viernes, diciembre 25

Para escribir un poema verdadero

deletrea la palabra luz

seguida de manantial, fuente, río

—por lo bajo, lo alto y lo medio— 

y contrasta con sombra, herida, pájaro.

Si no están a la mano poco importa,

el aura de la poesía cubre palabras como 

voz, resplandor, fugaz, mirada y transitar.

Un buen poeta mexicano cita a López Velarde

cuando prepara su antología, pone a Octavio Paz

a hablar en su nombre, mal imita a Sabines,

parece haber leído a Papasquiaro

y hace una fiesta con su retahíla de frases

salpicadas de fisura, sueño y viaje

que viene a colgar en la sala del Poema.

No te preocupe si faltan palabras:

la palabra palabras te sacará de apuros

—recinto, silencio, agua y cauce

no tienen desperdicio.

No te limite la palabra desierto

ni laberinto ni estrella,

mucho menos fuego: irás

guiado por revelaciones.

miércoles, diciembre 23

Así

Huesos y músculos se me han atrofiado
como un automóvil sin uso, una cafetera
mal calibrada. A toda hora finjo estar
donde se supone que debiera, y más bien
soy una ausencia de viento,
un fantasma en su anhelo de ser
otro que ya ha sido y no volverá
aunque viviera exactamente lo mismo.


viernes, diciembre 18

Una dulce enfermedad

No espero un cáncer para empezar a observarme. Estoy metido hasta la médula en mi propio carcinoma falso. Estoy a punto de algo que no llega, algo que me mata de a poco, que elige dolores en sitios extraños, extrañados de mi cuerpo que no se reconoce no impera en el espacio de la habitación ni del mundo que alcanza a percibir.

No estoy hecho para que las células salten de contento. Mis tejidos se inflaman al contacto con la sangre contaminada. Mi enfermedad no tiene la plusvalía del prestigio. Es una enfermedad curable con voluntad, una enfermedad que ataca por falta de voluntad.

No hay lógica en este encerrarse en el cuerpo. Mi cuerpo que no reconozco, que nunca conocí, que se ha ido devastando con cada resurrección, cada intentona de tomar fuerzas de la nada. La nada es impulso, la nada es mi cuerpo, mi cuerpo-nada. No estoy aquí, no he pedido estar aquí y de cualquier modo las uñas me crecen, la nariz me sangra sin aviso, mis vasos sanguíneos se han ido debilitando por la gracia de un enemigo terrible: la dulzura de mi sangre.

Lo peor de esta muerte son sus pasos invisibles. Lo único verdadero es lo que resulta de sus golpes imperceptibles. Se sienten después de un rato: los riñones, el hígado, los vasos sanguíneos que antes deseaban azúcar hoy buscan, por supervivencia, amargura. Té amargo por la mañana. Un sabor en la lengua, en la garganta a todo aquello que quería evitar.

Mi enfermedad no es seria. El dulce que se ha unido a mi sangre es como la risa que acompaña, risa en exceso que termina por matar las células, por destruir las proteínas. Risa en la sangre, risa desbordada, capaz de debilitar las paredes de las venas, de introducirse en los tejidos, debilitarlos. Mis amigos han muerto de cáncer. Yo camino lentamente a una muerte por risa loca, esperpéntica en órganos incapaces de no soltar la carcajada.


martes, diciembre 8

El monstruo anónimo

Su problema: no era tan famoso como Frankenstein. Y eso que a él lo habían armado primero. ¿O a poco creían que el doctor atinó en su inicial experimento? Frankenstein al menos tomó de su creador el nombre. Él, por su parte —sus partes—, no tenía mas que el mote de monstruo. Sus fragmentos provenían de las mismas fuentes, habían sido desenterrados de las mismas tumbas y pagados a precio de descuento en las mismas morgues. Si el original —¡qué palabra tan cruel!— miraba con el ojo de un asesino en serie, él tenía el otro ojo, con cataratas. Si el grandulón había heredado largas y poderosas piernas de un antiguo transportista de fármacos ilegales, a él lo sostenían dos fideos de un contador corrupto y solo le había tocado la clavícula derecha del fortachón, puesto que el resto de los miembros se habían incinerado. Frankenstein se erguía como la obra prima del médico desafiante, pero el monstruo sin nombre solo estaba ahí para que sus órganos sirvieran de repuesto ante los posibles desperfectos que enfrentara la ingente bestia. Ese era su propósito: suplir en la banca, desde los pies hasta la cabeza, al jugador estrella de la gran final. Incluso alguien había escrito un libro con su historia, añadiendo detalles heroicos y exquisitamente perversos, lo cual, a su gusto, rayaba en la indignación. Cuando persiguieron a Frankenstein con antorchas a la cúspide del molino, nuestro monstruo anónimo los seguía de cerca, pensando en cuáles de sus miembros tendría que echar de menos —temporalmente, mientras se encontraban otros más adecuados— para curar al gigantón que le llevaba ventaja en el orgullo de su creador. Por eso nadie supo de este modelo armado con las piezas menos eficientes de cuerpos olvidados. Y se debatía en las sombras húmedas y mohosas del laboratorio, consumido por la rabia de un condenado al cadalso, la inteligencia desperdiciada de un ladrón de bancos y la paciencia inútil de un desfalcador. Ya no deseaba el nombre del doctor, ni por asomo. Y cuando vio completo el rompecabezas de esa mujer destinada a cumplir los caprichos del privilegiado golem de carne y huesos, se conmovió al verla reducida a cenizas. Él nunca había pedido nada, ni siquiera un nombre, si bien todos aquellos que lo conformaban se desgañitaban por un poco de atención. Era difícil establecer la concordia, el acuerdo entre asesinos y delincuentes de diversa estirpe, entre ladrones de cuello blanco y negro, y, quizá, solo quizá, el corazón de un niño abandonado.


lunes, diciembre 7

Vaca gato

Hubo un tiempo en Cocula que la gente se bajaba de la banqueta para dar paso a las vacas. Eran buenos tiempos, ahora no se ven vacas por ningún lado. En aquella época invité a mis amigos a pasar un fin de semana en el pueblo donde mi genealogía se extiende como roble milenario. Se trataba de alejarnos de Guadalajara todo lo que permitiera nuestra exigua economía. Cinco adolescentes en busca de una aventura, de libertad. El paraíso podía llamarse jugar póker sin que nuestras madres tocaran a la puerta del anfitrión en turno —aquel con los papás de viaje—  a las 3 de la mañana para llevarnos a empellones a casa. Eso sí que era vergonzoso, pero a todos nos había ocurrido, como si cada vez que nos escapáramos para apostar veinte míseros pesos con frijoles como moneda de cambio nos la jugáramos en la ruleta rusa de la vergüenza fraternal.

—¡Mamá! —replicaba, Charly— Yo te sigo.

Y lo hacía, media cuadra detrás.

Éramos vecinos, nos conocíamos desde niños. No nos separábamos desde el kínder, cuando defendimos a Édgar de unos abusadores de primero que reclamaban una banca del patio. Les hicimos la guerra sin descartar inevitables trompadas. En realidad, Édgar cursaba segundo, pero igual nos la rifamos por el que sería nuestro amigo más abismado. No tardó en reprobar un par de años con el solo propósito de contarse entre nuestra generación.

Ahora, ya adolescentes, nos habíamos apaciguado. Las estadísticas del INEGI nos agrupaban en números que significaban mi papá era contador y aseguraba que los números hablan mejor que las palabras empleos inciertos en un mundo incierto. Estábamos a punto de entrar a la preparatoria y el futuro se nos mostraba como los cristales cambiantes de un caleidoscopio.

Alex dudaba entre ser periodista o explorador desde que vio la película de Los Goonies. Nos entrevistó en el autobús, aunque había olvidado las pilas de la grabadora. Charly acariciaba la idea de ser piloto aviador: si se cortaba el cabello al ras era para acostumbrarse cuando lo aceptaran en la academia. Édgar albergaba el sueño de divulgar la ciencia al estilo Carl Sagan. Noé no tenía ni idea y yo quería ser un escritor de cuentos fantásticos.

