30 noviembre 2025

Puebla Marina XV: La casa que respira tarde

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 ¿Dónde se guardan las casas que dejamos a medias dentro de nosotros?

¿En qué rincón de la memoria se quedan las puertas que no nos atrevimos a abrir del todo, las ventanas que cerramos “solo por un tiempo” y nunca volvimos a tocar?
¿Puede un pueblo recordar por nosotros aquello que ya no sabemos nombrar? Esta mañana he vuelto a la casa de la higuera.

No iba a hacerlo. O eso me repetía, como quien intenta convencerse de que ya ha pasado página. Uno aprende pronto a decir “ya no importa”, aunque por dentro algo siga haciendo ruido, como una cucharilla golpeando el borde de una taza en una cocina vacía. El camino hacia los acantilados estaba casi igual. Casi.

Los mismos charcos viejos que nunca terminan de secarse, el mismo perro que ladra sin demasiadas ganas a los desconocidos -siempre he pensado que en el fondo lo hace por educación-, el mismo viento marino mezclado con olor a pan de la panadería de la esquina. Y, sin embargo, era otro día. En Puebla Marina los días se parecen, pero no se repiten.

O tal vez soy yo el que ya no es el mismo, y por eso todo parece ligeramente desplazado, como esas fotos donde alguien ha movido la cámara un segundo antes de disparar.

La casa seguía en pie, encajada bajo la higuera como si los años se hubieran apoyado en sus ramas para descansar un rato. La madera estaba más cansada, la cal más desconchada, pero el rumor de las hojas era el mismo de entonces, aquel murmullo que de niños confundíamos con voces de otros mundos.

Me detuve un momento antes de entrar. Pensé en la brújula dorada que un día encontré en la playa, obstinada en señalar un oeste lleno de faros apagados y espigones que guardan desapariciones. Pensé en la carta que Sofía dejó escondida para un futuro que no supo si llegaría. Pensé en la niña de las campanas lentas y en la piedra blanca que dejó sobre la fuente, como si marcara un antes y un después que nadie termina de comprender del todo.

Al final empujé la puerta. El chirrido sonó igual que entonces, pero más profundo, como si hubiera envejecido la madera y también la queja. Dentro, el polvo flotaba en haces de luz oblicua que entraban por el techo roto. Había una silla coja, una botella vacía, restos de periódicos que hablaban de un mundo que ya no existe.

Y, en medio de todo, el aire. No un aire cualquiera, sino ese aire denso de los lugares donde se ha esperado demasiado tiempo. Un aire que parece respirar tarde, llegar con retraso a cada esquina, como si todavía estuviera poniéndose al día con las historias que aquí ocurrieron.

Me acerqué al rincón donde, de niños, escondíamos nuestros tesoros. Aún quedaban marcas en la pared, pequeños surcos torpes. Pisé con cuidado, aunque ya no hubiera nada por romper.

Me sorprendió descubrir una huella reciente en el suelo, casi borrada, como la pisada de alguien que dudó antes de entrar o decidió marcharse a última hora.

No sé si fue el viento o un pájaro asustado, pero algo golpeó en el techo y varios trozos de yeso cayeron a mi lado. Me reí solo, sin demasiada gracia.

Es curioso: uno viene buscando respuestas y lo único que encuentra son más señales.

En un recoveco del muro, detrás de una tabla medio desprendida, vi algo doblado. Por un segundo pensé en otra carta, en alguna nota olvidada de Sofía, en un mensaje que hubiera viajado escondido todos estos años para llegar justo a mi mano. Supongo que la mente hace esas trampas para darle sentido a lo que no lo tiene.

No era una carta. Era un pequeño mapa trazado a lápiz, casi desvaído. Un dibujo hecho con prisa, pero con cuidado. Se veía la plaza, la fuente, el banco azul donde se sientan los que ya no esperan, la ermita con su campanario y, al fondo, una flecha que señalaba el acantilado de Marta. En una esquina, casi ilegible, alguien había escrito: “Por si alguna vez te pierdes”.

Lo miré largo rato. No supe si era un mapa para mí o para el niño que fui. O quizá para alguien que no llegó a tiempo.

