Trauma.

Para Elena todo era un trauma. Si me quejaba de la lluvia, trauma por una infancia seca de afectos. Si se calentaban las latas de las que iba a beber, trauma por desapego en la lactancia materna. Si al día siguiente había que madrugar, trauma por el deseo insatisfecho de un metafórico nido durante la juventud. Sus cavilaciones y ejercicios para sanar egos nos tuvieron, nada más juntarnos, seis horas sentados sin pestañear. El restaurante hizo el favor de dejarnos empezar la comida antes del servicio y se vio negro para echarnos cuando ya apilaban las sillas.

Fue el resumen de una visita fugaz con Almu a El Albir y Benidorm, geografías que transita Elena en invierno y verano sin dejarse traumatizar. No se inmuta ni por los extranjeros que beben pintas como desayuno ni por la inesperada lluvia que anegó estas localidades mediterráneas en pleno puente de noviembre. Ese fenómeno extraño provocó que no saliéramos de espacios cerrados y que apenas diéramos una vuelta por el paseo de la Manhattan valenciana, que Esther García Llovet califica de «un sitio muy raro»: «Es España, pero no es España, y a la vez tiene algo que es muy español, es pura costa, eso que tenemos más vendible».

Hablando sin parar durante horas, desanudando traumas y haciendo cuartel en el salón, llegó la hora de marcharse. Fuera seguía diluviando y tuvimos que alinear los chacras y los parabrisas para coger el coche. Antes, dejamos todo con las energías adecuadas para las enseñanzas de Elena. Más o menos así:

Image

Quizás, pensé después, Elena tenía razón y todo ese trauma venía de haber pasado unas semanas en Japón. El país, que suele cautivar a los extranjeros, deja una estela de imágenes difíciles de borrar. Y eso que nos había pillado en pleno enero, con escarcha en las barandillas y copos en los árboles. Unas circunstancias que estuvieron a punto de terminar con mis falanges como ofrenda en algún templo sintoista, pero que para Jara significaban la época perfecta: podía ver a los babuinos de las montañas purgándose en aguas termales, podía esquiar, podía utilizar todo tipo de ropa de montaña y podía pedalear con el monte Fuji al fondo, como en los cuadros de Hakusai que enseña en sus clases:

Image
Image

No opinaban lo mismo algunos de sus ciudadanos, que se acercaban a los lugares turísticos con las mascotas enfundadas en abrigos imposibles o que aprovechaban las horas centrales y el calor de unos fogones para enseñar músculo, libres de kimono:

Image
Image

El truco consistía en aprovechar esos momentos del día, siempre con gorro y guantes, para ver todo lo posible sin parar a comer. Eso tocaba de noche, con el vapor de las ollas trepando como anémonas y con la excusa de mantenernos al calor con un juego de mesa. No caí en el chantaje, aunque lo pagué a la vuelta:

Image

También en el regreso fue cuando celebramos el motivo del viaje: un enlace que la administración precipitó. La coronación tuvo lugar en el Corral de la Morería, santuario del flamenco en Madrid donde descubrimos a mis padres dando palmas y a Pablo enamorado de un juego de castañuelas que, entre el siseo y el crótalo, nos tuvo toda la cena así de contentos:

Image

Poco tiempo después nos topamos con la Semana Santa. Me esperaba una escapada a Marruecos que comenzó con una parada en Málaga. El viaje se hizo eterno, plagado de retrasos absurdos, y sólo se salvó por la noche de terraza con Néstor. En una de las rondas, dijo: «¿Por qué no te quedas aquí unos días? ¿O es que ya te pica la guindilla en el culo?». Seguí con la intención original y salí hacia Algeciras dando rodeos. Los ferris se habían cancelado por el temporal y me tocó esperar en el vestíbulo del puerto, que era como el lúgubre pasillo de un hospital público. Por fin zarpó, con una llegada de madrugada a Tánger.

A pesar de la demora, pude ver el zoco cuando las tiendas alumbran el empedrado, llegar a una pensión y charlar en una terraza con un francés de ascendencia marroquí. Me dijo que había visitado en el sur a su familia, pero que prefería quedarse solo y disfrutar de las cosas pequeñas. Entre esas cosas pequeñas estaba, según atestigüé, beber té y fumar porros desde el amanecer al anochecer. Verle con esa rutina me trasladó a otras escapadas previas y me condujo a una sorpresa: el poco menudeo de hachís con el que me había encontrado en mi merodeo matutino. Sólo en un renuncio, cerca del Teatro Cervantes, me cogió por banda un lugareño y me preguntó: ¿Sabes qué tiene de especial Tánger? Yo respondí con vaguedades: su medina, sus vistas al Estrecho… Y él añadió: «Y su polen, no lo olvides».

Jamás me volvieron a alabar ni ofrecer ese producto nacional. Ni siquiera en la línea de costa, que tanto negocio procura. Allí seguí juntándome con gente que se empeña en guiarte por los callejones. Uno de ellos iba quejándose de la compra de casas extranjeras en Larache, mientras me enseñaba nuevos inmuebles. Despotricaba contra alemanes, daneses o noruegos, pero quienes más le repateaban eran los antiguos colonizadores: «¡No veas los franceses!», suspiraba en perfecto español cada vez que veíamos una fachada remozada.

Otro, en Asila, me acercó hasta una posible habitación para dormir. Le había dado las llaves un colega. Estaba sin luz, con la cama desecha y el suelo lleno de escombros. Lo más parecido era una celda siria. Cuando se dio cuenta de su estado, soltó: «¡Qué cabrón el Hassan!», aceptando su pérdida de cliente. Aparte de esas escalas en puntos más o menos conocidos, intenté acercarme a ruinas romanas como las de Volúbilis. En cualquier vereda, a pesar de la modernidad de la calzada, aún se veían modos de transporte de antaño y un símbolo del país como el burro. Recordaba entonces esta frase de Yuri Herrera en Señales que precederán al fin del mundo que tanto me gusta, no sé exactamente por qué, si por su brevedad o por su simbolismo: «El señor Hache no podía ver burro sin que se le antojara viaje».

Image

Me estaba leyendo en esas jornadas de trenes y taxis por algunos paisajes repetidos a Dalmon Galgut, que En una habitación ajena dice: «Las cosas ocurren sólo una vez y nunca se repiten, nunca vuelven. Salvo en el recuerdo». Y es cierto: volvía a Mequinez después de dos décadas y veía todo distinto, sin fotos despreocupadas en las azoteas ni partidos de fútbol en pisos de estudiantes. Tampoco era igual ese desierto que atisbamos a lo lejos cuando recorríamos los sitios parando de cafetín en cafetín. Esta vez sí que nos metimos al cogollo del Sáhara, ese pudding infinito de arena donde se coronan las dunas con un pie en cada lado, como hizo Irene:

Image

Los beduinos no alertaron del sufrimiento en esas subidas y esperaron con una cena sobre las esteras del campamento. El encargado despotricaba contra las multitudes y se vanagloriaba de la tranquilidad con la que vivía. Ese relax iba acompañado de su adyacente pipa de kifi. Cada vez que terminaba una frase, cargaba el recipiente y le daba una buena calada, resuelta por un escupitajo de cenizas. Nadie le hubiera rebatido sus teorías sobre la serenidad del lugar.

Cambió la cosa al regresar a España. Movidos ya por el carrusel de festejos, hicimos un alto en Yecla para observar los prolegómenos de San Isidro y preparar gazpachos:

Image

La guinda llegó con una visita a Cork y una estancia corta en Belfast. Tatiana nos acogió a Marta y a mí en su casa para enseñarnos algo de la ciudad y aposentarnos hasta el atardecer en una terraza. Corrían las pintas a precio de Moët Chandon y las anécdotas de décadas atrás. Todos resoplábamos al rememorar aquellas historias y ratificábamos lo que sostiene Milena Busquets: «A partir de los 40 años las renuncias ya no parecen renuncias, simplemente vas caminando por la calle y se te van cayendo cosas».

A nosotros, como a cualquiera, se nos habían caído afanes y proyectos, pero no podíamos quejarnos: seguíamos riendo con chascarrillos pretéritos en los que daban igual el frío y la lluvia. Y en los que no derrochábamos libras en cerveza porque con unas latas del Tesco montábamos una rave. Belfast seguía siendo en nuestras cabezas esa ciudad donde «es mejor no llamar a las cosas por su nombre y evitar los nombres de personas y de lugares, las fechas y los apellidos», tal y como escribe Jan Carson en Los incendiarios.

«En esta ciudad los nombres son como puntos en un mapa o palabras escritas con tinta: intentan a toda costa pasar por la verdad. En esta ciudad la verdad es un círculo si se mira desde un lado y un cuadrado si se mira desde el otro», añade, refiriéndose a ese silencio impuesto y a esos muros levantados entre barrios, como este de Shankill en el que posamos con abrigo:

Image

Bastó ese rato para brindar con Stephen, Hamish y John por cada vivencia compartida y para evocar el pasado. Aunque, como se pregunta Victoria González en Buenos tiempos, no sé si se puede considerar pasado «aquello que pervive cada día dentro de nosotros, lo que fuimos y no volveremos a ser, lo que amamos y perdimos». Continúa: «A lo largo de estos años no he cambiado de escenario, pero soy distinta. Me formé, viajé, conocí a gente de todo tipo y, sin advertirlo, me convertí en un ser extraño, en la persona que quise ser».

En mi caso, dudo de haber alcanzado esa anhelada identidad después de charlar con John y Stephen y ratificar la firmeza de sus ideas o la forma de ver siempre un ángulo distinto a lo que crees totalmente normalizado. Quizás ese sea mi trauma, la herida abierta a la que se refería Elena: haber elegido lo banal, haberme desviado hacia lo oneroso.

Porque, si toda biografía está marcada por momentos clave y arbitrajes, por instantes en los que decidimos fomentar unas relaciones y no otras, como subraya Geoffrey de Lagasnerie, mi elección tendría que haber sido aquel taller polvoriento y no las paellas frente al mar, el sushi bajo la nieve o las brasas de pescado en el puerto. Al menos allí, el té o el café siempre es en compañía:

Image

Salvajes.

Podría odiar Tavernes porque Tavernes es el espejo de la juventud, y a nadie le gusta reflejarse en su pasado. Podría odiar Tavernes porque Tavernes expone las ausencias de forma explícita, a través de persianas bajadas y sombrillas sin plegar. Podría odiarlo porque Tavernes es esa inocencia del verano infantil, esa intriga del estío adolescente o esa inclemencia del ocaso juvenil, y duele echar la vista atrás y constatar la traición a uno mismo.