Édgar, el ala científica del grupo, miraba por la ventana del autobús los sembradíos de maíz y de caña al pasar por Villa Corona. El viento caliente  del verano le golpeaba la cara como a uno de los perritos maltés que la mamá de Charly cargaba a todos lados. Nuestro cachirul nunca había visitado un pueblo. Su papá poseía una clínica psiquiátrica en el barrio de Santa Tere. Era muy protector, pero había aceptado que su hijo saliera el fin de semana con nosotros para que no presenciara el acoso de la prensa por habérsele fugado uno de sus inquilinos. Uno especialmente peligroso. Las paredes de su cuarto —en el ático de su mansión— estaban repletas de mapas de Nueva York y San Francisco, aunque por ahora se contentaba con visitar el pueblo de mis abuelos. Preparó una secuencia heavy metalera en un casete para su walkman, al que conectó una bocina portátil en el momento en que pasamos debajo del arco de bienvenida al pueblo. Se irguió orgulloso en su asiento por semejante tino: coreamos desafinados Welcome to the Jungle.

La casa de adobe se ubicaba en el centro del pueblo, al que mis familiares insistían en llamar ciudad. Pequeña pero confortable, incluía lo básico: dos enormes habitaciones con camas, baño y cocina sin alimentos. Nuestra misión era caminar hacia El Salto, una cascada que se avistaba en el rectángulo que el patio recortaba del cielo: un delgado hilo dental colgaba de lo alto del cerro.

Jugamos cartas la noche entera, con Eric Clapton y Dire Straits como soundtrack del despojo hasta que no pudimos más sostener los párpados.

Muy de mañana, heroico como solía, Noé se levantó para hacer yoga y el desayuno. Le echamos carrilla no sin ensayar lo mejor de nuestra ironía: aquello que llamábamos retortijones de indigesto, nos respondió muy serio, eran vaca-gato, dos posturas complementarias que nos harían sentir de perlas si queríamos sumar energía al camino de tres horas que nos llevaría al cerro. Hicimos las posturas con él, ensayando gestos burlescos. Un gato pinto nos observaba, recostado sobre la pared del patio.

Para entonces ya había contactado a mi primo Javier, quien sería nuestro guía en la excursión. Chicos citadinos, después de todo, no queríamos arriesgarnos a algún sobresalto.

Después de recorrer el pueblo y darme cuenta de que no podíamos visitar local alguno, tienda, expendio, panadería, puesto de nieve o birriería donde no me saludara al menos un familiar, nos enfilamos a casa para preparar los atunes y bebidas que cargaríamos en las mochilas.

Cerramos el portón de madera con una llave de hierro que asomaba la oreja de la bolsa de mi pantalón y nos encaminamos orondos a la conquista del Salto. Édgar no daba crédito a que nos bajáramos de la banqueta para dar lugar a la fila india de vacas que mugían rumbo a los pastizales de la presa, un poco más cerca de donde pensábamos pintar con spray nuestra firma de conquistadores. Escuchábamos Master of Puppets de Metallica. Las vacas avanzaban con un mesurado ritmo y un brillo sabio en los ojos cada vez más pequeño a nuestras espaldas.

Mi primo Javier se posicionó a la vanguardia, seguido de un Noé ansioso por demostrarnos su pericia con la resortera contra envases vacíos de cerveza y ramas que se extendían como brazos de momias disecadas, sin más resultado que dos o tres conguitas abandonando las copas de los árboles. Cruzamos maizales, casas de campo abandonadas, campesinos a caballo seguidos de sus perros, camionetas con música de banda a todo volumen, repletas de muchachos que pasarían la tarde en los márgenes de la presa.

Nosotros íbamos mucho más allá. Hacia la cuchilla que partía en dos la montaña.

Acordamos detenernos de vez en cuando para que Édgar descansara y tomara fotos con su Canon de dos o tres mezquites trespeleques y los buitres que circulaban el cielo. Noé y Alex les tiraron un par de chicles masticados, sin resultado alguno. Charly pisó la caca fresca de una vaca y se la pasó renegando el resto de la caminata.

Cruzamos lienzos de piedras y cercos de alambres de púas, guardaganados y animales pudriéndose, desparpajados entre matorrales. Los huizapoles se adhirieron a nuestros calcetines como velcro, con el añadido de sutil tortura. Subimos por entre rocas grises y afiladas, algunas resbalosas. Hasta que por fin, cuando menos lo esperábamos, Javier se irguió en lo alto del cerro: parecía invitarnos a alzar la bandera de Iwo Jima. Apenas si arribamos, ya bofos y respirando como fuelles.

Nos sentamos entre las piedras que rodeaban los pequeños hilos de agua que llamaban cascada allá abajo, en el conglomerado de cuadritos extendido como sábana a lo largo del valle. De frente, en una colina, el antiguo Templo de la Cruz. Las hélices del molino de viento oxidado, en el atrio que hacía las veces de mirador, giraban y era como si un alegre anciano nos saludara desde lejos agitando el sombrero.

El agua de la presa se amontonaba allá abajo, reflejando las nubes y nuestro triunfo. Se escucharon unos disparos que hicieron eco en la montaña y luego nada. Para los seis chicos que estábamos allí sentados todo formaba parte del juego de la aventura.

Comimos los atunes con rancias tostadas y agua de limón. Alex nos platicó de grupos de excursionistas desaparecidos, Noé se paró de cabeza en una roca, Édgar sacó su mini-consola portátil para jugar Pole Position, Charly practicó tiro al blanco con un cuchillo de Rambo en la corteza de un mezquite, Javier leyó su cómic de Archie y las Pussycats y yo me quedé dormido.

Cuando menos lo esperábamos habían transcurrido varias horas y el sol se tornó naranja. Nos dispusimos a regresar, pero apenas bajábamos por la ladera, haciendo equilibrio en las húmedas lajas, el crepúsculo se desparramó como un animal herido por una bala perdida y al fin nos envolvió la oscuridad con su denso abrazo. Nos imaginé en la primera escena del Séptimo sello.

Mi primo Javier, que antes iba adelante, ahora nos seguía como una lechuza a su perdidiza presa: no entendía cómo volver a casa sin ver ni las palmas de sus manos. El descenso se volvió un martirio. Nos tocábamos las espaldas a tientas, excepto cuando resbalábamos al pisar arena suelta.

Se nos ocurrió bordear el cauce del río, hasta que nos topamos con la huella en el lodo fresco de un gato montés. Al menos eso sí lo sabía mi primo, pero su conocimiento de la icnología acentuó nuestra preocupación. Alex consultaba su brújula: daba igual. Tampoco podíamos detenernos. No queríamos que nos confundiera algún cazador furtivo de venados. Édgar ya extrañaba su póster de San Francisco y nos compartió su sospecha de que había visto al loco escapado de la clínica mental de su padre en el autobús.

—Me fijaba sus ojos de loco, seguro que era él. Además mi papá hace experimentos ilegales con sus cerebros —nos confesó.

Noé ignoraba qué postura yogui nos podía librar de la desorientación, Alex solo pensaba en estadísticas de extraviados y víctimas de enfermos mentales, Charly se había amarrado un trapo a la frente con el símbolo de Karate Kid y sostenía con fuerza su cuchillo por si nos atacaba el felino de la huella o un depredador más feroz, Javier alucinaba contándonos de su última excursión a la matiné del cine Imperial en el pueblo: la quinta entrega de Viernes 13.

En eso avizoré una huella más grande y perfectamente reconocible: la de una vaca. El rastro del felino nos había llevado a la del bóvido rumiante, así fuera por miedo a su ataque. Alex me iluminó el rostro con un cerillo y luego a la huella: a esa huella siguió otra, y otra más adelante. Por fin dimos con un rebaño de vacas rezagadas. Por lo visto algún acomedido les había cerrado una cerca y la única salida disponible la impedía un guardaganados. Dos o tres vacas nos miraron inquietas, a punto de embestirnos. Noé abrazó con cariño el lomo de una pinta y las demás se tranquilizaron. Si el gato montés nos acechaba, o incluso el loco de la clínica, lo más seguro es que sus mugidos nos prevendrían del peligro.

