Nada, el interior
decorado,
surco, moridero de
estrellas
grises, infectos
heroísmos,
botellas vacías al
borde
rojo de un placard: laberínticas,
moderadas respuestas:
día
de roto pabilo, más
vueltas
da un buitre al
escondido sol
de su cadáver
exquisito.
En el paladar de la
tierra
agria, hermética
frisadura,
latentes rondan las colmenas
el corazón obnubilado,
carroza fúnebre arrastrada
hacia ritmos con
fractura, heces
de una voz sin futuro sólido.
Danza de neuronas
o anémonas,
entre los pliegues de una página
el caos al oído invade,
son sus canales submarinos
un revoloteo de sílabas
puestas en libertad por niña
mano sin
reflexión: objeto
de estudio por monos azules,
propósito de algas ocultas,
fórmula de profundidades
para estrellas de mar. Es tarde,
caries los astros deambulan,
ensueño de balas mediocres.
Una llamada, o
llamarada,
insectos rondan
los espejos
donde altas piedras de dudosa
firma retoñaron caléndulas
luego de acres conversaciones
eludiendo números,
húmeros
de calculado narcisismo.
Hiladas lunas amarillas
emergieron del cielo denso,
una larga lengua indigesta
sin significado aparente:
su final es también principio
de incertidumbre,
es un collar
de voces obsoletas, fijas
en el anverso de los párpados
por no plagiar su libertad.
Cera a los oídos, dicción
de estrella caminante o burla
de esperpentos en la pantalla
gigante del recuerdo falso,
arca de baratos presagios.
Tal vez en un filme de horror
lúdicos personajes kitsch
omitieron puentes, suburbios,
escenarios de utilería
en la médula de la noche,
ósea capital del miedo.
Lo cierto es que relampaguean
frases sin sentido, ficciones,
disidencias al
menor costo,
galeras que desmemoriadas
reman hacia el aburrimiento.
Negar opuestos ideales
carece de común sentido,
por la afirmación se deduce
un atardecer sin fisuras
aparentes, nada es perfecto
o al menos convencerse alivia.
Pero es preferible quebrar
el cielo de cristal fundido
con retazos de adaptaciones
a un lenguaje aprendido apenas,
electricidad neuronal
de lagartos impredecibles
al anudarse la corbata.
Se despeja el ruido, va dando
lugar a un
reflejo primero,
aparece otro y ya
le sigue
otro más, y así, sucesivos,
asoman uno tras
del otro:
angustia el terrible sinfín,
truco de espejo,
replicado
hasta descubrir
el mercurio
lo específico de
su peso
oculto por
máscara nō.
Fingir dudas en
la cabeza,
ahuyentar un pájaro
negro
o tan solo
fotografiar
las ruinas en una
escritura
quebradiza y
desvencijada:
un asesinato, no hay más,
ficción obturada de día,
los alacranes sumergidos
en el corazón embotado
e inútil porque a medianoche
la espiral para quién trabaja
nadie lo sabe, ni el insomnio
de un perplejo caleidoscopio,
ni la oscilante trayectoria
de un sol cúbico pronunciado
como una sombra plateada
por un álamo sin libélulas.
La savia de ríspidas horas
ignora de los imantados
iris la púrpura medida,
aunque no esté nada perdido.
En el crisol del pensamiento
una titilante asonancia
apacigua ríos filosos:
anhelos de la
vena cava.
Más bien, el
espacio asfixiante
como si mármol
contra el rostro:
unos ojos se abren
carnívoros
a intrincadas
respiraciones.
Habrá que indagar
en los meses
los mutilados
vinos nuevos,
claves trazadas por gusanos
en inciertas fosas del tiempo.
Petrificadas por la espera,
aves sin indicios de luz,
sus dos flamas humedecidas
en la saliva del si acaso.
De regreso a Ninguna Parte,
una blanca cifra tatuada
en la nuca del pez modera
la angustia de subir, bajar
a kilómetros por la rusa
montaña, segundos elásticos
le increpan al margen del viaje,
introspecciones en la voz.
Seguir cuestiona lo ilusorio,
el ruido vacíos emite,
efectos de aletargamiento,
hasta que desertan los pies
al anillo donde contrarios
se repelen y necesitan:
falso laberinto,
materia
de secretas
conflagraciones,
un interior sin
fin expuesto
y un exterior también interno
la probabilidad engendrian.
En una lengua intraducible,
en una fatiga de mármol,
de durmientes sin vibración,
el sopor la garganta escuece,
recorre su ácido
fulgor
negaciones entre la niebla.
Podría dilapidar
horas
de manuscrita burilada,
esquirlas que alucinan rumbos
plagados de
mirlos y orugas:
quietas escaldan la molicie,
inquisitivas sus raíces.
Podría –de allí
que consuman
insectos al aire
su fórmula,
propicien su risa
ligera
(deshacen,
dispersan instantes
de fiebre en su
laboratorio).
El árbol de sangre soñado
ofrece en su
ligero andar
frutos de distintas especies:
albaricoques, peras, kiwis,
manzanas, plátanos y tunas…
cómo saborear, saber
sus colores y tiernas féculas
con sus agujeros latentes:
una sonrisa leve, el cierzo,
instantes de la quebradiza
aurora. El silabario atroz
de aquella noche
puesta en duda,
de ruido blanco atravesada:
bramidos, chirridos de un árido
enfrascamiento duermevela
palidecían como anuncio
de gas neón cuando se han ido
los pasos: mordidas
de un eco
hundiéndose en los
adoquines,
canto de navaja, de
revólver
con sentidos cargado
para
la confusión
acribillar
en sórdida
celebración
de un sol pálido,
su entramado
con que las arañas apresan
el zumbido de una bombilla
mientras deambula por la plaza
con zapatos apresurados
huyendo del sitio del crimen
–habida resonancia Doppler.