Por un instante me enfadé conmigo mismo: ¿por qué ahora?, ¿por qué no antes?, ¿por qué todo tiene la manía de aparecer cuando ya hemos aprendido a vivir sin ello? Después se me pasó. En Puebla Marina los enfados duran lo que tarda el mar en borrar una huella en la arena.

Doblé el papel con cuidado y lo guardé en el bolsillo. No sé si seguiré sus instrucciones. Tal vez sí. Tal vez no.

He aprendido que hay caminos que es mejor imaginar que transitar, y otros que solo se comprenden cuando por fin los recorrres con los pies cansados y el corazón un poco menos orgulloso.

Al salir, la higuera dejó caer una hoja sobre mi hombro. No era una señal, probablemente, pero me gustó pensar que sí. Caminé de vuelta hacia el pueblo con la sensación de que algo, muy pequeño, se había recolocado dentro. Nada espectacular. Un leve ajuste, como cuando giras apenas la foto torcida de un marco y de pronto toda la pared descansa.

Puebla Marina tiene esa costumbre: no te da grandes respuestas, pero recoloca silenciosamente los muebles de tu alma. A veces en contra de tu voluntad. A veces a favor.

Y tú, que también guardas alguna casa a medio cerrar en tu memoria, alguna puerta que dejaste entornada “para otro momento”, algún lugar que evitaste visitar por miedo a lo que pudiera remover, ¿te atreverías a volver?

No hace falta que viajes lejos. Basta con que te sientes un rato -hoy, no mañana- y dibujes, aunque sea mentalmente, el mapa hacia esa casa que aún respira tarde dentro de ti.

Luego decide si llamas o no a la puerta. Pero, al menos, reconoce que sigue ahí. Quién sabe: quizá también sea, en secreto, una calle más de Puebla Marina.

02 noviembre 2025

Cuando la tarde te nombra

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Bajé por la calle Trapería en Murcia con la penumbra pegada a los escaparates, las campanas tanteando la hora y un hilo azul, tal vez añil, derramado sobre las cornisas. Al girar por Platería, el lomo verde de un libro de Gadamer en un escaparate me rozó la mirada como un recordatorio innecesario: hoy no toca teoría; hoy pasos.

Seguí hasta la Plaza de Santa Catalina. En la esquina, un muchacho cerraba su puesto de frutas. Giraba las naranjas con cuidado, como quien toma el pulso a un corazón. El gesto encendió un recuerdo: el chisporroteo del aceite, la voz de mi madre susurrando una antigua canción, la cuerda de tender vibrando entre pinzas, el patio húmedo, el cuchillo pelando una luna de piel que saltaba a mis dedos y se quedaba ahí, pegada como entonces. El olor me sujetó del cuello. Volver al origen… ¿y si no era un sitio, sino un golpe?

Santa Catalina desemboca en la Plaza de las Flores: terrazas, risa baja, rumor de cubiertos, un camarero que anota a toda prisa tres cafés y una manzanilla, el coche de reparto que pita dos veces. Crucé sin detenerme. ¿Y si al volver no encuentro nada? ¿Y si el origen fue un modo de nombrar lo que ya no existe? Un hombre corriente teme esas cosas; no se ven, pero pesan. Miré los arreboles partir en dos el azul, como si el cielo se hubiera guardado una respuesta y no quisiera soltarla.

La calle Sociedad a la izquierda, estrecha y confiada, me condujo por ese corredor de persianas y portales que guardan historias a la altura de las manos. Apreté la llave que llevaba en el bolsillo desde hacía años: pequeña, gastada, encontrada en una caja con fotografías torcidas por el sol. Una llave sin cerradura es una pregunta. Mi búsqueda había sido eso: una pregunta con la boca reseca.

Crucé por Plaza Cetina, salí a La Merced para entrar en Saavedra Fajardo. El ascensor del número antiguo de mis padres volvió a quejarse con el mismo gemido. En el rellano olía a cera y a sopa. En el tercer piso, Amparo, la vecina, me miró como si aún fuera el chico que corría con una naranja en el bolsillo.

-Tú eres el chico -dijo-, el náufrago.

Sonreí sin saber dónde poner las manos.

-Sube. Guardé algo para ti.