Decidimos trabajar en conjunto, a cierta distancia de Noé y los ojos brillantes de las vacas que no nos perdían de vista. La gente suele tirar basura en el campo, por lo que no fue difícil hallar unos tablones de madera podrida. Algunos todavía aguantaban. Charly les quitó los clavos con su cuchillo de batalla y los colocamos sobre las rejas a pie de piso. Las vacas, como si muy en el fondo de su ser supieran que de algún modo u otro saldrían del atolladero, como si en realidad solo nos hubieran estado esperando para proseguir a la Ítaca polvorienta de sus corrales, cruzaron ondulando sus colas tal péndulos pacientes.

Fue así que llegamos a la panadería de mi tío Chuy, quien ya había reunido a un contingente de inevitables familiares para buscarnos con antorchas.

Édgar ya no volvió a protestar porque las vacas caminaran por las banquetas, aunque empezó a ahorrar para viajar a San Francisco el próximo verano. Javier pretextó que de noche nunca salía de casa porque el cura decretaba toque de queda. Alex contó cómo había encendido la chispa que nos daría la primera pista a la libertad. Charly guardó un trozo de madera podrida como trofeo en su mochila. Noé hacía el gesto de un iluminado. Yo me quedé pensativo. Ni se nos ocurrió contarles que habíamos invocado muy temprano, como a nahuales impredecibles, a las vacas gato que nos salvarían en el oscuro regreso a casa.


domingo, diciembre 6

Medito

No tiene caso mirar un punto fijo,

una vela, nubes inconformes.

Medito sobre mis zapatos viejos,

la escalera herrumbrosa, el robot

eléctrico que ya no funciona.

Medito sobre lápices de colores,

maquillaje con puntitos plateados.

Medito sobre el vacío, la muerte,

lo que dé dinero fácil.

Medito de cabeza, en torsión,

arqueando el cuerpo entero

como un popote de plástico.

Medito sobre este pedazo de basura,

la hoja donde alguien

escribió una nota suicida

que terminó siendo

un mal poema.

Medito que las puertas se abren,

también se cierran o nunca se abren

ni se cierran.


jueves, diciembre 3

Mujeres africanas

Me robé de la biblioteca marista El Principito y un libro de tribus africanas. Al Principito le taché con plumón los sellos marianos y al libro verde con mujeres negras de grandes senos y tetas oscuras lo escondí en el patio trasero de la casa, donde nadie lo vería porque ahí arrejolan mis papás cuanto desean desaparecer.

Las viejas enciclopedias y los libros de tercero, cuarto y quinto que mis hermanos y yo dejamos atrás sobrevivían en los estantes aunque al lado hubiera ropa tendida, estilando. Mi libro de mujeres africanas estaba bien acompañado. De tribus, pero a mí lo que me interesaba eran esas mujeres exóticas. Sus cuellos alargados con collares, sus labios inferiores agrandados por aros, sus senos caídos hasta la cintura, su piel canela y azabache, el sexo sin pudor.

Es mi último año en la primaria. En los grados anteriores no hice ningún amigo, tal vez porque llegué a este colegio en segundo y nunca me adapté al acoso. Me gritaban el apodo que me ha acompañado hasta ahora: Pinocho. Y una variante imbécil: Pinochet. Ese nombre aparece en las noticias que ven mis papás, es un militar condecorado, pero a mí no me cae nada bien y me fastidia que asocien su nombre conmigo. Y yo iba y los perseguía, y cuando los alcanzaba no sabía qué hacer. ¿Por qué les iba a hacer daño? Dejé de ir tras ellos una vez que salí corriendo tras Rodolfo, un güero chino que, al alcanzarlo, se detuvo y me golpeó la tráquea con el puño. Caí al piso ahogándome, sin poder respirar. Me repuse y conocí el odio.

Ya estoy grande y el próximo año entraré a la secundaria. Este no es un paraíso. Me he pasado los recreos año con año circulando el patio, caminándolo como si no esperara nada. A veces me compro churros empapados en limón y salsa Valentina. O mi banquete preferido: Coca-Cola y Canelitas. Miro a los demás niños jugar futbol, básquet, y no me atrae hacer lo mismo. Por eso descubrir la biblioteca ha sido revelador. Me pregunto si se habrán dado cuenta de que me llevé estos dos libros. Si me cachan con el del Principito, seguro que no lo reconocen porque pinté los sellos con plumón negro. Los dibujos a color me parecen encantadores. Ese de la boa que se come al elefante me ha seguido el día entero. Quisiera que una boa se tragara a mis compañeros de clase. Lo puedo representar en mi mente.

Me pregunto cómo las mujeres africanas pueden vivir de esta manera, en la selva, entre animales salvajes, acarreando pesados baldes de agua, despiojando a los niños, cazando, bailando alrededor de una fogata. Es algo asombroso… y real. Porque son fotos. Estas mujeres de senos blandos y —leí en el libro— elongados viven como yo o como cualquiera. Y a nadie parece molestarle. Andan tan campantes.

Cada día, antes de ir a la escuela, mi mamá me prepara un chocomilk que, para cuando llego a la cocina, luego de que me desperezo, me peino y me cambio, se ha separado en sus componentes: leche y chocolate, una base de azúcar al fondo. La espuma se adhiere al vaso y no me dan ganas de tomármelo. Sueño que es África vista desde un aeroplano. Luego lo bato para que la fórmula funcione en mi paladar.

El colegio es de puros hombres. Cada salón contiene al menos a cincuenta de nosotros. Es una energía difícil de controlar. Se trata de demostrar quién es el más fuerte, el más chingón. Quién gana cuando bajamos corriendo en tropel por la escalera en el recreo. Quién patea mejor el bote de Frutsi en los pasillos, como si fuera un balón sin portería. Quién hace girar más veces el spirol con un amañado golpe de fuerza. Quién burla a los jugadores para meter más canastas, más goles. De quién se burlan todos.

Tengo nariz aguileña, puntiaguda, y orejas grandes. Soy pequeñito y flaco. Además, salto de enojo ante cualquier provocación. Soy el blanco perfecto. Si le respondo a uno con un puñetazo, él y tres más me esperan a la salida, me montonean.

El Principito encontró en otros planetas a personajes inolvidables, pero al final regresó con su rosa y su borrego. Por la forma misteriosa en que viajó, da la sensación de que siempre permanecerá en el desierto. Ahora que observo mejor, los sellos de la biblioteca alcanzan a transparentarse. Más vale que no me lleve este libro al colegio. Me paso los días en la biblioteca y dando vueltas al patio. Doy vueltas y vueltas, ya ni veo a nadie, solo me concentro en mi propio mundo. Es como si lo delimitara con mis vueltas.

Creo que este patio sería divertido si fuera una selva con tribus africanas. Mujeres negras y desnudas, de labios más sobresalientes que sus narices, yendo de un lado a otro, cruzándose en mi camino mientras saboreo mis Canelitas con Coca. Nunca había visto el sexo de una mujer. Y estas africanas lo muestran sin tapujos. Parece que les resulta tan natural como un árbol, un pozo de agua. Y es tan misterioso como un árbol, un pozo de agua.

El otro día deambulaba en el recreo cuando de pronto me quedé ciego. Me invadió un tsunami de oscuridad que borroneó el mundo. Me asusté muchísimo. Solo atiné a caminar moviendo mis brazos para no chocar con nadie, hasta que alcancé un poste de básquet. Lo abracé como un náufrago al último trozo de tocino. La gritería, los juegos, niños corriendo, spirols girando, risas, de un momento a otro todo cesó. Solo había silencio, estaba solo con mi oscuridad, mi miedo.

Después de varias horas empecé a ver, poco a poco, de nuevo. No había ni Principito, ni mujeres africanas ni niños ni nada. Mi mente en blanco. Estaba solo. A lo lejos un señor, el intendente, recogía papeles. Muy lejos.

