Hubo un tiempo en Cocula que la gente se
bajaba de la banqueta para dar paso a las vacas.
Eran buenos tiempos, ahora no se ven vacas por ningún lado. En aquella
época invité a mis amigos a pasar un fin de semana en el pueblo donde mi genealogía se extiende como roble milenario. Se trataba de
alejarnos de Guadalajara todo lo que permitiera nuestra exigua economía. Cinco
adolescentes en busca de una aventura, de libertad. El paraíso podía llamarse jugar
póker sin que nuestras madres tocaran a la puerta del anfitrión en turno —aquel con
los papás de viaje— a las 3 de la mañana
para llevarnos a empellones a casa. Eso sí que era vergonzoso, pero a todos nos
había ocurrido, como si cada vez que nos escapáramos para apostar veinte
míseros pesos con frijoles como moneda de cambio nos la jugáramos en la ruleta
rusa de la vergüenza fraternal.
—¡Mamá! —replicaba, Charly— Yo te sigo.
Y lo hacía, media cuadra detrás.
Éramos vecinos, nos conocíamos desde niños.
No nos separábamos desde el kínder, cuando defendimos a Édgar de unos abusadores
de primero que reclamaban una banca del patio. Les hicimos la guerra sin descartar inevitables trompadas. En realidad, Édgar cursaba
segundo, pero igual nos la rifamos por el que sería nuestro amigo más abismado. No tardó en reprobar un par de años con el solo propósito de
contarse entre nuestra generación.
Ahora, ya adolescentes, nos habíamos apaciguado. Las
estadísticas del INEGI nos agrupaban en números que significaban —mi papá era contador y aseguraba que los números hablan mejor que las palabras— empleos inciertos en un mundo incierto. Estábamos a punto de entrar
a la preparatoria y el futuro se nos mostraba como los cristales cambiantes de un caleidoscopio.
Alex dudaba entre ser periodista o explorador desde
que vio la película de Los Goonies. Nos entrevistó en el autobús, aunque
había olvidado las pilas de la grabadora. Charly acariciaba la idea de ser piloto
aviador: si se cortaba el cabello al ras era para acostumbrarse cuando lo
aceptaran en la academia. Édgar albergaba el sueño de divulgar la ciencia al estilo Carl Sagan. Noé no tenía ni idea y yo quería ser un
escritor de cuentos fantásticos.
Édgar, el ala científica del grupo, miraba por la
ventana del autobús los sembradíos de maíz y de caña al pasar por Villa Corona.
El viento caliente del verano le golpeaba la cara como a uno de los perritos maltés que
la mamá de Charly cargaba a todos lados. Nuestro cachirul nunca había visitado un pueblo. Su papá poseía una
clínica psiquiátrica en el barrio de Santa Tere. Era muy protector, pero había aceptado que
su hijo saliera el fin de semana con nosotros para que no presenciara el acoso
de la prensa por habérsele fugado uno de sus inquilinos. Uno especialmente
peligroso. Las paredes de su cuarto —en el ático de su mansión— estaban
repletas de mapas de Nueva York y San Francisco, aunque por ahora se contentaba
con visitar el pueblo de mis abuelos. Preparó una secuencia heavy metalera en
un casete para su walkman, al que conectó una bocina portátil en el momento en que pasamos debajo del arco de bienvenida al pueblo.
Se irguió orgulloso en su asiento por semejante tino: coreamos desafinados Welcome
to the Jungle.
La casa de adobe se ubicaba en el centro del
pueblo, al que mis familiares insistían en llamar ciudad. Pequeña pero
confortable, incluía lo básico: dos enormes habitaciones con camas, baño y cocina
sin alimentos. Nuestra misión era caminar hacia El Salto, una cascada que se
avistaba en el rectángulo que el patio recortaba del cielo: un delgado hilo dental colgaba de lo alto del
cerro.
Jugamos cartas la noche entera, con Eric Clapton y Dire Straits como soundtrack del despojo hasta que no pudimos más
sostener los párpados.