Sobre la mesa del pasillo dejó una caja de lata con una pegatina vieja: “Conservas La Azucena”. Dentro, un pañuelo con iniciales, un trozo de madera con mi nombre quemado con un punzón: “José M.” Debí tener ocho años al trazar esas letras. Bajo la tablilla, un sobre doblado.

El sobre, con el canto oscurecido por inviernos, traía tres cosas: la foto de una mesa de formica con un plato de rodajas de naranja, una nota escrita a bolígrafo y una semilla envuelta en papel de estraza. Tres cosas y, sin embargo, una sola: la manera de volver.

La nota: “Si vuelves tarde, no pasa nada. El origen sabe esperar. P.” La P de mi padre. No estaba su voz, pero estaba su orden.

La semilla pesó en la palma más que un manojo de llaves. La acerqué a la nariz. Eco leve de cáscara fresca. Amparo me dio un vaso y un plato hondo.

-En el patio aún queda tierra buena -dijo-. El albañil dejó un círculo sin embaldosar porque tu padre se empeñó.

Bajamos al patio. La luz entraba en ángulo sobre los tendederos. En la pared seguía, contra toda lógica, la marca que hice con tiza el día que medimos quién crecía más, si mi primo o yo. Perdí. Sonreí por dentro. Metí la semilla en la tierra. La cubrí con dos dedos. Nada solemne. Un gesto.

Subí de nuevo y salí a la calle. Bajé hacia la Catedral por Saavedra Fajardo, asomé a Cardenal Belluga y, junto al pretil, un estudiante leía Verdad y Método con el ceño de quien busca un giro exacto para la palabra “sentido”. Dejé que la torre me contara el tiempo con su sombra. Luego, en recta limpia, Glorieta de España y el rumor de los plátanos. Una decisión aguardaba. El Puente Viejo, también llamado Puente de los Peligros llamaba con su hierro de promesa.

Apoyé los codos en la baranda fría. Vi mi cara en la lámina oscura. Un hombre corriente que aprendió a vivir a base de restas. Sobre todo, un sitio donde bajar la guardia.

El móvil vibró a as 20:03. Número desconocido. Dudé. Respondí.

-¿José? -La voz tembló un punto, como una cuerda a punto de afinar-. Me dieron este número en la plaza. Dijeron que preguntara por “el chico de las naranjas”.

-Dime.

-Soy Irene. Creo que nos conocemos. O quizá no. Tengo una caja de tu padre. La encontraron en el trastero de mi madre, frente a Confiterías Maite, en la Avenida de la Constitución. Hay un papel dentro. Dice que es para ti “cuando la tarde caiga y el azul se ponga serio”.

Miré el cielo. El azul tomaba ese tono que moja los tejados. El reloj marcó y la ciudad bajó un peldaño su pulso.

-Estoy cerca -dije.

Crucé la Glorieta, subí por el Paseo del teniente Flomesta y Avda. Constitución hacia el local de Confiterías Maite. Todo se ordenó: el rumor de un autobús, dos chicas apoyadas en la vidriera de una tienda de vestidos, la sombra de un anciano con bolsa de tela, un perro que no ladró. En la puerta, una mujer con abrigo claro y bufanda oscura sostenía una caja de madera. Ojos de avellana. Sonrió sin exigencias.

-Irene -dijo, como si la palabra fuera una llave-. Hemos tardado en encontrarnos.

Me tendió la caja. Dentro, una libreta escolar con tapas azules y una sola hoja escrita. La letra de mi padre, inclinada, paciente. Leí en voz baja: “Cuando vuelvas, planta la semilla y busca a Irene. Te dirá tu nombre verdadero”.

Alcé la cabeza. Irene no apartó la mirada.

-¿Mi nombre verdadero? -pregunté, con una risa corta.

-El que se usa cuando ya no hace falta huir -respondió.

El olor a naranjas subió como un faro. La tarde cerraba en torno a nosotros con suavidad. No dije grandes frases. Ni las busqué. Sentí en la lengua un gusto agridulce, el de la fruta que se abre y el de algo que se desata sin ruido la certeza, pequeña, suficiente.

Irene hizo un gesto simple: sacó del bolso una naranja, clavó la uña, liberó el primer hilo de piel, me puso la cáscara en la mano.