Respiré profundo. Me encaminé tambaleando a mi salón, y entré. Nadie me preguntó ni pío. El maestro daba la clase mirando fijamente al pizarrón mientras los niños se arrojaban papeles y gises. Me senté en el pupitre con la rara sensación de lo inexplicable. Quizá, pensé, un intento del Principito por llevarme a África a conocer mujeres negras y exóticas. Solo que nunca nada sale como se espera.


martes, diciembre 1

Desenterrado

Lo que les voy a contar no es invento. Por favor, sírvanse ustedes mismos. Hay tequila, vodka, whisky, al gusto de cada quien. Ya sabemos que no nos es posible explayarnos con temas que ronden en la situación política y de seguridad que el pueblo padece al extremo desde que se le declaró la guerra al narco. Esa hidra obscena comprobó sus cualidades de regeneración. Ahora los halcones nos tienen cercados, hasta puede haber uno en la familia que nos delate y lo perdamos todo. Con esto mismo que digo arriesgo mi propiedad, apenas un departamento en el centro por el que me hacen pagar protección. Hablo entre gentes de confianza, de larga amistad. Sentados en el huerto de mi padre, anciano ya, con una puerta de madera como mesa sobre ladrillos, con la fogata crepitando, les contaré lo que en realidad ya saben, porque este tipo de chismes rondan por lo bajo las reuniones familiares, incluyendo velorios. Hay un tesoro aquí enterrado. Hace años, cuando mi papá era joven y vivía con mi tío abuelo —su mamá, mi abuela, repartió a los hijos entre los parientes, ya que mi abuelo campesino estaba desaparecido en el norte y eran muy pobres—, escuchó esto mismo. Y observó que de noche un rincón entre el aguacate y la zarzamora resplandecía, signo inequívoco de que una agradable sorpresa le aguardaba. Tenue, la luz parecía un fantasma llamándole a atravesar la densa oscuridad. Mi papá tendría unos 16 años y, como a todo joven, la ambición le ganó. Su tío le dijo que no había perdido nada, así que nada había que buscar. ¿Pero y si alguien se brincaba por la barda, escarbaba y se llevaba el tesoro? Era sabido que el famoso bandido Archibaldo y sus secuaces asolaban el cerro del Huehuentón en el siglo XIX y enterraron sus recompensas a lo largo de este pueblo y los circunvecinos. Como era de esperarse, murió baleado en una emboscada. La costumbre era, a semejanza de las novelas de aventuras, enterrar las monedas de oro con los cadáveres de los testigos encima, echándoles una maldición para que las resguardaran. A mi papá la historia, lejos de darle miedo, le fascinó. Marcó el lugar que emitía un halo de luz amarillento y a la mañana siguiente escarbó con frenesí. El cansancio era lo de menos. Escarbó hasta que topó con algo sólido, tal vez una piedra. Pero no, no podía ser: más bien era un hueso… humano. El radio y el cúbito dieron lugar a un fémur poroso y a metacarpos desperdigados. El cráneo le sonrió con un diente de plata. Estaba exhausto y comenzaba a anochecer, así que colocó los huesos en una caja que guardó bajo su cama para llevarlos al camposanto en la mañana. Después de todo, estaba a tres cuadras de distancia, al final de una pineda extendida a lo largo de la segunda avenida principal del pueblo. Tan fatigado estaba que no tardó en dormir. Soñó con el bandido Archibaldo. El pecho cruzado por carrilleras, el rostro adusto y cruel, de barba negra y desaliñada. Lo vio cabalgando con sus compinches la ladera hasta que se adentraron en un camino sinuoso, donde fueron acribillados por tiradores ocultos entre matorrales, en lo alto del cerro. Cayeron uno a uno. Archibaldo todavía estaba vivo cuando su caballo lo arrastró, un pie atorado en el estribo. La cara desangrada, el cuerpo maltrecho como el de un Héctor apócrifo tras la riendas de un vengativo Aquiles. Sus hombres dispersos entre ropa desgarrada y sangre a borbotones. Rematados junto a sus finos caballos. Entonces Archibaldo, al que apodaban el Zanate, acercó el rostro y le clavó sus ojos azabache rodeados de una inquietante aura amarilla, como queriendo desentrañar su identidad. Y despertó porque sintió que su cama se movía como una embarcación de lado a lado, despertó y creyó ver que los cajones de la cómoda y el ropero se abrían y cerraban por manos invisibles. De inmediato se desperezó, impulsado por el pánico: leves hilos de luz lunar se colaban por entre los resquicios de la cortina. Se levantó con el cuerpo aporreado, los pensamientos desperdigados y maltrechos le trajeron de nuevo la imagen de los hombres caídos bajo las balas. Los penetrantes ojos de Archibaldo todavía lo escudriñaban, eran los de un ave a punto de picotear a su presa. Tan acelerado le palpitaba el corazón que sentía que iba a estallar como un revólver con la última bala del tiroteo. Su respiración entrecortada poco a poco fue dando lugar a la calma y luego a la reflexión. Tomó la caja con los huesos y antes de que saliera el sol los enterró entre dos tumbas sin nombre del antiguo cementerio. Más tardó en abrir aquel pozo en el huerto que en echar de nuevo la tierra blanda. Apisonó con la pala y sus botas para que no se notara el lugar en lo que sembraba un limonero, aunque sabía que los tesoros se mueven a voluntad debajo de la tierra. En el desayuno, el tío le palmeó la espalda satisfecho. Si no lo enterraste tú, Vicente, no puede ser tuyo. Esas cosas las cuida el diablo, ahora lo sabes. Mi papá estaba demasiado asustado como para reparar en que ya nunca vería ese resplandor. Solo recordaba los ojos inquisitivos de Archibaldo, sus facciones bañadas en escarlata, el odio incrustado en la expresión adusta. Días después halló una moneda cuadrangular de 1810, acuñada con el nombre de Cocula. Ustedes comprenden que si el tesoro quiere ser encontrado, el fuego fatuo se le presenta como una alternativa. Mi papá se convenció de que desenterrar tesoros no era lo suyo y se fue a la ciudad a probar suerte. De mensajero fue ascendiendo hasta ser gerente de banco a los 21 años. Lo mejor es que pudo mantener a su madre y a su padre, quien regresó del norte años después, con la amargura de haber trabajado de balde porque el gobierno mexicano retuvo sus ganancias y el dinero de todo un contingente de campesinos se dio por perdido. Otro tesoro enterrado bajo una pila de documentos y burocracia. Ah, pero recuerdan la historia de aquel que aquí en el pueblo poco a poco se iba quedando sin dinero para comer. Y gastaba los días y las noches escarbando su propiedad, vuelta de cabeza. Su casa, el corral parecían una colonia de hormigueros, una red de montículos y agujeros. Alguien le había dicho que ahí había un tesoro, se lo creyó y, ya con la salud al límite, el hambre que no perdona, vendió su casa a un precio modesto, dado que tendrían que remodelarla. La nueva dueña, una joven estudiante de medicina que cumplía con su servicio social, clavó un clavo en la habitación principal para colgar su imitación de Picasso y el adobe se derrumbó a sus pies. Por suerte salió ilesa, atónita ante el reguero de monedas amarillas dispersas en el piso de barro. Nadie sabe para quién trabaja. Sírvanse otra, la del estribo, faltaba menos. Lo peor son los delirios que invaden a los buscadores de tesoros. Anden, no estén allí nomás, con su silencio de árboles, va a amanecer y debo barrer las hojas. No digan que aquí estuvimos, hablando como solíamos de niños en los velorios. En nadie se puede confiar.


