obrero más bajito, levantando el puño hacia arriba.
—¡Tu madre!—repliqué y cerré la ventana de un manotazo.
Después arrojé aquella funda maltrecha al rincón, me espatarré en mi asiento y abrí el cajón de mi escritorio. Cuatro docenas de barritas envueltas en celofán me hacían guiños desde el fondo, ábrenos, Julián, arráncanos el papel. Me aflojé la hebilla del cinturón dispuesto a acabar con ellas en un periquete.
Autora: Amparo Seijo (2009)
Antología de cuentos "Trece maneras de matar a un ser querido"