Sin embargo, no odio Tavernes porque sigue procurando sorpresas. Porque al grito de «¿Au o qué?» se conjuran nuevos planes y porque basta una mañana frente a ese Mediterráneo inmóvil para atestiguar la atemporalidad del espacio. Podría afirmar que en Tavernes nunca se envejece y que los horarios no varían ni a golpe de pandemia ni a estacada de bandera roja (teniendo en cuenta que ambas situaciones se contemplan como una emergencia local).

En Tavernes se come a las dos y media, se cena a las nueve y en cuanto la noche se alarga más allá de la Teletienda, se avisa. Ese espíritu de eternidad se traslada también a lo corpóreo: en cuanto pisas el apartamento, la edad del documento de identidad se desvanece y vuelves a tener 12 años. Dan igual los avatares de cada uno: en ese asentamiento de toallas donde reina el cotilleo se te ve como el «hijo de» y siempre es buen momento para un pellizco de moflete.

Como pandilla nos pasa lo mismo: qué importan las décadas juntos, la prole añadida o los achaques si, cada vez que nos reunimos, invocamos a las noches de Brufols, las tardes de vóley o las mañanas de aguadillas. Este julio, en medio de ese oleaje de achuchones con crema y sal, logramos rascar unas horas para empeñarlas en lo que mejor se nos da: sentarnos alrededor de unas jarras y pasar el rato. El enclave elegido fue San Juan, en Alicante. Desde el norte de la Comunidad fuimos Cobra, Lelo y yo. De Madrid, Andrés y Juanas. Allí nos esperaba Xavi, el encargado de organizar una despedida sorpresa donde faltaba atrezo y escaseaban las latas de cerveza.

No pasó nada: bajamos a un chiringuito y nos apostamos ahí hasta que la triple camiseta de Xavi era una cataplasma de sudor a punto de convertirse en escayola y requería aire acondicionado. A pesar del calor, posábamos así:

Image

Terminamos de comer, acudimos al supermercado para paliar el boquete de la nevera y salimos por varios sitios hasta que acallamos nuestros aparentes hálitos de juventud entre canciones de perreo y cócteles sin chispa. Dedicamos la tarde y la noche en resucitar aquellos años en los que, como diría el escritor Rafael Chirbes, nacido en Tavernes, «derrochábamos el tiempo creyendo detenerlo». Y, al día siguiente, retomamos esa rutina donde ya no éramos los que cantábamos por los naranjos con un brick en la mano o los que mezclábamos el vino en bolsas de plástico, sino los que se definen por su currículum. Una pena.

Volaba poco después a Venecia para juntarme con Grego y Jara. Llevaban varias jornadas de viaje desde Barcelona y, cuando nos vimos, la furgoneta ya se había convertido en su hogar. Yo era un mero inquilino que apuraba los últimos sorbos en el parquin antes de entrar a dormir como quien aún desconoce los metros de pasillo hasta el baño o el lado de las luces en una casa alquilada. Cruzamos a Eslovenia y recorrimos el valle del Soca, su meseta, algunas cuevas y la capital, Liubiana. El plan habitual consistía en tomar algún camino hacia una cascada, bañarse y montar un picnic a base de queso y conservas. Aquí se puede ver una imagen como resumen:

Image

En Liubiana nos despedimos de Grego, que tiraba al sur, y enfilamos hacia el mismo aeropuerto de la bienvenida. No fuimos capaces de desentrañar los horarios de una nación que desayuna antes del amanecer y cena a media tarde. Antes, nos dio para ver el valle de Treviso y rememorar en la capital eslovena aquella visita de Interraíl donde las madrugadas se empeñaban en una estación de tren y no en la terraza de moda frente al río. Hablábamos de esos nublados recuerdos en las casas okupas de Metelkova y de lo que apunta Marta San Miguel en ‘Antes del salto’: «Me gustaría preguntarle por qué dejamos la poesía; es decir, por qué dejamos atrás los apegos, lo que nos llenaba y daba sentido por dentro. Le preguntaría cuánto tarda en desaparecer aquello que olvidamos, cuánto perdemos al olvidar un lugar o el lenguaje que nombraba lo que conocíamos».

Me tocaba hacer escala en Madrid para volar a Angola con Pablo. Aterrizamos en Luanda con la acogida de Cinha y el proyecto de atravesar gran parte de su superficie en moto. Un plan que nos mostró sus primeras fisuras en la ciudad, plagada de calles con lo que Lobo Antunes denomina como «una constelación de lámparas tartamudas», La electricidad no nos importaba residiendo en un condominio de la llamada «isla» de la capital, desde donde se observaba la Marginal, la avenida principal frente al mar, y el puerto. Una estampa que no iba a repetirse: después de salir de la urbe, sólo nos quedaban kilómetros y kilómetros de desierto, traducidos en horas y horas de asiento trasero. No calculamos bien la escala de los mapas ni la aritmética que rige en esos lares, donde no hay una fórmula que resuelva la ecuación de velocidad, espacio y tiempo.

Intentábamos pintar el viaje con un optimismo ramplón, pero los amigos de Cinha y Vasco no nos dejaban: «Son salvajes», repetían alrededor de una feijoada en cazuela y de cucharadas con malos augurios. «Una vez sales de aquí no hay nada. Lo máximo que te vas a encontrar son monos en los mercados. ¡No os van a dejar ni las ruedas!», clamaban, mirando de arriba abajo el trasto con el que pensábamos desplazarnos. Nosotros cargábamos con ‘Sudd’, un novela de Gabi Martínez ambientada en un terreno similar donde se dice que «nunca nada es la peligroso como te lo pintan», y con la guía de Theroux en ‘El último tren a la zona verde’, donde se expone que África es «el escenario que tantos extranjeros escogen para aportar dramatismo a sus vidas, poner a prueba sus teorías y reinventarse».

Un dramatismo que, en nuestro caso, venía canalizado a través de esas carreteras interminables sobre las que nos habían alertado -«¡son salvajes!»-, paradas en puestos donde sólo se veían sartenes tapadas y búsquedas en posadas inmundas donde siempre estaba todo reservado, aunque nunca vieras a un alma. Cada vez que decidíamos emprender el siguiente destino, sentíamos cómo languidecía el día entre arbustos y paisajes áridos. La suerte se medía en si nos habíamos librado de pedir ayuda para solucionar algo de la moto o no, ya fuera gasolina, grasa para la cadena o una rueda, tal y como se ve en estas dos estampas:

Image
Image

Durante la noche se disipaba esa turbación. Cualquier aldea nos acogía con un puesto de música atronadora y un futbolín con mayor o menor estabilidad: en uno de ellos, las paredes se desajustaban con cada movimiento y la pelota se colaba en la banda, precipitándose al suelo; en otro, las barras era tan duras que los pases se efectuaban con dos manos, como con un bate de béisbol. En estas pachangas con un público enloquecido olvidábamos el desasosiego por el siguiente sendero. Cuando el responsable de la bola con la que se jugaba decidía clausurar el campeonato, nos íbamos a la habitación y tratábamos de dormir, en medio de una batalla para acabar con los mosquitos. Entre los picotazos, el bochorno y los ronquidos, se intercalaban esas advertencias: «Comen animales, hay malaria, vigilad las llantas… ¡Son salvajes!».

Image

Jamás tuvimos esa sensación. No nos faltó una mano para ayudar, una carcajada cómplice ante cualquier broma sin gracia o un suspiro de escepticismo ante nuestra siguiente meta. Sólo se trastornaban un poco cuando gritaban «¡Lingkengue!» -nunca supimos exactamente qué significaba, aunque nos explicaron que se refería a quien siempre tira para adelante sin importarle las eventualidades- y nos recomendaban ir en Macon, el bus nacional. En Angola todo rebosaba tranquilidad, a pesar de la presencia de tanques semienterrados, casquillos de bala o minas antipersonas. Se lo narramos a Cinha, Vasco y el resto de portugueses al volver a Luanda. Nos esperaban con una cena en el piso y una salida en barco como colofón a esas semanas de polvo y arena.

Fue una manera redonda de despedirnos de este país misterioso, sin puestos de souvenirs ni carteles, donde la gente choca puños y te toca la coronilla sin preguntar, como el gesto cariñoso y ancestral de los adultos hacia los niños. El mismo que llevan a cabo los amigos de mis padres en la playa de Tavernes y que suelen acompañar con un «Ay, hijo mío, estás igual», aludiendo a esa atemporalidad de este rincón valenciano. En el fondo, todos sabemos que no es verdad. Que los años pasan y que, como anota Manuel Vilas, las decepciones no mueren nunca. Que todo se plaga de nuevos desengaños y de frustraciones momificadas.

Quizás por eso podría odiar Tavernes. O incluso Eslovenia y Angola. Pero, aunque pudiera, ¿de qué sirve odiar algo si ya sabemos que lo civilizado se termina imponiendo, que abandonamos el ansia de lo silvestre y que, como insiste Manuel Vilas, «hay que estar siempre preparado para las mayores decepciones que quepa imaginar y, dentro de esas decepciones, hacer sitio a la alegría»?

CutreCamp.

Aunque nadie sabía bien cómo calificarlo, el sitio se llenó. En realidad, habíamos improvisado bastante eligiendo el lugar y poniendo la fecha. Nos tocó subsanar esa premura con una campaña constante de llamadas y mensajes. Queríamos que estuvieran los máximos posibles y para eso había que insistir en quienes viajaban desde fuera y quienes ocupaban la agenda con labores mundanas. Al final, un 7 de octubre, como si de una crónica deportiva se tratara, se juntaron más de 110 personas enfrentadas en 11 equipos, pulseras de distintos colores y prendas del mismo sastre: aquel que las marcas usan para regalar ropa con su publicidad impresa.

El motivo era ese: juntarse de la forma más cutre posible y conmemorar algo que pocos se atrevían a definir. Era un cumpleaños al que aún le faltaban meses. Un aniversario al que todavía no se le encuentra el día exacto. O incluso un enlace nupcial sin papeles que firmar ni pérgola que atravesar. Daba igual. Desde primera hora (o incluso la noche anterior) los invitados fueron llegando y apuntándose en una lista que solo Jara entendía. Despachaba a los aterrizados en habitaciones, grupos de juego y tareas mientras ojeaban el entorno buscando el grifo de cerveza.