sábado, noviembre 28

Primos

Belén entró a la casa de sus suegros seguida de Leocadio, tan pegado a su cuerpo que parecía su propia sombra. En la cocina estaban los abuelos y los tíos de la niña recién nacida. Todos se quedaron boquiabiertos cuando Belén alzó la pierna e hizo equilibrio para esquivar la carriola que bloqueaba la entrada, seguida, por supuesto, de su marido. No la voltearon a ver siquiera. Los dos eran primos terceros entre sí y los hermanos de ambos también se habían casado. La hermana de Belén con el hermano de Leocadio. El hermano de Leocadio con la hermana de Belén. Este tipo de embrollos suelen no terminar muy bien, dicen. El caso es que Bruno acompañaba a Leocadio a cortejar a Belén en un ranchito cruzado por las aguas contaminadas de un riachuelo que antes arrastró tremendas riadas. Los dos hermanos se llevaban doce años entre sí. Y mientras Bruno era dominante en extremo con su apaciguada mujer y prima, Leocadio se convencía de que era uno con la esposa a la que seguía hasta en el pensamiento. Para alejarse las críticas contaba con una retahíla de citas bíblicas que le daban un aire erudito, una argumentación sin reservas a sus acciones. Dios, en todo caso, escribió de su puño y letra —lo creía Leocadio con fervor— que el hombre y la mujer debían abandonar a los padres para ser una sola carne. Del alma no decía nada, pero estaba ahí, clarito: su mujer y él habían de fundirse por una ósmosis que conectaba invisible sus cerebros y se lamentaba de la piel que envolvía sus órganos. Leocadio habría querido mirar a su doblemente sobrina en lugar de solo pasarle por un lado, se moría de ganas de hacerlo, pero sus principios no se lo permitían. Belén estaba furiosa desde que su primo Bruno y su hermana Griselda anunciaran que se iban a casar. Son unos copiones: expresó una vez echando saliva Leocadio, molesto porque el hermano pequeño que lo seguía a todos lados, y especialmente al rancho donde vivían las hermanas, había tomado un camino paralelo. Belén hizo lo imposible por separar a esta pareja de primos y cuñados que habían sido amigos años y años. El imprudente fue Leocadio cuando le dijo a Bruno que le gustaba a Griselda. Griselda se lo había confesado a la pareja en una larga sobremesa. En realidad Leocadio —y por ende Belén— esperaba que su hermano, ante la evidencia, tomara distancia de la prima. Pensaba que era una mala influencia porque de adolescente, entre otras perlas, había experimentado con piedra, una droga, según investigó en un sitio de teología, maldita. Por si fuera poco, Leocadio llevaba una relación estrecha con Griselda y no toleraba la idea de que su hermano acaparara a la prima y cuñada. De adolescente Bruno fue novio de otra de las hermanas, Ana María, y había tenido escarceos con la otra, Herminia. Por la influencia de su hermano Leocadio, que fue seminarista un par de años, finalmente reflexionó sobre su vida y ahora buscaba tener novia de tiempo completo, una con la que pasara buenos momentos, se preocupara por él y le dejara ser como era: gritón, explosivo, alegre y llorón. Acababa de hacerse una novia en la universidad, pero al saber de los sentimientos de su prima Griselda no dudó en terminar su relación de una semana para abalanzarse de lleno a la conquista de la chica con la que sentía que el mundo tomaba su curso natural. La furia invadió a Belén. No toleraba que su hermana, tan modesta siempre, tan hecha a sus peticiones, a cuidarle a las hijas hasta el extremo de perder un semestre en la licenciatura en química, cayera en las garras de su primo y cuñado. En una reunión del Club Bancario adonde concurrían con amigos del trabajo —los dos hermanos eran ejecutivos— aseguró que impediría a toda costa la incestuosa unión de su primo y su hermana. Bueno, no, no dijo exactamente eso, lo de incestuosa, esa palabra está prohibida en la familia, porque al fin habría hablado de sí misma, pero sí que haría hasta lo imposible por separar a su hermana y prima y a su primo y cuñado. Leocadio, que intentaba ser una sola carne con Belén para seguir el mandato divino, no pudo sentir furia por más que lo intentó, pero creyó que era su deber alinearse con su prima y esposa. Ser uno solo. En eso tenían un avance: el ADN de por sí ya los unía. A partir de entonces Belén habló mal de su primo y cuñado Bruno con sus padres, con sus amigas, con sus otras hermanas —que suspiraban todavía por Bruno— y encontró cualquier pretexto para humillarlo, hacerlo enojar o distanciarlo. Bruno adoraba ir al rancho, caminar por el margen del río que ya empezaba a apestar a animales muertos —había un rastro de chivos más allá de la montaña—, ayudarles a sus suegros y tíos en la herrería y en la siembra y cosecha de maíz. El aire cada vez menos puro le hacía olvidar sus atascos de drogas, sus aventuras sexuales de una o dos noches y hasta sus peleas callejeras. La influencia de Griselda, de su carácter tranquilo y servicial había hecho mella en el muchacho peleonero y presuntuoso. Si al principio pensó en Griselda como una amiga, aparte de prima, al saber lo que ella sentía gracias a su hermano, primo político y concuño, tuvo una revelación: dejaría de lado aquello que le había dado fama de mujeriego, de fiestero y borracho para dedicarse a contentar a su mujer. Su hermano ya había dado el paso para hacerse esposa a la prima tercera, así que a Bruno le bastaba con señalar ese hecho para justificar su unión. Al principio vivieron juntos, luego se casaron. Al paso de los años Belén logró su cometido: los hermanos, cuñados, primos y concuños —Leocadio y Bruno, Belén y Griselda— para entonces ya no se confesaban sus secretos íntimos y se miraban con desconfianza. Leocadio se distanció no solo de su hermano menor, sino de la familia entera porque la Biblia se le imponía… así que para él sus padres eran ya solo parientes, no se diga sus hermanos, circunstancias alrededor de su núcleo familiar. En cambio, prácticamente adoptó a sus suegros y tíos como padres y a sus cuñadas y primas como hermanas. No tardó en tener dos hijas y dedicarse de lleno a satisfacer los caprichos y berrinches de su esposa. Los suyos propios, por transferencia. Entre ellos, castigar a la joven pareja que había seguido sus pasos. Esta es la razón por la que Belén pasó de largo ante su sobrina —en primera instancia y en cuarta generación— recién nacida, esquivando la carriola desde donde la bebé contemplaba por primera vez el mundo, seguida de su primo y marido como una sombra unida por una cadena invisible. ¿Por qué iban siquiera a mirar a la sobrina, una copia de sus propias hijas? ¿Cómo se habían atrevido a tener una hija que sellara su relación apócrifa Bruno y Griselda? Belén intercambió palabras amistosas con sus suegros para disimular —Bruno y Griselda estaban durmiendo, necesitaban descansar de sus largas noches de insomnio como padres primerizos—, dio la media vuelta, volvió a esquivar la carriola ya de regreso y los ojos juguetones de la bebé, con la intentona de salir de la cocina invicta. Era una máquina de orgullo. Obvio, detrás iba su marido y primo, imitando sus pasos. Tú creerás que este hecho aislado no tiene importancia. Cuando lo recuerdo, prima, comprendo el porqué de muchos de sus actos posteriores, encaminados a borrar a Bruno y a Griselda de sus vidas. Imagínate que además Belén les prohibió a sus hijas que eligieran de padrinos a su hermana y prima y a su primo y cuñado, porque luego aumentarían la retahíla de conexiones en el árbol genealógico y religioso con el compadrazgo. Castigados por sus hermanos-primos, los más jóvenes no tenían más remedio que visitar el rancho como dos extraños. Si deseaban postre, ya se lo había ganado la primera pareja de primos; si iban a pasear en bicicleta, ya los hermanos y primos mayores habían acaparado las que había en el granero; si deseaban dormir en la habitación grande y calientita, ya estaba apartada. Sí, prima, eso explica por qué cuentan que Belén y Leocadio se fundieron finalmente en el mezquite que está aquí, afuera de la casa de adobe, al margen del río y su peste a animal podrido, a cadáveres sin enterrar. Dicen que finalmente lograron ser uno solo, que este palo raquítico al que llamamos árbol son ellos. Bruno y Griselda los visitan en primavera, como para hacerles saber que pueden comer tan tranquilos y quitados de la pena unos taquitos bajo su esperpéntica e insuficiente sombra. Dicen, de hecho, que el mezquite es Belén y la gris ausencia que echa sobre las piedras, Leocadio. A las hijas se les mira a veces jugando con su prima hermana y casi hermana rejuntando piedras para tirarlas con resortera a las conguitas que asoman entre las ramas. Otra versión es que Belén quería que su marido y primo fuera un espejo de sí misma y, ante el juego de espejos inoportuno que ocasionaba la existencia de la otra pareja de hermanos y primos, no soportaba verlos. Por descontado, lo mismo pensaba Leocadio. Así que un espejo se los tragó.


domingo, noviembre 22

Quito

Todo el fin de semana tuve el cuello tenso, con una angustia acendrada por la falta de ejercicio, dieta saludable y, posiblemente, compañía. Solo tenía a mi canario Quito. A veces se me olvidaba sacarlo de la habitación al patio, y otras meterlo para que el sereno no le causara malestar en sus patitas. Esas patitas arrugadas que me recordaban al monstruo de la laguna verde, que, rematadas en cóncavos filos, contrastaban con su mirada tierna, lúbrica y penetrante.