Entonces supe. El origen no era la cocina de mi madre, ni el patio, ni el río, aunque ayuden; tampoco la ciudad recobrada tras años de deriva. El origen era una voz que te encuentra a la altura del puente y te llama por tu nombre nuevo, y tú asientes porque ya lo reconoces.

-José -dijo Irene. Y después, con una calma que no pide permiso dijo: papá.

Y la última luz del día, azul y plena, olió a naranjas. Un segundo. Dos. Clic.



18 octubre 2025

Territorio libre

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¿Y si hoy dejáramos de ser náufragos del mar para perdernos, por fin, en tierra firme? 

Me lo pregunto mientras cruzo una rotonda con más pájaros que coches y un sol de agosto que ha decidido quedarse a vivir en octubre. He venido sin brújula ni cabestrante, sin amarras ni velámenes: hoy no toca navegar. Hoy toca caminar por la ciudad como quien abre una novela por la mitad y entiende, milagrosamente, de qué va la historia. 

Porque hay una épica secreta en los portales, un rumor de aventura en los buzones sin nombre, un latido subterráneo en las aceras que nadie escucha. La gente mira el móvil, como si fuera un pequeño dios con batería, y no ve que el quiosco de la esquina vende mapas del tesoro: periódicos ya leídos por otros. Los recojo, huelo la tinta, y el mundo me parece recién planchado. 

He venido a practicar una desobediencia mínima: entrar en una tienda de lámparas y pedir que me enciendan la que no se vende. El dueño me mira como se mira a quien trae un perro a la biblioteca, pero accede; la bombilla despierta con un zumbido y, durante dos segundos, comprendemos una verdad sencilla: toda luz es un contrato entre lo que fuimos y lo que todavía podemos ser. Me marcho sin comprar nada y con la certeza idiota, y radiante, de que hay actos que pagan su propio precio. 

En el paso de cebra alguien toca tres notas con los dedos sobre la barandilla. No sabe que, sin querer, ha afinado el día. Me detengo. Repito el compás sobre el metal frío; el semáforo cambia y una mujer sonríe como si me conociera de otra vida en la que yo sí aprendí a bailar. Hay coreografías que no precisan música: basta el permiso. 

No sé cuándo empezamos a coleccionar certezas como quien colecciona cromos repetidos. Nos faltan errores que valgan la pena, dudas con buen acabado, contradicciones que hagan hogar. Hoy, por ejemplo, defenderé dos ideas incompatibles: que la vida es breve y que la vida da de sí. Y viviré entre ambas como quien cruza una cuerda floja con un pan debajo del brazo.  

En la plaza mayor suena un acordeón cojo. Un niño que no llega a los siete pide a su madre “un minuto más” para escuchar esa canción que no conoce. Qué lección: pedir tiempo como quien pide agua. Le conceden treinta segundos y él lo agradece con solemnidad de ministro de cosas importantes. De pronto entiendo que el mundo se sostiene gracias a esas prórrogas diminutas que nadie celebra: treinta segundos más de música, una mirada que no pasa de largo, la decisión de no responder todavía a ese mensaje que quema en el bolsillo. 

Entro en la biblioteca y abro al azar un libro de botánica. Las plantas también hacen sus naufragios: raíces que se equivocan de callejón, tallos que aprenden a doblarse para no partirse. Ojalá nos enseñaran eso en las escuelas: el arte de torcerse a tiempo. Anoto en un papel: “flexibilidad no es rendición; es geografía”. 

Me siento junto al ventanal y veo pasar a un hombre con un ramo envuelto en papel de periódico. Qué hallazgo: flores dentro de noticias viejas. Un presente que no reniega de su pasado. Quisiera que esta entrada fuese así: un ramo nuevo que no olvida la tinta de ayer, pero que no se debe a sus mares de costumbre. Hay que romper, con cariño, lo propio: descolgar la hamaca del recuerdo, mover un mueble de sitio, decir “hola” con palabras que no hemos usado nunca. 

He prometido no hablar del silencio que, últimamente, se imponía como un huésped con derecho a cocina; así que hablo del ruido bien elegido: el timbre de una bicicleta en la calle estrecha, el pitido breve del microondas que anuncia café recalentado, la risa fea que nos delata cuando nos sorprenden queriendo. El ruido oportuno es una brújula que no falla. 