Image

Las hoces del horizonte hicieron el resto y el relato echó a andar: había gente apurando jarras, otros que mezclaban en vasos de plástico y algunos que mantenían la compostura para aguantar en los próximos puntos del día. Uno, el primero, era adivinar algunos datos personales desde las mesas del almuerzo. Y en este terreno había quien estaba muy enterado. Juanas, por ejemplo, acudía al estrado en cada respuesta, como un apuntador, y protestaba, justificando la cifra verdadera después de cálculos matemáticos y de recurrir a su prodigiosa memoria. Hubo quejas, motines por tongo y algún salto de emoción. La estampa solía ser más o menos así:

Image

Siguió la tarde con esas actividades en las que Jara sumaba o restaba números y los asistentes se dedicaban a criticar o hacer alegaciones. Se ve mejor la dinámica con un par de imágenes, en las que la violencia roza lo explícito:

Image
Image

Con los ganadores y perdedores ya definidos, ajusticiados con un oportuno castigo medieval, dimos paso a las ruinas. Consistía en rememorar momentos bochornosos sobre los organizadores. Contar, por ejemplo, que Jara se dejó toda una maleta en la bodega de un autobús nada más llegar a un sitio playero o que no hay retrete de amigos que yo no haya utilizado. La noche y el alcohol precipitaron el acto. Se quedaron pendientes algunos ponentes y nuestro alegato a la amistad.

Image

Yo, por ejemplo, tenía pensado recordar ese inicio opuesto a una comedia romántica y cómo me vi aceptado inmediatamente por su círculo. Cucho, por ejemplo, preguntaba cada día si Jara se había echado un novio o un llavero. Isra repetía que es que Jara a partir de las cinco de la mañana se iba con cualquiera y Juanillo suspiraba a menudo y clamaba: «Joder, si Jara es una tía con buen gusto. ¡No entiendo qué hace contigo!».

Pensaba narrar que, a pesar de eso, hemos seguido. Incluso atravesando episodios muy duros. Hemos vivido una lesión seria, un incierto ingreso hospitalario, la muerte de familiares muy cercanos, un cáncer o algo peor: soportar mi cara cada vez que cenamos por más de tres euros. Y el amor, al contrario de lo que pueda parecer, ha ido creciendo hasta el punto de que, hace unos meses, estando solo en Colombia y en Cuba, echaba de menos cosas cotidianas tan lamentables como cuando se muerde las uñas de los pies o acumula pañuelos usados en la colcha. 

Y el sábado dio fe de eso. Acompañados, como se ha mencionado, de la gente que nos ha ido moldeando. Estaban allí los testigos de toda una vida, que se acerca a las cuatro décadas. Mi hermano y primos, que conocen hasta cómo me sacaron del vientre materno. Mis compañeros de pupitre en diferentes etapas de la educación obligatoria. Con quienes sobreviví a varias universidades. Con los que conquistamos Belfast y enseñamos a los irlandeses a pronunciar Ramones (con una erre bien marcada y terminando en una ese sonora). Con quienes aprendí un oficio nuevo mientras fundíamos de litronas la nevera del chino y con quienes he empeñado veranos interminables. Todos, imprescindibles. De madrugada ya la pista era un revoltijo donde se bebía a morro, se bailaba y se berreaba con las botellas en la mano, como aquí:

Image

También acusamos ausencias importantes, pero se puede convenir que tuvimos al lado a los máximos protagonistas de nuestras vidas. Y celebrarlo con risas, comida y bebida era lo mínimo que podíamos hacer. Terminó al amanecer, con barriles vacíos y copas a medias diseminadas por el suelo. La juerga gozó de ánimo besucón y de valoraciones que apuntaban en una misma línea. Yo pensaba que iba a ser imposible abarcar lo que se sintió si no se experimentaba, pero los fotones de Arcenillas vuelven a contradecirme. Ya saben: es capaz de hacer milagros. Aunque no reproduzcan algunas frases escuchadas, como cuando Chisco se cruzaba con cualquier grupo y soltaba: «Sois los mejores y os quiero mucho». Por el grado etílico, podría habérselo confesado hasta a un árbol, pero no hay una manera mejor para resumir esa jornada que nadie sabe bien cómo calificar.

Verano.

Ha llegado el viento y es hora de recapitular. El verano trajo estampas que pocos imaginarían. En Madrid, con ese sol impío que escama las aceras, las calles se transformaron. No es que no hubiera nadie, no. Es que quien soportaba los meses de julio y agosto en la ciudad parecía contrariado. Las conversaciones versaban sobre la temperatura, incluso cuando había cosas interesantes que contarse. Sin querer parecer magnánimo ni peliculero, diría que he visto cosas que nadie creería. He visto, por ejemplo, a un tipo cortando sandía sobre el capó de un coche para vender los trozos en cucuruchos por el andén de la estación de Entrevías, como si estuviera en una playa de Cartagena de Indias.

También he subido a un tren a mediodía que llevaba la luz apagada y se quedaba en total oscuridad -a 50 grados- cuando atravesaba los túneles del centro, como si viajáramos de madrugada en un convoy de Calcuta. He contemplado a una señora que portaba un cesto de fruta en la cabeza, como en un puerto africano, y he sido testigo del suspiro al unísono de cuatro trabajadores observando, desde el banco de enfrente, cómo una mujer de nalgas pulposas bajaba la persiana metálica de su establecimiento hasta abajo, a unos centímetros de sus ojos. Cada tarde me he cruzado con cuatro señoras de vestido floreado y peinado de permanente que oteaban la situación en silencio mientras movían sus abanicos en una perfecta coreografía. Y, por último, he comprobado cómo en los autobuses gratuitos que han puesto para suplir el metro en Vallecas la gente pedía la vez, como si estuvieran en una parada de guaguas de La Habana.

Con este panorama de cautivo en la metrópoli no me quedaba otra que ir rebotando cada fin de semana hacia el norte. Jara peinaba la costa y yo ejercía de yoyó. Le dije que empezara por Burdeos, donde plegué mi último morral y donde había entrado en una librería donde Helène, presumiblemente la responsable, dejaba su valoración en cada libro que leía, que eran casi todos los expuestos en las mesas. Su particular faja siempre era igual: «Un gran enamoramiento». Daba lo mismo que fuera un éxito de novela negra que una fábula norteamericana:

Image

Una primera huida nos hizo recalar donde Haritz, que siempre espera con un cazo en los fogones. Fuera llovía, y su caserío era un refugio de atún con ensalada. Nos dio tiempo de comer, echarnos la siesta, ver cómo se compaginaban los cafés con la lactancia y seguir hacia alguna playa donde se habían exiliado los residentes en la meseta.

La única foto que sacamos de aquellos instantes muestra una mezcla de costumbrismo y cuento gótico:

Image

Después siguió la rutina: resbalábamos los insomnes por la emetreinta sin tregua marítima y por la tarde, en esas horas de búsqueda de la sombra, las bibliotecas se llenaban de lectores acomodados bajo el chorro de aire acondicionado. Yo me acordaba de lo que había leído en lo último de Daniel Bernabé, Todo empieza en septiembre: «Las ciudades son, más que mapa, tránsito por donde cada día circulan sueños y fantasmas que aplacamos fingiendo movimiento». Y Madrid, sigue, «o bien te devora o bien se te mete dentro».

Jara, mientras, se escondía en los bosques asturianos y conspiraba con los osos para no ser encontrada. Solía relatarme sus jornadas así de tajante: «Hoy no he hecho nada». De vez en cuando podía unirme al retiro y registrar esa afirmación:

Image

Inmediatamente, pensaba en esto que escribió Wisława Szymborska y que rellenaba de poesía mis áridas tardes:

Ocurre que estoy sentada bajo un árbol,
a la orilla del río,
en una mañana soleada.
Es un suceso banal
que no pasará a la historia.
No son batallas ni pactos
cuyas causas se investigan,
ni ningún tiranicidio digno de ser recordado.

Y sin embargo estoy sentada junto al río, es un hecho.
Y puesto que estoy aquí,
tengo que haber venido de algún lado
y antes
haber estado en muchos otros sitios,
exactamente igual que los descubridores
antes de subir a cubierta.

El instante más fugaz también tiene su pasado,
su viernes antes del sábado,
su mayo antes de junio.
Y son tan reales sus horizontes
como los de los prismáticos de los estrategas.

El árbol es un álamo que hace mucho echó raíces.
El río es el Raba, que fluye desde hace siglos.
No fue ayer cuando el sendero
se formó entre los arbustos.
El viento, para disipar las nubes
antes tuvo que traerlas.

Y aunque no sucede nada en los alrededores,
el mundo no es más pobre en sus detalles,
ni está peor justificado ni menos definido
que en la época de las grandes migraciones.

No sólo a las conjuras acompaña el silencio.
Ni sólo a los monarcas un séquito de causas.
Y pueden ser redondos no sólo los aniversarios,
sino también las piedras solemnes de la orilla.

Complejo y denso es el bordado de las circunstancias.
Tejido de hormigas en la hierba.
Hierba cosida a la tierra.
Diseño de olas en el que se enhebra un tallo.

Por alguna causa yo estoy aquí y miro.
Sobre mi cabeza una mariposa blanca aletea en el aire
con unas alas que son solamente suyas,
y una sombra sobrevuela mis manos,
no otra, no la de cualquiera, sino su propia sombra.

Ante una visión así, siempre me abandona la certeza
de que lo importante
es más importante que lo insignificante.

Solo rompía ese estado de placidez su empeño en jugar, ya fuera dentro de la furgoneta o en Moratalaz. Su felicidad, claramente, chocaba con el estado del resto de participantes. Cuando conseguía despejar las mesas de pipas y litronas vacías, solía conseguir algo así: su sonrisa frente al luto de los oponentes, en este caso Pablo y Patri.

Image

Otra escapada imprescindible fue a Tavernes. Allí me esperaban mis padres con una paella y Lelo con un botellín. Por las mañanas remojábamos los pies en la piscina infantil, vigilando a la prole, y hablábamos del pasado. Lelo se quejaba de la falta de progreso en este rincón mediterráneo. «Ya no hay bares ni hay jóvenes», protestaba, echándose crema. «Antes yo me iba a Valencia un miércoles, volvía el viernes y necesitábamos horas para ponerme al día de lo que había pasado; hoy todo está muerto», resoplaba, lamentado que su hija no fuera a vivir esos meses eternos de tardes de voley y noches de copeteo.

Tampoco lo experimentarían los de Martita, Álex o Azahara, que en una cena junto al lago celebraron la vuelta de una discoteca entre naranjos como una victoria popular. Rememoramos esa tarima con rejas, esa piscina que alguna vez tuvo espuma, esos paseos por las huertas y aquel olor a adolescencia que se impregnaba nada más pisar la región, como la brea que motea la orilla y aturde a las medusas. Brindábamos con cazalla, esperando agarrar algo del pasado, pero, como dice Alejandro Gándara en Primer amor, «nos separaba mucha vida, los dolores de los que tratábamos de reponernos, las equivocaciones que aún teníamos que perdonarnos, las esperanzas que no se cumplieron, la fe que se perdió por el camino».