Muy de mañana, heroico como solía,
Noé se levantó para hacer yoga y el desayuno. Le echamos carrilla no sin ensayar
lo mejor de nuestra ironía: aquello que llamábamos retortijones de indigesto, nos respondió muy serio, eran vaca-gato, dos posturas complementarias que nos harían sentir de perlas
si queríamos sumar energía al camino de tres horas que nos llevaría al cerro. Hicimos las posturas con él, ensayando gestos burlescos. Un
gato pinto nos observaba, recostado sobre la pared del patio.
Para entonces ya había contactado
a mi primo Javier, quien sería nuestro guía en la excursión. Chicos citadinos,
después de todo, no queríamos arriesgarnos a algún sobresalto.
Después de recorrer el pueblo y
darme cuenta de que no podíamos visitar local alguno, tienda, expendio,
panadería, puesto de nieve o birriería donde no me saludara al menos un familiar, nos enfilamos a casa para preparar los atunes y bebidas que cargaríamos en las mochilas.
Cerramos el portón de madera con
una llave de hierro que asomaba la oreja de la bolsa de mi pantalón y nos
encaminamos orondos a la conquista del Salto. Édgar no daba crédito a que nos bajáramos de la banqueta para dar lugar a la fila india de vacas que mugían rumbo a los pastizales de la presa, un poco más cerca de donde pensábamos pintar con spray nuestra firma de conquistadores. Escuchábamos Master of Puppets de Metallica. Las vacas avanzaban con un mesurado ritmo y un brillo sabio en los ojos cada vez más pequeño a nuestras espaldas.
Mi primo Javier se posicionó a la
vanguardia, seguido de un Noé ansioso por demostrarnos su pericia con la resortera contra envases vacíos de cerveza y ramas que se extendían como brazos de momias disecadas,
sin más resultado que dos o tres conguitas abandonando las copas de los árboles. Cruzamos maizales,
casas de campo abandonadas, campesinos a caballo seguidos de sus perros, camionetas con
música de banda a todo volumen, repletas de muchachos que pasarían la tarde en
los márgenes de la presa.
Nosotros íbamos mucho más allá.
Hacia la cuchilla que partía en dos la montaña.
Acordamos detenernos de vez en
cuando para que Édgar descansara y tomara fotos con su Canon de dos o tres
mezquites trespeleques y los buitres que circulaban el cielo. Noé y Alex les
tiraron un par de chicles masticados, sin resultado alguno. Charly pisó la caca fresca de una vaca y
se la pasó renegando el resto de la caminata.
Cruzamos lienzos de piedras y
cercos de alambres de púas, guardaganados y animales pudriéndose, desparpajados
entre matorrales. Los huizapoles se adhirieron a nuestros calcetines como velcro,
con el añadido de sutil tortura. Subimos por entre rocas grises y afiladas,
algunas resbalosas. Hasta que por fin, cuando menos lo esperábamos, Javier se
irguió en lo alto del cerro: parecía invitarnos a alzar la bandera de Iwo Jima. Apenas
si arribamos, ya bofos y respirando como fuelles.
Nos sentamos entre las piedras
que rodeaban los pequeños hilos de agua que llamaban cascada allá abajo, en el
conglomerado de cuadritos extendido como sábana a lo largo del valle. De frente, en
una colina, el antiguo Templo de la Cruz. Las hélices del molino de viento oxidado, en el
atrio que hacía las veces de mirador, giraban y era como si un alegre anciano nos saludara desde
lejos agitando el sombrero.
El agua de la presa se amontonaba
allá abajo, reflejando las nubes y nuestro triunfo. Se escucharon unos disparos
que hicieron eco en la montaña y luego nada. Para los seis chicos que
estábamos allí sentados todo formaba parte del juego de la aventura.
Comimos los atunes con rancias tostadas y
agua de limón. Alex nos platicó de grupos de excursionistas desaparecidos, Noé
se paró de cabeza en una roca, Édgar sacó su mini-consola portátil para jugar
Pole Position, Charly practicó tiro al blanco con un cuchillo de Rambo en la
corteza de un mezquite, Javier leyó su cómic de Archie y las Pussycats y
yo me quedé dormido.