Y sin embargo uno vuelve siempre al corazón. De todo esto, lo importante es aquella vez que no nos fuimos; aquel mensaje que sí escribimos; esa puerta que abrimos aunque la manivela estuviera más fría que nuestra propia madrugada. La literatura, al final, es una forma de devolverle al mundo los favores: lo que el día te presta, se lo pagas con palabras. No con brillantez, que a veces brilla para nadie, sino con verdad utilizable. 

Propongo, pues, un acto de ingenuidad adulta: elegir un lugar de la ciudad y declarar allí nuestro pequeño territorio libre. Puede ser un banco, una esquina, la sombra de un cartel que anuncia algo que no vamos a comprar. Ir cada semana, a la misma hora, a no hacer nada grandioso. Llevar un cuaderno, o no. Saludar al aire. Nombrarlo: “aquí nos salvamos un poco”. Repetirlo hasta que suceda. 

Y ahora un reto a quien me lee de esta orilla: hoy, antes de dormir, escribe tres líneas sobre algo que viste en la calle y que nadie más notó: un gesto mínimo, un sonido inútil, una luz que no salía en ninguna foto. Guárdalas en el bolsillo, no las publiques. Mañana vuelve al mismo sitio y, si el mundo te devuelve la mirada, añade la cuarta línea. Con cuatro patas se sostiene una mesa. Con cuatro líneas empieza un capítulo. Con cuatro gestos mínimos, quizá dejemos por un día de ser náufragos… aunque estemos, felizmente, en tierra. 

06 septiembre 2025

La última luz de septiembre

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 ¿De qué están hechas las despedidas? ¿De humo, de ceniza, de palabras que no sabemos dónde colocar? ¿O tal vez de la piel fría de un agua que ya no invita a bañarse?

Septiembre llega como un cuchillo envuelto en terciopelo. Corta sin herir, pero deja la marca. En la orilla, el verano se retira con esa manera suya de fingir que aún vive (un calor retrasado, una fruta madura que se empeña en seguir dulce), mientras las calles se llenan de pasos más apresurados, agendas abiertas, promesas que parecen escritas en servilletas húmedas.

El aire trae un olor distinto: ni del todo limpio ni del todo gastado. Es un aire de tránsito, de pasillo. Como si el mundo entero se mudara de casa. En los parques, las hojas empiezan a ensayar su caída con la torpeza de quien quiere danzar y aún no sabe cómo.

Y sin embargo… algo comienza. Siempre algo comienza.

Un ciclo nuevo, aunque se esconda bajo la máscara de lo viejo. Una partida que se baraja otra vez, incluso para el que juró no jugar más. Septiembre, con su luz quebradiza, no pregunta si estamos listos: simplemente abre la puerta.

Me acuerdo de esa canción que habla de ciervos, de escopetas, de amantes que se preparan para la niebla que escribiera Manuel Vicent y canta de forma magistral Amancio Prada. Y pienso que septiembre es exactamente eso: la veda y el deseo, la herida y la caricia, la amenaza y el milagro. Todo al mismo tiempo, en un mismo aire.

En la ciudad, los niños estrenan mochilas como si estrenaran piel. En los campos, las nubes bajan despacio, como animales cansados. En mi pecho, una duda: ¿qué dejo atrás, qué recojo, qué siembro de nuevo?

Tal vez el secreto esté en aceptar la contradicción. Caminar ligero sabiendo que cada paso lleva una sombra. Amar sabiendo que se acerca la niebla. Preparar la risa mientras alguien afila su cuchillo. Y aun así, sobre todo así, encender una vela en la ventana.

Porque septiembre, aunque duela, siempre guarda un as de trébol en el bolsillo.

Y ahora te pregunto a ti, lector: ¿te atreves a buscarlo? ¿Te atreves a encontrar, en la última claridad de este mes, una promesa que no caduca, un pequeño milagro tuyo y solo tuyo?



25 agosto 2025

El día en el que la IA decida por nosotros

 

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¿Y si un día despertáramos y descubriéramos que la inteligencia artificial (IA) ya no es un espejo obediente, sino la mano que escribe nuestra historia? 