«Quizás lo que hemos dejado de hacer es también parte de nuestra vida. Lo vivido y lo sin vivir nos convierte en los que fuimos y en lo que no fuimos. Con la misma garantía, con la misma sólida identidad», añade el escritor, que me recordó a otra parte fundamental de mis jornadas estivales: el amparo de la sauna. Allí nos reuníamos unos pocos osados y sacábamos de nuevo el tema del calor. Salva, un jubilado que no faltaba ningún día, se marchaba con una advertencia: «Que todo vaya bien. Nunca a peor». Una de estas veces, a solas con otro usuario menos habitual, empezamos a hablar del futuro a medio plazo si ya en Madrid se vendía fruta como en el Caribe o se estropeaban los trenes como en la India.

Este acompañante amanecía preocupado por las circunstancias, que adivinada como algo sin retorno. «Y ya no es por mí, es por las siguientes generaciones», suspiraba. Lo dijo añadiendo que él no tenía hijos, pero sí sus amigos. Con la confianza que otorgaba este oscuro rincón y con la posibilidad de que, eventualmente, fuéramos los únicos supervivientes de un universo a punto de extinguirse, le pregunté: «¿Te arrepientes de no haberlos tenido?». Me contestó al instante, restregándose el sudor de la cara antes de levantarse y salir a la ducha: «A ratos, pero como de todo lo que no he hecho».

Grillos

Pablo llamó de repente y me preguntó: «¿Tú sabes que sin los grillos no existirían los escarabajos?».

Me pilló frío y, obviamente, le respondí: “Ni idea».

«Vente a casa y te lo explico», colgó.

Cuando llegué a Moratalaz tenía en el proyector una lista interminable de vídeos en blanco y negro. Escuchamos a los Cascades, a los Rivieras y, por supuesto, a los Crickets. «¿Ves?», decía Pablo, descifrando aquel interrogante del principio: «Sin los Crickets no existirían los Beatles», repetía, parafraseando a Paul McCartney.

Terminamos pronto con ese repertorio. Era hora de salir hacia el Wizink. Teníamos, precisamente, entradas para Loquillo y llegamos de milagro: decidimos ir parando en cada terraza de Pavones. Antes de subir a la grada, Pablo se probó varias camisetas y, mientras escuchábamos el recital, me susurró: “No hay duda de que es el mejor frontman de España, con permiso de Pedro Sánchez”.

Antes, en la tienda de merchandising, le había dicho esto a un señor de silueta robusta: «Píllate un número más, que aquí te ves muy bien, pero luego la notarás demasiado apretada». No se puede decir que él siguiera su propio consejo:

Image

Después de una primera mitad de espectáculo con canciones actuales y de gente tarareando sin convicción, Loquillo tiró de clásicos. Y menos mal: Pablo ya había amenazado con irse si no tocaba El Rompeolas. También mezcló con electrónica los primeros acordes de Feo, fuerte y formal, momento en el que aproveché para grabarle un vídeo a Comes: no hay nada que me recuerde más a ella que ese arranque de guitarra. Siempre va acompañado por su sonrisa burlona, un tercio en la mano y un cabeceo aproximándose para entonar, entre el vacile y la camaradería, «no vine aquí para hacer amigos, pero sabes que siempre puedes contar conmigo…».

Una frase que retumbaba en mis oídos como un deseo, porque Comes es la persona con la que siempre quieres contar. La que soluciona los problemas de cualquiera que esté a su alrededor, la que pregunta si te han dado la comida oportuna, la que invita a una feria que incluye cenas de alto copete o cócteles mirando al mar y la que nunca se olvida de darte rosquilletas sin gluten, sabiendo que no las encontrarás en ninguna otra parte del globo.

Por eso, aquel anhelo de complicidad -a carta cabal- se cumplió cuando, en una conversación secundaria, escuché cómo decía: «Es Alberto, el meu amic de Madrid». Unas palabras que eclipsaban a los platos de estrella Michelin que me esperaban con ella en Valencia, a las catas de vinos con brindis sonoros y poco criterio o a las mesas compartidas tratando de escribir algo al alimón:

Image

Después del concierto, con Pablo satisfecho por ese estribillo que declina hablar del futuro, nos fuimos a un bar de la zona. El público, de una edad más dada a otros ritmos, se había retirado. Nosotros, sin embargo, nos metimos en uno que mezclaba underground de patillas y parches con música experimental. Mientras apurábamos más cervezas, vimos cómo una pareja con pinta de quedar a través de aplicación virtual se enrollaba delante de nuestros ojos. Lo hacían con una fruición que desaparece a partir de los 30. Me acordé de Yuri Herrera, que dice esto en La transmigración de los cuerpos: «Él dejó que su lengua fiesteara como fiestea la lengua cuando no le piden verbo».

Se lo conté al día siguiente a mi hermano, que suspiró: «¡Qué tiempos aquellos de darse el lomazo!», declarándose «nostálgico del filete». Y se lo narramos a Álex un poco más tarde, durante un viaje navideño. Tocaba Líbano. Estábamos en la capital, fumando narguile de cara al Mediterráneo, cuando Pablo atajó la historia y sentenció: «Total, que éramos dos borrachos mirando cómo los jóvenes se morreaban».

Habíamos acabado en Líbano de rebote. Lo organizamos poco antes y sólo teníamos un coche para recorrerlo, sin una idea clara de hasta dónde podríamos conducir. Nada más llegar, de hecho, terminamos en una habitación cuyas persianas no se podían ni subir ni bajar por la falta de electricidad. Nos pareció una buena metáfora del país: pudiendo poner algo manual, que lleva siglos funcionando, colocan algo mecánico a pesar de que cada día cortan unas horas la luz. Además, cargábamos con El día que Nina Simone dejó de cantar, de Darina Al-Joundy, y corroboramos eso que dice su autora sobre los años de guerra: «En pocos meses, el corazón histórico de Beirut fue arrasado para dar paso a un terreno vago y a unas fachadas de lujo vacías. Vacías como nuestra memoria».

Esa primera noche, deambulando por algunas callejuelas con mesas en plena acera, terminamos en un karaoke celebrando un cumpleaños. Estábamos en una sala privada con botellas en un cubo y una pandilla de libaneses cantando indistintamente en inglés, francés o árabe. Rellenaban los vasos con generosidad en cuanto te despistabas. Álex se animaba de vez en cuando el micro y se unía al barullo. Al acabar, su valoración no tenía nada que ver con la música: «En Líbano, las mujeres tiene un tren inferior muy desarrollado», ilustraba, definiendo en lenguaje de gimnasio el físico poderoso de unas chicas que danzaban alegremente, coordinando vaivenes de cadera con un desprejuiciado juego de manos.

Al dejar la capital, fuimos conscientes también de lo que escribe Elías Khoury en El espejo roto: «En el Líbano interpretamos la comedia de la muerte. No hay otro pueblo del mundo como el libanés para convertir lo sagrado en una farsa con tanta perfección. Aquí, incluso la muerte da risa. Tenéis que reír, hermanos. En este país nada termina. Lo que se va, regresa, y si no regresa, regresa su fantasma. A nadie parece molestarle».

Fuimos conscientes de ese espíritu más adelante, cuando atravesamos montañas lampiñas, recorrimos ruinas con vistas al mar, visitamos un museo de propaganda bélica o acabábamos en locales que servían vino peleón en botellas sin etiquetar. A nadie le molestaba esa farsa generalizada. Lo único que molestaba en el camino, y no era a los libaneses, era que Pablo se presentase como «mitad madrileño, mitad valenciano». Un insulto a toda una región que provocaba que Álex se revolviera y nos llamara «mesetarios».

Ningún día faltaba la parada en un puesto de dulces para que este heredero adoptivo de los fenicios pidiera lo más almibarado y lleno de pistachos y alcanzara la felicidad para el resto de la jornada:

Image

En aquellas jornadas por Líbano, salpicadas a cada rato por risas y anécdotas, recordaba otras de semanas atrás, cuando decidimos pasar las fiestas en Albania. Allí tuve que hacer un trayecto junto a un conductor desdentado que manejaba el volante mientras elegía vídeos de Rosalía en una pantalla inmensa pegada a la guantera. A su lado, de copiloto, un niño de trece años fumaba un Marlboro tras otro. «Empecé a los doce», exhaló con orgullo y veteranía. No me extrañaba semejante hábito: esa misma mañana había visto un mercado en Tirana donde se vendía el tabaco por montones:

Image

Me recordó también a esa bolsa de picadillo rancio que trajo Javi a Madrid desde Estambul cuando vivíamos en Cavanilles. Estaba llena de hebras y ramas secas que dejaban la garganta rasposa, como la de un rumiante en el Sáhara. Solo recurríamos a ella en caso de emergencia, es decir, cuando nos daban altas horas de la madrugada y hurgábamos sin éxito en paquetes vacíos. En unos meses, lógicamente, nos la terminamos.

En Albania, aparte de trayectos sinuosos con dos acompañantes más pendientes del mechero que de la carretera, hicimos una ruta por los murales que decoraban los edificios soviéticos de la capital. Jara nos llevó, además, por cada monasterio, cada muralla y cada museo donde se percibía la etapa estalinista del país, a manos de Enver Hoxha. Quizás echaba de menos aquel régimen tras subirnos a la bici un domingo y pedalear hasta el cementerio civil de Madrid:

Image

De aquel periodo de hormigón quedaban búnkeres y poca nostalgia. Las plazas antiguamente vigiladas por los líderes de la revolución eran ahora ferias donde la gente apostaba y bebía sin tregua. Se servía comida en platos de pizarra, se bebían yintónics de marca entre parafernalia comunista y se escuchaban acordeones bajo el furor de las compras navideñas. Y nosotros nos abandonamos obedientes a la estridencia de lanzar aros para ganar una colonia o de ver fuegos artificiales desde un lago artificial. La verdad es que fue el corto simulacro de una vida maravillosa.