Ojos de vino las
avispas,
dormitan al fondo
del vaso.
Dígalo Fausto
encaramado
en ruinas, placeres,
las ínfulas
del que ha
dominado a Mefisto,
vamos, bailemos
con el diablo.
Dispersada en todas
las cosas,
una estrella de
pulso rápido
bajo la melena del cielo,
Newton lo debía saber
cubierto de pies a cabeza
con las migajas del mercurio
–luego todo fue claridad
durante quizá unos segundos:
si energía equivale
a masa
por velocidad de la luz
al cuadrado, un empujoncito
los cuerpos en reposo aguardan
con atómica virulencia.
La gravedad es relativa,
afirma con dulce retórica
una desollada estadística
envuelta en celofán rojizo:
flagrantes turistas de sal
en la molicie de tumbonas
al viento, con o sin cabeza
en bandeja de plata o de hule
espuma –lo flexible importa.
Tras una embebida función
de coliseo, los muchachos
embalados juegan a ser
inspiración de carniceros
(elblogdelnarco.com).
Qué más puede esperarse: péndulos
improvisados dan exacta
la hora en
Monterrey, carreteras
peinadas por gangsters; en Puente
Grande la fuga de
cerebros.
Graciela, Vicente,
Ezequiel,
Juan, Leonardo,
Viridiana,
Karla, Bárbara,
Claudia, Elena,
Enrique, Ximena,
Gonzalo…
abducidos, los estudiantes
nada son sino contra el polvo:
Cristina le escribe
un mensaje
de amor y
cómplice ironía
en el celular a Rodrigo,
desde la azotea Fabricio
captura instantes
de la marcha,
tararea Poncho al
gran Mingus
con los audífonos
quebrados,
una consigna
Adriana pinta
y arroja Norberto
un coctel
Molotov que
Lázaro armó.
Como en
Tlatelolco, los peces
comen de sus ojos profundos
en playas de Michoacán,
en los vertederos del Golfo.
Vamos, bailemos con el diablo.
Policías cercan
el paso,
un frío recorre
la espalda
de las avenidas,
le quiebra
a la marcha cariados
dientes:
AK-47, cuernos
de chivo, pólvora, sicarios,
cerdos de corbata
y bombín.
Impuesto pesa sobre impuesto,
la banca rota nacional,
ratas de obispos
travestidas,
títeres
sindicatos, Marcos
–anónimo y camaleónico–
enfunda su virtual fusil
en la rotunda
Lacandona.
Pasajeros del
desperdicio
ven su reflejo en
la macana,
desde Mérida a
Ciudad Juárez:
higueras sin revelaciones.
Raúl, Santiago, Miroslava,
Antonio, Victoria, Guillermo,
Adriana, Marcela, Araceli,
Octavio, Sergio, Tonatiuh…
a punta de pistola, Claudio
escarba una zanja dudosa,
echa una mezcla de Santiago,
de Alma y de una
niña sin nombre
con un agujero en
la frente.
No se conocían,
el tren
abordaron en
Guatemala,
venían desde El
Salvador…
Tanta suerte no
es para todos:
a Enrique le dio
por el culo
la Border Patrol celebrando
una fiesta de secos
gritos.
Línea de muralla brava,
poso de pellejos,
esclavos
con el corazón
trasegado,
peregrinos de
piedra y espina
embadurnados con maquillaje
incapaz de
absolver su lengua
–hay quienes
anuncian certeza
como a los cosméticos
Avon:
matriarcas con el
sexo helado,
su consabida
incontinencia
oral en rincones azules.
No para siempre aquí, no aquí,
carajo, ¡chinguen a su madre!
La hoja del cuchillo
recoge
las desviaciones
del espectro:
pulpa de una fruta podrida
y podrida también la cáscara
picoteada por la espera.
En la herrumbre dura del ojo,
en el quicio del paladar,
en la iniciativa del brillo,
el ayuntado pensamiento;
horas hechas
añicos, restos
de piel que nadie
extrañará,
polvo arracimado,
cochambre,
truncas ideas del
ciempiés:
su frecuencia de
onda propaga
una cartesiana fonética
que al menos dibuja en la cara
sonrisa de fractura
expuesta,
los decolorados meñiques
tan sin importancia perdidos.
Árbol de silueta escarlata
echa raíces en la
bruma.
Todo fuera registrar pómulos
trasegados como volutas
al cerebro camaleón
que entrevista un moroso símbolo,
se deja llevar por los acres
vinos de la tarde sumisa,
escondida en un punto
ciego
de imposible retorno azul.
La calle junta con sus manos
algunos pronombres
borrándose
en una boca de
tormenta.
No sabe cómo
interpretar
la espesa saliva oxidada,
las ganas de
volar en círculos
alrededor de un pensamiento
hace tiempo echado a perder.
Sangre devota de humaredas,
absurdos rituales de abril
devienen pupilas adentro:
las ventoleras todavía
encaminan sus piedras sueltas
hacia plantas acobardadas
en un momento de indecisa
fantasmagoría; detrás
del iris flores amarillas
el estercolero apaciguan,
las nerviosas horas, los labios
del mármol pegados a orejas.
¿Vale la pena
etiquetar
los grises
frascos del acaso?
Nombres propios
desaparecen
como serpientes
coralillo,
radical ideología
penetra neuronas de tierra:
su electricidad en conductos
de irreversible anonimato
vuelve a ser aquello que ha sido
en cuanto perdura la espuma
de la rabia. Sordas
monedas
no dicen la suma entramada
de girasoles embebidos
en la sorna, materia oscura
o ablación de necios pulsares
es el negocio de la luz,
estrellas en frágil secuencia,
su decorado exterior, Nada.