Su canto agudo y breve me saludaba al amanecer, alegraba mi día antes de desayunar y encaminarme a la farmacia homeopática. A veces lo llevaba conmigo porque sus plumas amarillas y blancas hacían juego con las paredes azul índigo. Los niños se acercaban a saludarlo y vendía más productos Gliser, champú de miel y tónicos contra el envejecimiento para salir al menos tablas con la renta del local.

Quito me caía rebién. De no ser porque sus afiladas y rugosas garritas me desesperaban. Daba una consulta, escuchaba atentamente a mis pacientes reconfortados por su canto cuando, de improviso, se me iba el habla, empezaba a tartamudear. Era que mi vista se había quedado pegada a sus uñitas. ¿Qué le pasa, doc?, ¿por qué de pronto se quedó inmóvil? Nada, nada, es que me acordé de algo, les contestaba, con un ligero temblor de labios que ojalá pasara desapercibido. Lo cierto es que trataba de alejar de mi mente la obsesión de mi tío Arturo con las aves enjauladas.

Cuando ocurría uno de estos despropósitos, dejaba a Quito con ajonjolí, agua y una rodaja de pepino en la farmacia, bien envuelto para que no pasara frío. Me iba a casa nervioso, casi siempre a punto de chocar, abría los cinco cerrojos de la puerta, cerraba los cinco cerrojos y les agregaba una aldaba y un candado. No cenaba. A veces me mordía sin querer los labios o la lengua y el sabor de la sangre acompañaba mi sueño.

La culpa me ganaba cuando me dirigía de nuevo a la farmacia y destapaba la jaula de Quito, que me soltaba una mirada inquisitiva con sus dos puntitos negros, moviendo el cuello como si quisiera meter gol de un cabezazo. Su alegre briiiiiiiiiiiiiii hacía que me volviera el alma al cuerpo. Qué pajarito tan noble. 

Ese día vendí medicamentos a montones. La gente hacía compras de pánico por el coronavirus. Mi agenda estuvo repleta de consultas y terapias y no me di un descanso ni para comer. Estaba exhausto. La mirada de Quito me trajo paz. Tomé la jaula y me encaminé al estacionamiento. La coloqué en el asiento del copiloto y la fijé con el cinturón de seguridad como si fuera un portabebé.

En los altos, Quito desprendía su canto sonoro y yo sonreía. Un joven se echó encima del cofre con su paño para limpiar y —contrario a lo que pasaba comúnmente— permanecí tranquilo. Le di propina y no le reclamé los restos de jabón en el parabrisas. Al cabo que lo llevaría a lavar el fin de semana.

Quito me avisó del siga: briiiiiiiiiiiiiii. En el alto volteé para agradecerle su compañía. Me le quedé viendo como si se tratara de un accidente en la vía pública. Quito movía su cabeza, clavaba en mí sus ojos tal un detective obsesionado con resolver el acertijo. Fui bajando la mirada, sin casi darme cuenta, a sus garritas prensadas del columpio. 

Tragué saliva con trabajo. Recordé las patas de pollo que mi tío Arturo se saboreaba despellejándolas a dentelladas, acariciándoles las uñas con la punta de su lengua. Me horrorizaba. No sé por cuánto tiempo contemplé las de Quito; los otros autos me rodeaban, pitaban y mentaban la madre. Yo me sentía muy lejos como para escucharlos.

Reaccioné y pisé el acelerador: vi alejarse en el retrovisor al renovado contingente de motores. Llegué a casa, le quité el cinturón a Quito tan rápido que su agua salpicó mis zapatos, abrí los cinco cerrojos de la puerta, no cerré ninguno. Metí la jaula a mi habitación y me dispuse a contemplar, ya sin interrupciones, cómo latía la sangre bajo su pellejo amarillo, delicado, comestible.


martes, noviembre 17

Espiritismo

Desde que renuncié a la revista de sociales y no me fue posible pagar el alquiler de mi departamento en Bosques de la Victoria, regresé al único lugar donde me recibirían sin mayores exigencias: la casa de mis padres. Luego sobrevino la pandemia del coronavirus y toda maquinación para abandonar las comodidades hogareñas se frustró. Seis meses después mi hermana se separó de su esposo y terminó en la habitación de al lado. Entre semana la acompañaba su hijo pequeño, un niño de cinco años adicto a los videojuegos y al ajedrez.

Su primera noche en casa resultó ser una experiencia no sé si fantástica, sobrenatural o real. No creía en los espíritus. Me hacía gracia que seres de otra dimensión interactuaran con nosotros, como si no tuvieran nada mejor que hacer. ¿Aparecerse solo para mover una mesa? La diversión, hasta cierto grado, estaba implícita, pero ¿qué ganaba con ese acto maravilloso un espíritu? Pensé en probar algún día, con la única finalidad de burlarme de quienes me siguieran la corriente.

Ya casi eran las once cuando Claudia, mi hermana, tocó a la puerta de mi habitación. Estaba yo leyendo, precisamente, una historia de terror en el Kindle. No esperó a que le abriera, sino que giró la perilla con tanta vehemencia que me incorporé de la cama sobresaltado, poco acostumbrado a interactuar con persona alguna a deshoras. Se le veía agitada. Casi hubiera dicho que igual a uno de los personajes que Arthur Machen describía en la novela electrónica que coloqué sobre la almohada.

Como le hacía falta ordenar cajas de tiliches y hallar espacio en las paredes para colgar su extensa colección de óleos, su niño pasó la noche en el departamento del padre. A Claudia le tomó un minuto hablarme del motivo de su irrupción. Antes de casarse había padecido un extraño periodo en que las pesadillas le robaban el sueño. Supuse que se trataba de un episodio idéntico, tal vez relacionado con el divorcio y sus consecuentes desequilibrios emocionales.

Intenté convencerla de que no pasaba nada anormal, susurrándole —somnoliento— que solo había experimentado un devaneo de su imaginación. Tan inquieta y temerosa me pareció que decidí levantarme y acostarme junto a ella en el colchón matrimonial —qué ironía— colocado sobre el suelo, en espera de la base que ya habían mandado hacer al carpintero nuestros padres, con cajoneras para guardar los objetos acumulados en el pasillo.

Me cogió el lóbulo de la oreja con sus dedos tibios, como cuando éramos niños y se refugiaba de la oscuridad en mi cama. Una ocasión, saltó sin pensar y la base no soportó nuestro peso, caímos de bruces y yo me descalabré al golpearme contra la pared. Desde entonces sobresalía un minúsculo cuerno en mi frente que justificó mi apodo de por vida: Diablo. Le recordé el accidente provocado por su miedo y reímos. Poco a poco se tranquilizó, hasta quedar dormida.

Los siguientes días fueron de tanto ajetreo que al parecer olvidó el episodio. Incontables eran las cosas acumuladas en seis años de matrimonio: no cabían en los cajones de su habitación y tuve que irles haciendo lugar en mi clóset, primero, luego en mi cómoda y buró. Le sugerí despejar el librero, aconsejándole que se deshiciera de los títulos que ya nunca leería. De todas maneras mi habitación se llenó de cajas y objetos, de tal modo que me costaba trabajo recostarme a leer o mirar televisión.