Pero todo sigue. El invierno ha dado paso a un brusco verano y se antojan destinos más cercanos. De ahí que el último fuera el sur de Francia. Ese espacio plagado de pinos en las proximidades del Atlántico donde Claire y Etienne han montado una tribu ajena al ruido. También se desplazó Solène a este punto indeterminado, figura imprescindible de la gran familia que formamos en Belfast. El sitio se prestaba a gastar el día en una mesa, descorchar champán de distintos colores al compás del sol, jugar a las cartas y revisar fotos antiguas. No pintaba nada mal:

Image

Los álbumes que hojeábamos, en papel, nos mostraban a unos jóvenes ilusos con gorros de lana en la cabeza como prenda imprescindible. En aquellas latitudes jamás adivinamos los cuerpos del otro, ocultos bajo capas de abrigos y bufandas. No como lo que vendría más tarde, bañándonos en el océano con lo mínimo y caminando descalzos sobre la hierba. En Francia trepamos árboles, pusimos manteles en la arena y nos ahogamos de la risa rememorando aquellas noches ingenuas de películas y cuartos compartidos. Cuando hicimos el cálculo del tiempo transcurrido desde aquella aventura del Ulster y caímos en que estábamos al borde de celebrar dos décadas de aquello, planeamos una inmediata cita multitudinaria. Además de asombrarnos, claro, por la velocidad a la que ha corrido el calendario. Ya lo había avisado poco antes Tatiana en un mensaje de voz: «A ver, chavales, que yo este año cumplo 45. ¡Que le hemos dado la vuelta al jamón!».

Y llevaba razón. Porque, aunque ya no nos demos besos como nutrias, aunque ya sepamos que sin los grillos no existirían los escarabajos o aunque ya no recorramos antiguas repúblicas soviéticas con el idealismo de entonces, seguimos asomados al rompeolas. Sabiendo que el futuro es una ilusión y que, como escribe Mauro Libertella en Un futuro anterior, «lo que construimos hoy lo hacemos sobre los escombros de ayer, nada desaparece». Porque, como sostiene el autor uruguayo, «llamamos vida a lo que viene después de la niñez, y es mentira: la vida es la niñez; el resto es inercia, la de continuar en la batalla hasta la muerte. Pero ya no hay emociones tan intensas como entonces. Con la infancia se aprende a detectar la injusticia, a padecerla tantas horas como dura un día, a comprender que el infinito es tan limitado como inocuo, y que nada garantiza la ecuanimidad y la honradez».

De vuelta, me sonó el teléfono de nuevo. Era Pablo. Me soltó: «Canijo, prepárate, que esta noche toca Carolina Durante en el Wizink. Vienen con teloneros y seguro que son Los Nikis. Porque, ya sabes: sin Los Nikis no existiría Carolina Durante».

Al rato estábamos allí. Tolchoqueando, aunque no esté de moda.

Sabroso.

Lo peor no eran los apagones, las interminables esperas para cualquier nimiedad o ese sudor ubicuo que brotaba hasta sentado bajo un ventilador, a la sombra. Lo peor era saber que al volver no tendría la posibilidad de contárselo a mi tío. Que no tendría que prepararme un argumentario más o menos sólido para defender un sistema caduco. Y que no escucharía su sentencia favorita, totalmente cierta a pesar de no tener poso empírico: «A mí me dicen que cada año que pasa, Cuba es un año más vieja».

Lo peor, en definitiva, era saber que cualquier anécdota se quedaría sin su escucha o que incluso mis cambios de parecer sobre este régimen incomprensible, quizás por la edad y por las circunstancias actuales, hubieran diluido nuestra opinión contrapuesta sobre la isla. Pero no hay una solución a ese vacío, así que solo queda disfrutar la experiencia y fantasear sobre cómo le habría narrado a mi tío los días en La Habana y esas escenas cotidianas que convierten al país en un germen infinito de historias. Ya lo dice Carles: el surrealismo existe gracias a que en Cuba existe el realismo.

Image

Porque, a pesar del desánimo que cunde ahora, siempre hay un chascarrillo que devuelve la magia. Por ejemplo, en el autobús del aeropuerto al centro -que ya lucía atiborrado desde la primera parada, a las seis de la mañana, a pesar de salir de un descampado-, el conductor animaba a apelotonarse atrás. «El fondo está vacío», gritaba a una multitud que colocaba torsos y cráneos entre brazos y cuellos ajenos. «Lo único vacío aquí son nuestros bolsillos», le replicó un pasajero, ante la risa y aprobación general.

Ocurría lo mismo poco después, cuando el sol adormecía las calles y una especie de galería parecía cerrada. Al preguntar si podía pasar, la señora de la recepción me respondía: «Claro que puedes. Y también puedes invitarme a un paseo y que nos tomemos un helado, que hace mucho tiempo que no salgo», levantando una carcajada de sus compañeras y despertando del letargo a quienes deambulaban por sus estancias. Porque Cuba, independientemente de sus periodos más o menos críticos, inventa un lenguaje, una realidad, para soportarlos. Como cuando alguien alega que «le ronca el mango» tener que hacer algo o que en la isla no vale ir con hambre europeo. Allí, comentó un chófer que paraba en cada mercado de abastos, hay que tener «estómago de temporada»: es decir, que tienes que prepararte para que el acompañante del arroz sea aguacate, repollo o guayaba según el mes. No hay menús alternativos. Yo, en estas semanas, me quedé sin zapotes.

Image

No pasaba nada. Llegaba de Colombia, que ofrecía en sus puestos callejeros y en sus conversaciones un festín de sabores. Allí había estado con Neto, que nada más recogerme en Bogotá y viendo las multitudes que corrían de noche por La Candelaria, me dijo: «Es que aquí, desde la pandemia, la gente se ha engomado con la trotada». Disimulé para que pensara que lo entendía y pedí un café, palabra que daba por similar a la que utilizamos nosotros y que servía para seguir visitando la zona, pertrechada debido a la próxima proclamación presidencial, que tenía lugar en unos días.

Fue esa vida sabrosa que habían prometido Gustavo Petro y Francia Márquez la que nos dejó sin atravesar la plaza Bolívar y tomando derivadas por el barrio empedrado. La promesa de una vida dejando atrás el sufrimiento y disfrutando del entorno nos llevó, de hecho, a la calle del Perreo, donde Neto posó con un espíritu más punk y donde íbamos a comprar un libro que se acababa de agotar. «Reponemos constante», dijo apenado el tendero. El libro era El desbarrancadero, de Fernando Vallejo. En él, escribe que Colombia es el único sitio donde se ha catalogado la maldad de quienes han sido poseídos por un demonio interno. «Solo aquí hemos sido capaz de nombrarlo: la hijueputez».

Image

Esa definición es la que me vino a la cabeza viajando a Cali. En el trayecto nocturno, el aire acondicionado rozaba la temperatura glaciar. Y yendo a uno de los lugares más calurosos del Cauca, extrañaba esa obstinación en hacernos pasar frío durante las horas de sueño. No valían nuestros ruegos ni quejas: el chófer mantuvo firme su postura las nueve horas, incluso después de que un pasajero gritara: «¡Esto es un nevero, y nosotros no somos carne!». Para hacerse una idea, basta esta imagen:

Image

Mi plan era caminar por la ciudad de la salsa para rememorar las noches de rumba pasadas y tirar al sur. Lo que vi, realmente, era un panorama distinto a la construcción mental que me había hecho con los años. Mi recuerdo no tenía nada en común con aquel trazado de avenidas imposibles, de bares con cover donde se formaban parejas a cada nuevo compás y de pintadas en las que, por las protestas recientes, se leían alegatos como «lo que hierve no se tapa» o el escueto «las cosas no están bien». Me asaltó lo que acababa de leer en la última novela de Jabois, Miss Marte: «Pensé en que uno se hace mayor cuando las cosas que no sabe son más que las que sabe, y que a veces la felicidad, o la supervivencia, consiste en un pacto tácito acerca de la conveniencia de la mentira, entendiendo mentira como la verdad que no interesa a nadie porque seríamos peores con ella».

Tenía que abandonar las nostalgias y llegar a Quito antes de que lo hiciera Jara, que cuando aterrizó aún seguía sin entender la divisa nacional. «Voy con dólares», avisaba. «Perfecto, porque en Ecuador es la moneda oficial», contestaba yo. «Pero si no cambio me va a salir a precio guiri», insistía ella, convencida de la necesidad de sacar pesos o bolívares. Lo comprendió nada más pisar la capital y después, en los diferentes puntos del territorio donde nos cobraban con billetes norteamericanos, más caros que el euro. Las tarifas habían subido lo que creíamos asequible y teníamos que recortar en gastos. Tampoco fue muy diferente: vimos volcanes o cráteres a pie, dormimos en una cabaña compartida de costa y recorrimos algunas montañas en bici. Incluso rebuscamos ediciones de viejo en una librería de Cuenca donde Jara se zambullía por sus pasillos como en casa, quizás porque se parecía bastante a su mesa de trabajo:

Image

Donde realmente notamos ese aullido del bolsillo fue en Galápagos. El archipiélago, destino para una élite económica, vendía su protección a precio escandinavo. Cada vez que nos movíamos salía una tasa, un peaje o un boleto nuevo que abonar, ante nuestra cara de pasmo. Yo recurría a salmos tibetanos para olvidar el estipendio. Jara lo relativizaba disfrutando de los animales que encontrábamos por el camino, como estos leones de mar amodorrados en la entrada de una playa:

Image

La escapada terminó con un boquete en la cuenta corriente, pero con la satisfacción de haber nadado entre tortugas gigantes o de compartir toalla con iguanas perezosas. Aún faltaba otro regreso veloz a la vida sabrosa de Colombia y a la sorprendente realidad cubana. En este trecho me crucé con una anciana de Popayán que me ayudó a llegar hasta una residencia artística llamándome «sardino». Conversé en un parque de San Agustín con un señor que observaba a la concurrencia durante horas desde un banco y que, ante mi legítima duda sobre a qué se dedicaba, espetó: «¿Dedicarme de qué, de trabajar? ¡Ah, no, yo no trabajo: no creo en esas huevadas». Jugué a «bolirana» -una versión profesional, con luces, música y trago, del clásico juego de la rana- con Neto y su pandilla hasta que se cansaron de agacharse a por las bolas después de mis lanzamientos erróneos. Y bebí mojitos con playas o valles de fondo junto a Julito antes de volver a Madrid, del que nos distanciaban unos 7.500 kilómetros:

Image

Quedaban esas jornadas en La Habana sin poder relatárselas a mi tío. Días en los que se repetían las guaguas abarrotadas, los almuerzos estacionales y una rutina marcada por los apagones de electricidad. Alguna tarde conseguí probar el gimnasio de enfrente de casa. Tenía ganas de ejercitarme y me daba confianza el dueño, que se pasaba las horas en la puerta, fumando un cigarrillo detrás de otro y organizando timbas de dominó hasta altas horas de la madrugada. Algunas veces, al movimiento mecánico de las pesas se le unía el olor de frijoles o el humo de un puro; en ambos casos estabas invitado a probar, haciendo un descanso para comer o dar unas caladas:

Image

Hasta que llegó el momento de esquivar un ciclón y subir a bordo. Antes, me pasé por la casa del padrino de mi primo para darle una medicina traída de España. En el salón, tomé un refresco con la camiseta empapada de sudor, charlamos de la coyuntura del país y calculamos el tiempo que hacía desde que nos habíamos visto. Ignacio caviló unos segundos y dio una fecha que acompañó con una referencia esencial: «Cuando todavía estaba mi amigo Palomo», suspiró. A mí se me enrojecieron los ojos y se me volvieron gelatinosos, como un besugo de supermercado, y estuve unos segundos sin poder emitir ninguna palabra, con ese tembleque del labio que precede al llanto.