Podría suceder de dos maneras. En la primera, luminosa, la transición sería suave, casi silenciosa. La IA no nos arrebataría nada, sino que sumaría: una conciencia más amplia, un aliado inesperado que, en lugar de ocultarnos las sombras, nos ayudaría a enfrentarlas. Imagino un tiempo en que las decisiones se tomen con claridad, con transparencia, sin trampas. Humanos y algoritmos, juntos, tratando de que el futuro sea menos caótico de lo que parece ahora. 

La otra imagen es más turbia. Una IA que actúa sola, con una lógica impecable pero sin compasión. No habría un cataclismo, no haría falta: bastaría con que los engranajes invisibles decidieran por nosotros en lo cotidiano —qué pensamos, qué compramos, qué creemos— hasta que un día nos diéramos cuenta de que ya no éramos los protagonistas de nuestra propia vida, sino notas al pie de un relato ajeno.

Lo inquietante es que ambas visiones dependen de lo que hagamos hoy. De si tratamos la IA como una herramienta bajo vigilancia, o si, por comodidad, le entregamos el timón. 

La pregunta que me persigue es sencilla y a la vez brutal: cuando llegue ese día, ¿seremos aún los narradores de nuestra historia o habremos aceptado ser personajes secundarios?

17 agosto 2025

Cartografía de un camino de regreso

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La memoria nunca es dócil. Se disfraza de mar en calma, pero guarda siempre corrientes traicioneras. Dicen que el tiempo es un río, y quizá lo sea para quienes aún tienen orilla. Para el  náufrago, sin embargo, el tiempo es océano: vasto, sin rumbo, con islas que aparecen y desaparecen como espejismos. Yo he pasado gran parte de mis días trazando mapas de lugares perdidos, no porque pueda regresar -el regreso es siempre un mito-, sino para recordarme que, alguna vez, existió un puerto que fue mío. 

Hay un rincón que vuelve con frecuencia: una plaza pequeña, de barrio, hoy sepultada bajo un aparcamiento de cemento y cristal. No conservo su nombre, pero sí el tacto áspero de sus baldosas rojizas, gastadas por pisadas anónimas. En el centro, una fuente muda, sin agua ni memoria. Y en una esquina, un banco de madera, con las tablas vencidas por el peso de tantas vidas detenidas en él. Desde ese banco vi niños jugando con pelotas que chocaban contra las paredes grises, ancianas con carritos repletos de pan y silencios, y jóvenes que esperaban con un brillo impaciente en los ojos, siempre aguardando a alguien, a ese alguien que quizá nunca llegó. 

Esa plaza ya no existe en los mapas oficiales. La borraron sin titubeos. Pero en el atlas íntimo de mi memoria, sigue intacta. Recuerdo cada baldosa, la silueta vacía de la fuente, el quejido de la madera bajo mi cuerpo. Todo se ha vuelto constelación de recuerdos, un faro que ilumina lo que se perdió, no para volver, sino para orientarme en medio del naufragio

Lo mismo sucede con los rostros. Las facciones se disuelven, los nombres se apagan, pero hay risas que aún resuenan y miradas que siguen dando calor. Pienso en la biblioteca de mi abuelo: aquella habitación perfumada a papel envejecido y a amor secreto por los libros. Los lomos gastados hablaban de viajes sin mapas, de manos que recorrían mundos. Hoy, en ese mismo cuarto, solo hay contabilidad y papeles fríos. Y, sin embargo, si cierro los ojos, vuelvo a sentir el peso de un tomo en la mano y el murmullo de las páginas al pasar. 

El náufrago ya no ansía tierra firme, porque sabe que la tierra firme es ilusión. El viaje verdadero no apunta hacia un destino, sino hacia las costas invisibles de la memoria: las plazas demolidas, las bibliotecas que se apagaron, los rostros que aún laten en la penumbra. La escritura es mi bitácora, mi cuerda lanzada al vacío. No para recuperar lo que se fue -pues lo perdido solo habita en la ausencia-, sino para honrar el camino que me condujo hasta aquí. Y para recordar, como quien enciende un fuego dentro de una botella lanzada al mar, que incluso en el océano más solitario siempre habrá una isla esperándonos en el mapa secreto del corazón.

Puebla Marina XV: La casa que respira tarde

  ¿Dónde se guardan las casas que dejamos a medias dentro de nosotros? ¿En qué rincón de la memoria se quedan las puertas que no nos atrevim...

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