Claudia aprovechaba la menor oportunidad para platicarme sobre su divorcio. Se preguntaba —y ella misma acababa respondiéndose— si había hecho bien abandonando por segunda vez al único novio y esposo que había tenido, pese a ser bastante atractiva. Ahora debía pensar no solo en sí misma, también en un ambiente seguro para su hijo. Por las noches, cuando el ajetreo no la distraía, se sentaba en el colchón con aire meditativo, como si planeara su próximo movimiento.

El sábado que le trajeron la base para su cama, Claudia celebró. Mis padres, entusiasmados porque un acto tan ínfimo la alegrara, le prepararon un estofado que todavía saboreo. Nos venía de perlas un descanso de la ansiedad provocada por estos meses de encierro sofocante. Al llegar el lunes, Claudia decidió hacer valer un curso de tanatología al que se había inscrito meses antes y entretener su tiempo libre como voluntaria en los servicios de búsqueda de desaparecidos. Se contaban por miles en la ciudad.

De vez en cuando también visitaba la morgue para solidarizarse con los familiares de quienes habían disipado su existencia cotidiana sin previo aviso. Salieron un soleado mediodía al Oxxo, a por las tortillas, al centro comercial con la novia o el novio, a la oficina o de paseo y no regresaron nunca más.

Al niño le encantaba el videojuego Cuphead: pasaba tardes enteras viendo tutoriales donde un par de tazas antropomórficas intentaban recuperar sus almas venciendo en juegos de azar a los sirvientes del diablo tras las puertas de un casino. Cuando se hartaba, sacaba las piezas del ajedrez, las colocaba una a una sobre el tablero con parsimonia y sorprendía con algunos de sus caníbales movimientos, apenas si reparaba en mi presencia.

Claudia continuaba padeciendo arrebatos de pánico nocturno aunque habían transcurrido meses desde su mudanza. Cada vez iba menos a mi habitación porque yo la acompañaba sin preguntarle. La falta de sueño comenzó a cobrarle la factura con un par de ojeras que le enmarcaron los ojos y perdió por dos el peso ganado comiendo frituras antes de la separación. 

Una noche, cansados de no dormir lo suficiente, entre broma y broma, nos decidimos a celebrar la esperada sesión espiritista. Solamente éramos Claudia y yo. Alumbramos la habitación con veladoras y seguimos paso a paso el manual de instrucciones en una revista de moda. La idea era razonar con el espíritu para que no causara más sobresaltos. Obvio, no logramos nada: nos miramos uno al otro, como preguntándonos qué sentido tenía todo esto.

Por lo general, aunque mis padres estuvieran en casa, le cuidaba al niño, pero en esa ocasión me decidí a ir con Claudia al voluntariado. Le aliviaba, en cierto modo, convivir con gente sufriendo, servirles un plato de comida y escucharlos.

El director del instituto forense le solicitó acompañar a una pareja de ancianos que buscaban a su hija, o a su hijo, ya no sé. Nos hicimos el ánimo y les tomamos de los hombros mientras caminábamos por el pasillo oloroso a formol. Quizá por andar con gente desesperada como esta le daban ataques de pánico. Lo pensé, pero no quise preocuparla de más en ese momento, ni ser indiscreto ante el dolor ajeno.

En cuanto los ancianos cruzaron el umbral de la morgue empezaron a llorar desconsolados, y Claudia, que había permanecido serena, no pudo evitar contagiarse. Los apretujaba sin medir sus fuerzas, descendiendo con ellos al infierno de tener ante sí los huesos apilados, ya sometidos a la prueba del ADN. El cráneo tenía una cicatriz muy particular, su pequeña y rara protuberancia en la frente lo hacía reconocible.


lunes, noviembre 16

Una buena receta

Érase una vez una familia a la que le encantaba cocinar. Se trataba de una familia disfuncional, porque en realidad los seis hijos e hijas, ya mayores, habiendo hecho y deshecho sus vidas, regresaron a la casa de sus padres. Y todos tenían nuevas y mejoradas recetas que aportar. Como no sabían si había tiempo suficiente antes de que emprendieran otra vez el vuelo hacia sus propios nidos hipotecados, cada uno quería tener la primicia y presentar a los demás un elaborado banquete.

Se trataba de tres hombres y tres mujeres. Habían nacido alternados: una mujer, luego un hombre, así cada dos años. Y habría que aclarar que los padres también querían dar a conocer aquellos descubrimientos culinarios que habían descubierto mientras los hijos estaban fuera, en otro país, en otro cerebro, en otro experimento del gobierno. Cada uno había seguido su propio camino hasta que coincidieron de nuevo, como cuando eran niños.

El único problema era que todos querían cocinar al mismo tiempo. Y como lo hacían solo para sí mismos –ya compartirían a los demás su platillo por wasap— se les iba el día esperándose uno al otro para que la salsa de la birria entrara en sazón, el huevo se friera a la velocidad de la tortuga, el ceviche peruano marinara al punto, el filete a la tampiqueña se sirviera con sus agasajos, los restos de piña se transformaran en la exquisita fórmula del tepache.

La cocina se convirtió en el lugar ideal para la guerra campal de recetas y sus consecuentes armisticios. El que se levantara más temprano comenzaba la fila india, porque de lo contrario se estorbaban unos a otros y confundían los ingredientes. Esperaban sentados su turno, cruzando los dedos porque el otro hermano, la hermana, la madre o el padre se decidieran por un platillo sencillo.

Hasta que un día, milagrosamente, a una de las hermanas se le ocurrió cocinar para todos. Degustaron el sabroso hígado ahumado de su hermano menor con acompañamientos. Otro hermano preparó la ensalada, otra hermana la bebida, otro hermano la mesa limpia y otra hermana lavó las cazuelas y los platos. Sus padres aplaudieron la iniciativa.


viernes, noviembre 13

Ventrílocuo

Aunque lo acompañaba a todas partes, su mujer nunca hablaba. Lo acompañaba incluso sin acompañarlo, porque, al charlar con sus amigos, daba, además de su propia opinión, la de su mujer, más sabia y consciente. Culta y preparada, en verdad, si bien nadie había escuchado su voz. O sí, pero en boca de su marido.

En las reuniones familiares el hombre se adelantaba a responder cuando a su esposa le hacían una pregunta. Sus suegros y cuñadas la conocían perfectamente gracias a que el hombre les participaba sin remilgos la opinión que su mujer tenía de la nueva serie de ánime, del presidente en turno, del último libro de fantasía que había leído y su preferencia por la comida vegana que su hacendoso marido le preparaba.

Como el hombre tenía un horario flexible, recogía a los niños en la primaria. A la directora le caía muy bien su mujer, porque le enviaba amables saludos y tenía una excelente noción del sistema educativo con el que experimentaban a manera de programa piloto. Estaba deseosa de conocerla algún día, ya que, sin asistir a las juntas, influía con lucidez en las decisiones de los criticones que terminaban cediendo a favor del progreso escolar.

Quizá el momento cumbre de tan engranada relación fue cuando celebraron su décimo aniversario. Los invitados se apresuraron a llegar temprano para estacionar sus autos cerca del auditorio donde sería la ceremonia. Los más tempraneros alcanzaron a sentarse en las butacas de la primera fila. Esperaban atentos y esperanzados las palabras de la mujer que siempre había aportado consejos edificantes y creativos ante la adversidad, que sabía sin tacha a qué estreno cinematográfico asistir sin pérdida de tiempo, que tantas buenas recetas de cocina había revelado en las cenas familiares, que contaba, de acuerdo a su marido, unos chistes que harían reír hasta la histeria a cualquiera.

Si conocían a alguien, desde sus gustos en medias deportivas, en telas finas, en perfumes y ejercicios para prolongar la vida, pasando por elegantes citas filosóficas, poemas recitables y profundos consejos éticos y matrimoniales, hasta útiles y atinados experimentos destinados a enriquecer las clases de robótica para los niños del kínder, era a la mujer del hombre.