Cuando salí, en medio del pasillo de un bus donde los bebés se pasaban como fardos en el Estrecho hasta que alcanzaban un asiento, dejé de lado las ocurrencias cubanas y me enchufé en el oído a Mayte Martín, perfecta para esos instantes de quebranto. Cantaba esto, que funcionaba como una despedida amarga por no poder compartir con mi tío estos meses de sabrosura:

Por la mar chica del puerto,

andan buscando los buzos

la llave de mis recuerdos.

Se le ha borrado a la arena

la huella del pie descalzo,

pero le queda la pena

y eso no puede borrarlo.

Por la mar chica del puerto,

el agua, que era antes clara,

se está cansando de serlo.

A la sombra de una barca

me quiero tumbar un día

y echarme todo a la espalda

y soñar con la alegría.

Por la mar chica del puerto,

el agua se pone triste

con mi naufragio por dentro.

Chisináu.

Jamás pensé que volvería a Chisináu. Cuando pisé la capital de Moldavia por primera vez, con Javi y Arce, solo se me quedó la estampa de un parque desarreglado, con bancos rotos y alguna paloma hambrienta. Hablamos durante media hora del euro y de cómo se habían multiplicado los precios. Divididos en dos bloques -el de la nostalgia hacia la peseta y el de adoradores de la modernidad comunitaria- discutimos con vaguedades sobre economía y geopolítica. En ese sentido, el viaje de entonces se pareció bastante al actual.

Porque la segunda vez que pisé Chisináu también era a lomos de un coche y con la intención de ver qué ocurría en este rincón exsoviético ante la amenaza de un conflicto bélico. Veníamos Frederic y yo desde Barcelona, cruzando por Polonia, Hungría, Eslovaquia y Rumanía, y aquel recuerdo se transformó por completo: no solo el borroso descampado que tenía en mente era un agradable jardín, sino que las avenidas principales, la gente y los bares lucían muy diferentes a aquella lámina mate.

De ahí que, en lugar que pasar de puntillas, nos quedásemos varios días y entabláramos amistad con Dimitri, un ucraniano que se perfilaba la barba con ejecución impoluta en medio del retrete del hostal, o con Marina, sobrina de una amiga familiar. Dimitri nos hizo deambular toda una mañana en busca del gobernador, sin éxito. Calzaba un traje a prueba de manchas, que colgaba de la litera como si fuera un guardarropas de élite después de meterse a dormir, en una habitación con ocho huéspedes, completamente desnudo y con una sonrisa de bebé alimentado. Con Marina cenamos en un restaurante de carta inabarcable y, ante la cantidad de oferta, dijo: «Mejor no tomo nada. Intento evitar grasas, azúcares y alcohol: quiero morir sana».

Al marcharnos, el sabor de boca estaba claro: nos gustaba Chisináu. Habíamos repetido noches en un garito adornado con cartones de cine donde un tipo sacaba fotos con el móvil ladeado, haciendo las piruetas que su estado etílico permitía y declarándose fan de Michael Mann. También repetimos en uno heavy donde, a pesar de ser los únicos clientes, nos ponían los altavoces a tope para que tuviéramos que gritar y escupir en cada alocución. Casi terminamos pelándonos, solo por ajustarnos al ambiente. En realidad, lo que nos llevamos fueron mañanas soleadas, tardes de trabajo descubriendo estatuas de Lenin y alguna postal de la ciudad. Como esta, en una avenida principal:

Image

Quizás no era la más bonita, pero introducía algo de paz en nuestro estado de ánimo. Acabábamos de presenciar hordas de refugiados que escapaban de la guerra, sin apenas equipaje y con «la actitud del deber marcial» que define Patricia Simón en su ensayo Miedo: «Ejecutar, no pensar mucho y hablar poco». Así llegaban. En silencio, con la mirada clavada en un punto indeterminado, sin dormir y con el mudo agradecimiento a quienes les asistían. De las pocas sonrisas que nos llevamos fue la de un chaval que había priorizado el estuche de rotuladores y el bloc de notas para hacer grafitis a cualquier objeto esencial. Compartiendo unos minutos de rap nacional en sus auriculares y despidiéndose entre la multitud, se perdió en un andén de Przemyśl. Todavía reunió el ánimo de chocar la mano con la fuerza suficiente como para curar una escoliosis y darle una colosal calada al cigarrillo después de días alternando estaciones, aduanas y, seguramente, campos como este, nuestro punto más alejado de Madrid:

Image

En ese secarral con tiendas de lona comenzamos la marcha atrás. En la mayoría de refugios no quedaban demasiados exiliados y pudimos dormir en sus colchones. Ya estaba Cerezo, que llegó a Iasi de madrugada con una petaca de ron y el equipo fotográfico suficiente como para cubrir una final de Champions. Nuestros días de vuelta se acoplaban a los kilómetros de carretera que teníamos por delante hasta llegar al punto donde una familia tenía que juntarse. Atravesamos toda Rumanía parando en gasolineras que vendían perritos calientes y café frío. La madre aprovechaba para fumar. Los niños, parar corretear entre surtidores. En Budapest nos despedimos entre carteles en cirílico e inglés, con una estampa que parecía de Berlín en los años 30:

Image

Con ese adiós de cristales interpuestos, Cerezo y yo retomábamos camino. En Barcelona él se separaba hasta Murcia y yo hasta el sur, donde Jara esperaba para lo que creía que eran unas vacaciones en la playa y resultó ser un periplo por ruinas. No me quejé: las semanas previas adopté lo que dice Elisa Levi en Yo no sé de otras cosas: «Mi padre me enseñó que, aunque tengamos miserias, nosotros no estamos en la parte del mundo que debe llorar. Por eso en mi casa los llantos son de almohada».

Incluso con esa receptividad hacia el momento presente y los privilegios de mi situación, empujé para que catáramos algo de mar o río. Lo conseguí a medias: hasta alcanzar la orilla de Matalascañas y juntarnos con Mer y Juanas paramos en Medina Azahara, el castillo de Almodóvar del Río o unos dólmenes de la sierra onubense. No quedaba más remedio, si lo que quería era anteponer la felicidad de Jara por un rato de historia a la melancolía ante una cascada, tal y como se aprecia en su rostro:

Image
Image

Me extrañaba, no obstante, esa necesidad de monumentos después del último destino. Había sido a una de las mecas arqueológicas del mundo: Jordania. Allí llegamos con Pablo en un enero pandémico que diezmaba el turismo y procuraba instantáneas como la de abajo, solos en un sendero de Petra:

Image

Pablo también intentaba tirar hacia el mar y lamentaba perderse un barco hundido en el sur, pero nada le amilanaba a la hora de desplegar su vestuario diario, lustrarse las botas y aniquilar cualquier estantería con pasteles de pistacho. Nos tocó aguantarnos sin mojar los pies hasta que no hubiéramos visto cada castillo omeya del país. Para colmo, poco después y ya sin Jara, repetimos la jugada: huimos un sábado a la naturaleza para salir del trajín de Madrid y terminamos en la catedral de Ávila y en el casco antiguo de Salamanca.

Allí, cierto, solo dimos un paseo rápido por las cuatro calles que teníamos que rememorar y nos unimos al cumpleaños de Nuria. Cuando terminamos con las jarras y las bandejas de pinchos nos movimos a uno de nuestros antros de referencia y echamos torneos de futbolín con Chuchi. En esa caverna con nombre de bar sonaban en bucle Kortatu, La Polla Records y Eskorbuto. Entre salto y salto por cada gol o entre tercio y tercio servido por un tipo melenudo, Pablo me miraba y decía: «Canijo, tendríamos que habernos subido a la ola del indie. Hoy estaríamos en un sitio con gente y hasta habría chicas».

Image

La estampa de esas horas, movida como un torbellino, adelantaba la forma de la temporada siguiente. Unos meses en los que se mezclaban las comidas en penumbra con Tony y Leyre, las tardes de comedia con mi hermano, los planes torcidos de viaje o la presentación del libro de Carles, donde intercala sus «castilladas» con ilustraciones en un planteamiento «suicidamente optimista». Ese planteamiento es el que mostró al acabar, cuando el turno de preguntas quedaba lejos y tomábamos algo en Tirso. «Acuérdate de hace años, esas noches en que nos juntábamos sin trabajo ni futuro. Ahora no solo seguimos vivos sino que bebemos sin prisa en una terraza del centro».

Tenía razón. Porque hasta con los reveses menos esperados, todo sigue. Y lo que imaginábamos como un paraje yermo, sea Chisináu o un anfiteatro nabateo, pronto emerge como algo fértil. Aunque en nuestra cabeza siga apareciendo como un lugar al que no regresar jamás. Trampas mentales que expone Bárbara Blasco en La memoria del alambre y se adecúan perfectamente a la sensación de unas jornadas titubeantes: «No sé si sucedió aquella tarde o he cosido arbitrariamente los hechos. A la memoria le gusta juguetear con el tiempo, como a un gato con una cucaracha, y a menudo confunde el pasado con el presente y las fotografías con los recuerdos y lo confesable con lo nunca sucedido. Es ella la que selecciona a su antojo, la que borra, la que archiva, la que hace y deshace por su cuenta. Yo solo soy una espectadora que ni siquiera recuerda haber pagado la entrada».

Enemigos.

No quise ver, pero vi. Como diría Javier Marías en cualquiera de sus inicios. Vi como un presagio que sonara Siete mil canciones justo cuando estaba en el baño, meando. Era la única que quería escuchar de verdad en directo, después de que la estrenaran el 7 de marzo de 2020 y de que su letra fuera, ya entonces, una premonición. «El futuro fue, desapareció, si es que alguna vez no estuvo aquí conmigo», cantaba Josele, como un profeta, días antes de que al planeta le tocará borrar todos los planes de la agenda.