Cuando menos lo esperábamos habían
transcurrido varias horas y el sol se tornó naranja. Nos dispusimos a regresar,
pero apenas bajábamos por la ladera, haciendo equilibrio en las húmedas lajas, el crepúsculo se desparramó como un animal herido por una bala perdida y al fin nos envolvió la oscuridad con su denso abrazo. Nos imaginé en la primera escena del Séptimo sello.
Mi primo Javier, que antes iba
adelante, ahora nos seguía como una lechuza a su perdidiza presa: no entendía cómo volver a casa sin ver ni las
palmas de sus manos. El descenso
se volvió un martirio. Nos tocábamos las espaldas a tientas, excepto cuando
resbalábamos al pisar arena suelta.
Se nos ocurrió bordear el cauce
del río, hasta que nos topamos con la huella en el lodo fresco de un gato montés.
Al menos eso sí lo sabía mi primo, pero su conocimiento de la icnología acentuó nuestra
preocupación. Alex consultaba su brújula: daba igual. Tampoco podíamos detenernos. No queríamos que nos confundiera algún
cazador furtivo de venados. Édgar ya extrañaba su póster de San Francisco y nos compartió
su sospecha de que había visto al loco escapado de la clínica mental de su
padre en el autobús.
—Me fijaba sus ojos de loco, seguro que era él. Además mi papá hace experimentos ilegales con sus cerebros —nos confesó.
Noé ignoraba qué postura yogui nos podía librar de la desorientación,
Alex solo pensaba en estadísticas de extraviados y víctimas de enfermos mentales, Charly se había amarrado un
trapo a la frente con el símbolo de Karate Kid y sostenía con fuerza su cuchillo por si nos atacaba el
felino de la huella o un depredador más feroz, Javier alucinaba contándonos de su última excursión a la matiné del cine Imperial en el pueblo: la quinta
entrega de Viernes 13.
En eso avizoré una huella más
grande y perfectamente reconocible: la de una vaca. El rastro del felino nos había llevado a la del bóvido rumiante, así fuera por miedo a su ataque. Alex me iluminó el
rostro con un cerillo y luego a la huella: a esa huella siguió otra, y otra más
adelante. Por fin dimos con un rebaño de vacas rezagadas. Por lo visto algún acomedido les
había cerrado una cerca y la única salida disponible la impedía un guardaganados. Dos o tres vacas nos miraron inquietas, a punto de embestirnos. Noé abrazó con cariño el lomo de una pinta y las demás se tranquilizaron. Si el gato montés nos acechaba, o incluso el loco de la clínica, lo más seguro es que sus mugidos nos prevendrían del peligro.
Decidimos trabajar en conjunto, a cierta distancia de Noé y los ojos brillantes de las vacas que no nos perdían de vista. La gente suele tirar basura en el campo, por lo que no fue difícil hallar unos tablones de madera podrida. Algunos todavía aguantaban. Charly les quitó los clavos con su cuchillo de batalla y
los colocamos sobre las rejas a pie de piso. Las vacas, como si muy en el fondo
de su ser supieran que de algún modo u otro saldrían del atolladero, como si en
realidad solo nos hubieran estado esperando para proseguir a la Ítaca polvorienta de sus corrales, cruzaron ondulando sus colas tal péndulos pacientes.
Fue así que llegamos a la
panadería de mi tío Chuy, quien ya había reunido a un contingente de
inevitables familiares para buscarnos con antorchas.
Édgar ya no volvió a
protestar porque las vacas caminaran por las banquetas, aunque empezó a ahorrar
para viajar a San Francisco el próximo verano. Javier pretextó que de noche nunca
salía de casa porque el cura decretaba toque de queda. Alex contó cómo había encendido la chispa que nos daría la
primera pista a la libertad. Charly guardó un trozo de madera podrida como trofeo en su
mochila. Noé hacía el gesto de un iluminado. Yo me quedé pensativo. Ni se nos ocurrió contarles que habíamos invocado muy temprano, como a nahuales impredecibles, a las vacas gato
que nos salvarían en el oscuro regreso a casa.