Esperaron ansiosos a oír su timbre vocal por primera vez. No pudieron hacerlo en la recepción porque el buen hombre se dio a la tarea de saludarlos en nombre suyo y de su mujer, mientras ella se aplicaba los últimos toques de maquillaje. No alcanzaron a escucharla durante el rito de refrendo de votos porque la mesa del juez honorario resultó estar lejos del público y al parecer habló muy bajito. Los más aguzados la vieron mover, casi imperceptible, sus labios. En cambio, el hombre renovó sus promesas modulando su volumen estentóreo, potente, hasta dejar perplejos a los asistentes. Si se dirigía a su mujer con tal vehemencia, seguro lo hacía en respuesta a sus sabias, dulces y profundas palabras.

Amigos y familiares regresaron a sus casas satisfechos. Esta pareja feliz actuaba como una sola voz.


Desayuno

A Ángel y Lucía


Empezaba a impacientarse. Su amigo mecánico avisó por Facebook que venía retrasado. El hambre le caló en las tripas. Pensó en pedir el desayuno cuanto antes, pero esto desfasaría, se le ocurrió, la charla pendiente. No era lo mismo recibir los platos al mismo tiempo y contar las anécdotas pendientes en el gremio que estar satisfecho cuando el otro padecía el ansia de comer. Se le ocurrió entonces que la charla, si ambos coincidían en ritmo, digamos, narrativo y emocional, podría representarse así:


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De otro modo, si se atrevía a comer los chilaquiles crujientes que tanto deseaba en estos momentos, la charla perdería en sintonía, el eje focal se desfasaría y sería este el resultado:

 

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Esperó. El mecánico escribió que vendría también su hija menor. Una chica de quince años adelantada a las de su edad: había leído y releído a Simone de Beauvoir. Pensó que él por años la había dejado pendiente. De hecho, leyó un par de libros sobre feminismo en la universidad y luego se dedicó a trabajar en un diario de noche y a sortear las intrigas que todo medio público trae consigo en lo privado.

El amigo mecánico acababa de ganar la lotería. Pareciera que desde ahora llevaría una vida holgada, así que se sentía en el deber de advertirle sobre los riesgos de evitar la codicia a toda costa. Más valía puerquito lleno y sonante.

En otros tiempos solo le invitaría a beber en Los Molachos, una cantina suficientemente sucia con un piano desafinado que los contertulios solían desafinar todavía más. Allí brindarían por la buena suerte. Aunque su amigo pasara de los cincuenta, nunca era demasiado tarde para recibir a la veleidosa Fortuna. En las selfies se le veía contento. O así se lo imaginaba, con esa aura que rodea a los ganadores. Le causaba gracia el berrinche de una señora, de esas políticas prepotentes, adineradas y con pésimo gusto para vestir, ofendida en Twitter porque recibiera el premio mayor un mecánico adorador de Motörhead con el único boleto que había comprado en la vida. Alegaba fraude. El mecánico se lo tomaba a chiste. Quizá llegaría al café con una sonrisa hiperbólica:

 

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En esta cavilación de cuaderno perdía el tiempo cuando aparecieron el amigo mecánico y su hija afuera del café, haciendo fila para aplicarse alcohol y que les tomaran la temperatura. Una nueva ola de prohibiciones cercaba otra vez las actividades en la ciudad, por ello se habían reunido un sábado temprano. Las autoridades cazaban incautos a partir de las siete de la tarde.

Hace algunos años su amigo mecánico era más bien un piloto en la banca. Ampliamente reconocido en el medio como uno de los mejores para componer autos de carreras, anhelaba conducir profesionalmente sus obras. Gracias a su gran oído, los autos más burros terminaban acelerando en la pista como Boeings arrebatados y ruidosos. Hasta que en una ocasión se decidió a portar el emblema del equipo, a sus espaldas, y ganó su primera carrera con un Lamborghini Miura modificado por él mismo. El mecánico abandonó las llaves y las tuercas a favor del glamour y las fiestas con simpáticas edecanes. Su contradictoria personalidad encontró solución:

 

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El boleto ganador de la lotería le había caído de perlas. Pensaba, en un futuro no muy lejano, comprarse un Mustang y hacerle los ajustes que tanta fama le habían dado como mecánico. En un arrebato existencial abandonó su casa y lo ahí contenido. Siguió en contacto con sus hijas, que vivían en el extranjero. La más pequeña, que nos acompañaba en la mesa revisando su Instagram, estaba de visita en la ciudad.

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El ahora piloto de carreras contó que había vagado de casa en casa de otros amigos. En realidad todavía no recibía el monto del premio y seguía pagando la hipoteca de su hogar dejado atrás. Decidió hospedarse con un amigo tan distraído que, pensó, se olvidaría de que un extraño dormía en su sala.

Añoraba su cobija-parábola recostado en el sillón:

 

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Eso no era lo más extraño que le había sucedido. El recién piloto comenzó a explorar la colonia. El departamento estaba rodeado de locales comerciales. En particular llamó su atención una funeraria. Su anfitrión y él miraban por la ventana cómo se alzaba la pintarrajeada cortina de hierro para dar paso a un ataúd y a otro, en periodos esporádicos.

Su anfitrión también tenía interés en averiguar qué se estaba cocinando local adentro. Al otro lado había una pizzería, así que las prácticas nocturnas de la funeraria que no terminaba de abrir al público —pese a su letrero “Abierto las 24 hrs.”— debían obedecer a un hecho lógico. No por nada había leído cuanto libro de Richard Feynmann cayera en sus manos. Lo guiaba una astucia científica, pero, ante la poca evidencia, solo podía concluir que había gato encerrado. O cadáveres, agregó el piloto.

Un ataúd es una parábola sugestiva:

 

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¿Y si son vampiros? La pregunta surgió cuando estaban a punto de comer chuletas ahumadas y no sabían quién utilizaría la única cuchara y el único tenedor disponibles. Tenía la batuta el que lavara los platos. La idea del vampirismo no tenía por qué tomarlos de sorpresa. Habían creído que los gritos oídos durante las noches se debían a reyertas de gatos. Eso era lo más lógico. Pero si lo pensaban bien, esta podía ser una de esas películas serie B que solían coleccionar, en espera de encontrar la peor dirección cinematográfica de la historia.

No les hacía gracia que los sorprendiera un vampiro mientras miraban un caótico filme de luchadores de lucha libre convertidos en zombies. O en el momento en que la heroína fuera tragada, aun cuando corriera y corriera, por un lento y ubicuo cocodrilo. Ojalá al vampiro le apeteciera el box, de ese modo podrían estar tranquilos siquiera los sábados a la noche en lo que terminaba el último round.

Los dientes afilados de un vampiro podían lucir como dos extremos de una parábola. Incluso se parecerían a la representación gráfica de una animada conversación:

 

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Todavía no sabían qué esperar. Era posible que solo se tratara de una bodega de ataúdes, tanto como que la pizzería resultara ser un laboratorio clandestino de metanfetaminas. Qué no sucedía en este mundo al revés al que hay que irse habituando si se quiere salir con vida y no desaparecer en el intento. 

La curva de desaparecidos en la ciudad alcanza cada vez un punto focal más alto:

 

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Golpeaba suavemente la mesa con las yemas de sus dedos la hija del piloto. Sus ojos adormilados miraban los autos pasar. Como estaba previsto, la trayectoria de la conversación fue desacelerando para terminar vaciando el café y los platos de chilaquiles, molletes y desayuno inglés.

Platos vacíos (también podrían ser molletes, pistas de carreras abandonadas o tres nubes solitarias):


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El piloto compraría de regreso unos binoculares que le permitirían vigilar a sus inmóviles y mudos vecinos a distancia, sin el riesgo de perder la cordura o ser descubierto. Además, su anfitrión empezaba al siguiente día un taller para aprender a fumar puros y de seguro perdería la noción del tiempo. Alguien debía estar atento.

 

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