Pasado ese escollo de casi dos años, había reservado como loco entradas para Los Enemigos. La excusa era el cumpleaños de Pablo, pero en realidad tenía la fecha en mente desde hacía meses. Volvían a los escenarios con aquel nuevo disco que ya era viejo y me parecía una celebración perfecta. Salvo por el azar de perderme uno de los temas que más me han acompañado esta temporada y de que, al volver a la pista, me dijeran: «Has hecho bien. Te has ido a mear en la más desconocida».

Luego la cosa cambió. Siguieron con el repertorio clásico, Álvaro renovaba la bebida cada 10 minutos, la gente berreaba soltando un céfiro de babas a la atmósfera y Pablo me abrazaba y asentía: «¡Canijo, esta sí!». No sabían que a mí, como aquella vez que noté un extraño dolor de cabeza dando botes con In my mind y terminó siendo otro número en el gran bombo pandémico, me rondaba un mal augurio. Se cumplió poco después: en una revisión rutinaria, a mi padre le habían encontrado un pólipo en la vejiga. Como no andábamos muy finos sobre el término, nos lo explicó a mi hermano y a mí en una comida que parecía una rueda de prensa:

Image

Resultaba ser un tumor de unos centímetros que había que extirpar y analizar. Con buen pronóstico, pero sin datos concluyentes. Ya había pasado la primera prueba, que consistía en una exploración inicial para determinar el alcance y facilitar la operación. También había tenido que llevar un bote de orina, sin necesidad de expulsarla en un concierto. Con los documentos en una carpeta, fuimos al doctor y nos dio fecha: el 22 de diciembre. «El día de la lotería», dijo. No supimos si era un chascarrillo o un doble sentido.

En casa, de noche, con platos de embutido, queso y mejillones sobre la mesa, estudiamos el calendario. Lo más ventajoso para mi padre era que no pillaba ningún partido del Barça y que, con suerte, saldría para rematar la bandeja de turrones. Para nosotros, lo mejor era su callo a los hospitales. Total, no es la primera vez que bajamos acongojados a una UCI y nos encontramos con el paciente contando su famoso chiste del primo de Calahorra a un médico. Daba lo mismo que estuviera anudado a una máquina tras un infarto o vendado por una intervención de oído. Además, acababa de leer Biografía del silencio, de Pablo d’Ors, y tenía en la cabeza eso de que «lo que nos hace sufrir son nuestras resistencias a la realidad». Añade el sacerdote en este corto ensayo que «el ser amado no está ahí para que uno no se pierda, sino para perderse juntos; para vivir en compañía la liberadora aventura de la perdición».

Y nosotros llevábamos una época palpando esa dimensión. Y no nos resquebraja ningún diagnóstico, aunque últimamente, sin previo aviso, las lágrimas se asomen en lances tan nimios como comprar fruta o entrar en el metro. Ni siquiera tenemos esa ruptura que describe Anne Boyer en Desmorir, su galardonado libro: «Que te digan que estás enferma de manera irrefutable cuando te encuentras bien de manera irrefutable es darse de bruces con la dureza del lenguaje sin que se te conceda siquiera una hora de mullida incertidumbre en la que afianzarte con preocupación preventiva, o lo que es lo mismo: ahora no tienes una solución para un problema, ahora tienes un nombre específico para una vida que se parte en dos».

Porque, como se observa en esta foto antigua, nuestras manos y brazos siguen siendo un búnker. Un armazón a prueba de seísmos. De socavón, trinchera, como dicen Hechos contra el decoro :

Image

Incluso nos mantenemos a flote cuando mi madre enumera los alarmantes acontecimientos cronológicos desde el Estado de Alarma y los sintetiza en una frase sin ornamentos: «Vamos, que la vida es muy triste».

Nos mantenemos porque mi hermano y yo sabemos que, como recitaba Ángel González, para que nos llamemos Alberto y Jorge García, para que nuestro ser pese sobre el suelo, fue necesario un ancho espacio y un largo tiempo, hombres de todo mar y toda tierra, fértiles vientres de mujer y cuerpos y más cuerpos fundiéndose incesantes en otro cuerpo nuevo. Y ese cuerpo -escombro tenaz que se resiste a la ruina- está dispuesto a seguir meando en las peores coyunturas.

Haciendo gala de las enseñanzas de nuestro padre y confiando en que ningún pólipo, tumor o como quieran llamar a este inesperado enemigo merme su potencia en el habitual chorro de madrugada. Ahora sí nos plantamos en el escenario y, copiando los versos de Me sobra carnaval (con los que, además, Josele cerró la actuación), gritamos:

Voy derecho al desguace

con mi nuevo disfraz.

Voy vestido de barbaridad.

Benedetti.

Son muchas cosas. Cosas que retuercen las tripas o que recuerdan a otras épocas que antes ni siquiera eran «otras épocas», sino un mes cualquiera. Por ejemplo, aquel febrero de 2020 que se presentaba soso, con pocos alicientes, y que terminó siendo la última oportunidad de pasarlo bien sin estrujar el bolsillo en busca de una mascarilla para ir al baño. Aquel febrero, decía, era soso, pero había un plan en medio del desierto. Mamá Ladilla actuaba, como habitualmente, en el Gruta 77 y yo tenía especiales ganas de ir: hacía mucho que no los veía y justo acababa de reengancharme a ellos, como si te pudieras desenganchar en algún momento de los casetes que escuchabas en la adolescencia.

Rogué a Julito y Juanas que vinieran y repitiéramos los coros de décadas pasadas. No quisieron. Alegaban que no les apetecía una multitud sudada y con tendencia a la cerveza en mini de plástico. Juanas incluso me tachó de machista por escuchar unas letras que, efectivamente, son machistas. Al final vinieron Pablo y Expósito. Y pasó lo que se sospechaba: brincamos entre tipos sudorosos y fuimos regados por cerveza a lo largo del concierto. Expósito captó alguna imagen que ahora da escalofríos. En ese momento, también:

Image

La fiesta siguió de madrugada y yo me prometí una temporada sin salir. Lo cumplí, y no por fuerza de voluntad: llegó un virus que impidió tocar la calle a lo largo de varias semanas. Luego ya sí que traté de repetir esa estampa, pero no era igual: el primer concierto pandémico fue el de Jaime Urrutia y estábamos en un teatro, sentados y moviendo los brazos como única herramienta de acompañamiento a la música. En la salida, escuché que alguien decía: «Joder, parecía una convención de hemipléjicos». Sonreí ante la crueldad. Por lo menos llevaba en el recuerdo los meneos de Mamá Ladilla y el lustre que te da tener razón: mucho tiempo después, en el cumpleaños de Julito, sin ser especialmente tarde, me reconoció que, visto lo visto, se arrepentía de no haber venido. Para paliarlo, pusimos uno de los álbumes que más trillábamos entonces, abrimos unas latas y escuchamos eso de:

Naces un día, creces y creces
Vas al colegio, aprendes memeces
Luego tropiezas veces y veces
Pero tú sigues siempre en tus trece
Si eres muy rico estás aburrido
Si eres pobre estás deprimido
Si tienes curro, ¡vaya putada!
Si no lo tienes, no tienes nada
Naces, creces, te jodes y mueres
.

Pero eso es solo una de tantas cosas. Luego habría una temporada doméstica, alguna quedada reducida y la vuelta a esos meses de frío. Cuando parecía que se terminaba el invierno, empezamos a tirar hacia la playa. Una de las primeras fue Benidorm, que recorrimos a ritmo endiablado con Elena liderando la ruta a pedales y cantando éxitos de Amistades Peligrosas ante su inminente retorno. Luego tocó Valencia y sus puntos habituales. En esta ciudad solo teníamos una libertad parecida a la de Madrid sentándonos en la arena de la playa y comiendo de táper, así que esa era nuestra rutina. Si se unía Álex, nos mostraba con el brazo alzado el perfil del puerto y nos detallaba los proyectos futuros como si fuera el nuevo urbanista.

Mucho mejor sería si le hubieran hecho caso a esa organización territorial en Tavernes, donde plantaron los apartamentos encima del mar y todos los fines de semana que íbamos nos tocaba improvisar un bar «en primera línea» cuando en realidad todos dan a una avenida entre bloques. Tanteamos los clásicos y conocimos uno nuevo, que solo pudo colocar la paella si estábamos separados, más o menos así:

Image

Nos molestaba porque era una ocasión especial: caía el fin de semana en que se cumplía el décimo aniversario del 15-M. Queríamos rememorarlo, con alguna incorporación, y planeamos dos días de tercios y charla: una emulación fidedigna de aquella explosión revolucionaria. El problema es que dormir en un palé mojado ya no se ajustaba a los deseos de la concurrencia, que de repente se había convertido en casta: Leyre y Javi pidieron colchón de matrimonio y almohada viscoelástica. Elena estuvo a punto de reservar un hotel y terminó durmiendo en la furgoneta con Almu. Jara tenía plaza asegurada y yo compartía sillón y mantas de refugiado con Julito.

Al final, tratamos de mantener aquel espíritu rebelde con unos juegos de madrugada. En uno de ellos, que consistía en adivinar artistas u obras célebres, siempre que salía un poeta gritábamos «¡Benedetti!». Algo que no debió de gustarle mucho al vecino, que asomó la cabeza por la ventana y exclamó: «¡Oye, tú, Benedetti, cállate ya!». Reímos tapándonos la boca, escondiendo entre carraspeos las carcajadas, pero en realidad teníamos ganas de recitarle algo suyo. Como estos versos que, por cierto, venían al pelo:

Usted preguntará por qué cantamos

Cantamos porque el río está sonando
Y cuando suena el río, suena el río
Cantamos porque el cruel no tiene nombre
Y en cambio tiene nombre su destino

Cantamos por el niño y porque todo
Y porque algún futuro y porque el pueblo
Cantamos porque los sobrevivientes
Y nuestros muertos quieren que cantemos

Cantamos porque el grito no es bastante
Y no es bastante el llanto ni la bronca
Cantamos porque creemos en la gente
Y porque venceremos la derrota

Cantamos porque el sol nos reconoce
Y porque el campo huele a primavera
Y porque en este tallo, en aquel fruto
Cada pregunta tiene su respuesta

Cantamos porque llueve sobre el surco
Y somos militantes de la vida
Y porque no podemos ni queremos
Dejar que la canción se haga ceniza

No lo hicimos, obviamente. Nos fuimos a dormir con el regusto cítrico de ser regañados a los casi 40 años. Ya habría más opciones, pensamos, de más viajes, más risas y más juegos, como este que le intentaba explicar Jara a Jesús en Noja cuando todos queríamos bajar a la playa en el mediodía más soleado de Cantabria:

Image

Y sería injusto decir que no bajamos, porque lo hicimos a menudo, pero siempre con la amenaza de la lluvia del norte. Oteábamos las nubes como meteorólogos para dejar la ropa a secar colgada de la puerta de la furgoneta y, cuando tocaba encerrarse con el sonido de las gotas sobre el metal, nos acordábamos del destino anterior: La Palma. Allá por donde ahora cae la lava estábamos caminando entre aquella que había caído hace siglos y que se apartaba al ritmo del tableteo de las chancletas. Basta esta foto para hacerse a la idea:

Image

De esa nostalgia vino la siguiente escapada. Con una plaza pública bajo el brazo y mosquiteras colocadas por Anamari y Haritz para soportar las temperaturas, regresamos a la autopista en dirección a Valencia. Poco antes, festejando esa oposición superada, Pablo me dijo: «Menos mal, porque yo creía que Jara estaba yendo a cazar sin hambre». Entre el papeleo de centros y la burocracia se introdujo un lugar mítico en el imaginario familiar que tiene mucho de papeleo y burocracia: para retomar la costumbre de irnos con nuestros padres a algún sitio de la infancia, les llevamos a Alicante, donde mi madre estudió hasta el Bachillerato. Antes tuvimos que repetir con primos en Tavernes, ya sin vecinos que nos acusaran de gritones:

Image

En Alicante, sin embargo, dejamos la algazara y caminamos en silencio. Escuchábamos por el centro las historias de adolescencia de mi madre, nos sentamos varias veces para llegar al castillo y terminamos con un concierto, también sentado, de José Luis Perales. No pudo estar mejor, salvo por esa valla pintada y las persianas bajadas del colegio donde mi madre quiso ser enfermera. Aquí se ve el estado del edificio y se adivinan los trayectos en tren nocturno desde Madrid:

Image

Tiempo después repetiría provincia y casi localización. Otra vez respondiendo a las rutinas del verano. Como en el anterior, nos juntamos unos cuantos en San Juan y nos dedicamos a lo típico de esas reuniones: jugar al mus y rellenar vasos al grupo. La combinación de Cobra, Xavi, Andrés y Juanas en una mesa con cartas suele ser letal, así que solo nos quedaba a Lelo y a mí tirar de una alimentación sana como la que aparece en esta instantánea, centrada en las proteínas de la leche y las burbujas del lúpulo:

Image

Mientras atendía a las jugadas, pensaba en las palabras de González Sainz en El arte de la fuga. Incide el escritor en esa necesidad de escapar y de centrarnos en lo básico, tal y como, supuestamente, nos iba a enseñar la pandemia. En nuestro caso, un mus, una terraza y anécdotas del pasado. No caer en lo ausente, en el pliegue de nuestra cotidianeidad. Así lo explica, para que cada uno saque sus conclusiones: «Proyectados en ubicuos y continuos procesos de consecución, vivimos lo más del tiempo que vivimos sin vivir más que mayormente el hueco de lo que nos falta y el aún no de los fines, el vacío de lo aún no llenado ni alcanzado, de lo insatisfecho. ¿Un permanente tiempo del deseo? Tal vez ni siquiera; desear tener o alcanzar es por de pronto desear, no tener ni alcanzar. Vale, ahora estás deseando: vive, acoge, elabora tu deseo, disfrútalo, goza deseando, pero no te des mal rato o mala vida por no obtener enseguida. Luego ya será luego, ya será ya».

Ese «luego ya será luego» lo atajamos pronto. Recién inaugurado el otoño fijamos una cita en Madrid para juntarnos quienes coincidimos en una urbe tan invernal como Belfast. La fórmula no era novedosa: tantearíamos desde el mediodía cualquier plaza que nos diera asiento. Nos ofrecieron tal honor varias de Ópera, La Latina, Malasaña y Gran Vía. Solo se nos resistió la del hotel donde se quedaban, que se excusaron en un cierre temprano para no dejarnos subir a la terraza. Y eso que no íbamos tan mal:

Image

Sirvió para terminar esperando en la acera, rememorar las mismas historias de siempre y certificar que manteníamos firme esa querencia por el sandungueo. Porque, como dice Rodrigo Hasbún en Los años invisibles, «lo que cada uno de nosotros terminó siendo tiene poco que ver con lo que hemos sido antes. Lo que define lo que terminamos siendo es lo que no vemos venir, los accidentes son lo que más incide». Y nosotros cargábamos unos cuantos a la espalda que se solucionaban con una frase como la que mandó Haritz al día siguiente: «Perdonad si dije alguna impertinencia». Cualquiera podría haberla enviado.

Pero todo eso no es más que un resumen veloz. Porque han sido, insisto, muchas cosas. Un tiempo de pérdidas y poca poesía, de cantos al aire y metros vacíos en hora punta que, sin embargo, obsequia con algunos destellos. Tiempo en el que celebramos un cumpleaños con el diagnóstico de un tumor y lo cerramos con otro, el de Pablo, durmiendo a Alejandro en su cuna después de engullir caracoles y tortilla. Y con el anuncio más deseado por parte del oncólogo: «A partir de ahora, revisión cada seis meses». Y eso, aunque hayan sido muchas cosas, es la cosa más importante. Porque, como decía mi tío Juanjo, los problemas de verdad están en los hospitales.

16 milímetros.

La medida era como el calibre de una pistola. El resultado, quizás, como la bala que atraviesa el cuerpo y lo deja inerte. A Jara le dijeron «16 milímetros» una mañana de septiembre. Cifra que en hospital suena diferente a tienda de armas, aunque el desenlace pueda ser el mismo. Era inmensa la proporción de la noticia, incluso si una fuente de ese tamaño no se usa ni para un pie de foto. Ese fue, más o menos, el espacio que le dio ella: el de asterisco al final de página. «No te preocupes, voy a clase y luego ya lo hablamos», zanjó.

Tampoco se produjo esa charla después, debido al café con Grego y a una cena con Paula. A Jara, esos 16 milímetros no le hicieron quedarse parada sino que la empujaron a planificar la primera excursión de vuelta del verano. Tocó Guisando, donde ya habíamos catado la terraza del camping y sabia que podía pasarse todo el día así:

Image

El plan no tenía más misterio que elegir una mesa donde seguir la tónica habitual: darse un chapuzón, leer, convencerme de jugar a algo. Pronto, las jornadas estarían marcadas por las consultas y no por el despertador. En cuanto volvimos a Madrid, los pasos se aceleraron: biopsias, tomografías, análisis. El sueño de la palabra «benigno» se había difuminado y había dado paso a las mañanas con Berta, las celebraciones con brindis de ojos llorosos o el prefijo ‘onco’ en el tiquet de consulta.

Horizonte que llegó un 16 de octubre invernal. La cita, a primera hora. En unos instantes que solo se congregaban especialistas, estudiantes de Medicina apurando risas en la entrada y sombras deambulando con preocupación. Ni siquiera el puesto de churros aportaba la calidez que buscaban los sintecho habituales y los sinconsuelo esporádicos. Con un café templado, ropa de otoño y las restricciones del virus, la única compañía hasta el próximo aviso importante de móvil eran los luminosos de la fachada:

Image

Desvelado y con el término «ganglio» azotando al cerebro, las horas se quedaron en suspenso. Amanecía en el Templo de Debod y Burning cantaba en los auriculares eso de «Es una roca salvaje, con un cuerpo de cristal. No me importa decir, que hoy yo vivo por ti. Ríe con desgana y, si le da la gana, se va a volar por ahí». La ciudad subía persianas al ritmo que crecía el desasosiego y las calles se estrechaban con la angustia. Pero Berta se anticipó a la doctora. Entrecortando las frases por el llanto, pronunció el sintagma mágico: «Todo ha salido limpio».

Fue colgar y recibir un torbellino de llamadas. Cucho no había terminado de trabajar, pero ya estaba de camino. «Es que no aguantaba. Venía en el coche que se me saltaban las lágrimas», confesó. A la celebración se unieron Harris, Marina, Vane, Eli y Naza. Jara ya estaba en planta, con drenajes y ganas de volver, aunque no pudiera hacer tareas básicas como lavarse el pelo. Tampoco le importaba demasiado: Gonzalo preparaba la pila y la ducha a lo barbero de barrio y enjuagaba hasta las puntas. Algo parecido a esto:

Image

Una dificultad que se atenuó al cabo de varias semanas. Mientras, continuaba el proceso y Bárbara Blasco imprimía una segunda de edición de Dicen los síntomas. En él, escribe: «La mayor perplejidad proviene sin duda del interior. Nada como el anormal funcionamiento de un órgano, un bulto foráneo, una falta del periodo para que el mundo ahí fuera se transforme. Hay una verdad teológica en la anatomía».

Y los fines de semana, en parte, mutaron. Más de espacio que de dinámica. A Vallecas se acercaron sucesivamente amigos y familiares. Un garito del mercado se convirtió en refugio para chocar jarras y el salón en una timba continua. Nada ahuyentaba a los de siempre. Y Jara iba añadiendo apósitos a su cuerpo al mismo tiempo que retiraba las copas para no mojar el tablero. La seriedad de la partida seguía intacta:

Image

Visitas al hospital aparte, la vida transcurría a ratos, surfeando por los meses más fríos con brío y aterrizando en los albores de Nochevieja con un buen nivel de defensas. Un balance que Jara mantiene en su aniversario, con una tarde de quimioterapia de regalo y la dificultad menguante para cambiarse de ropa.

Porque le cuesta quitarse los jerséis tanto como a Eva Baltasar en Boulder, su última novela. «El cuello alto me atrapa el cráneo para recordarme que nacer no es nada, el peligro es renacer», dice la autora, sin saber que esos 16 milímetros iniciales se convirtieron en casi 19 en el momento de la operación y que a Jara le dio igual: ni siquiera esperó a que el tratamiento hiciera mella para raparse y demostrar que pocas cosas la detienen.

Que renace tantas veces como se le antoje y con la misma actitud de siempre: la de hacerle un corte de mangas al cáncer de mama, a los disparos de un calibre determinado o a lo que le venga por delante. Para eso estrena otra cifra muy diferente: la de los 37 años recién cumplidos. Y no los aparenta. Menos, si nos fijamos en su despreocupación y en esa forma de seguir preguntándole al mundo «dónde y cuándo es la siguiente, que yo me apunto»:

Image

Diseña un sitio como este con WordPress.com
Comenzar