lo bueno, si breve

pellizcos de realidad para devorar con calma

amor taja

Hablamos de las viudas de los jueves como quien cita a personajes de ficción, como si no fueran del mismo pueblo y entre ellas no estuvieran algunas de nuestras madres, de nuestras primas, novias o hermanas; como si no supiésemos lo que representan esos pequeños muñecos de paño y paja que visten nuestras ropas, que reflejan en diminuto barbas y proporciones corporales en una perfecta copia liliputiense; como si no nos doblara el dolor de cada uno de los puñales que se clavan en las carnes con idéntica ubicación a la que ellas hunden con tiento en nuestros pequeños iguales.

Negamos entre retortijones que quienes se citan cada jueves en donde la Blasa nos malquieren tan de cerca que se nos hacen adorables, que nos son tan imprescindibles como las vendas, la sutura y la mercromina con las que cada fin de semana crean hogar, atan lazos y nos mantienen aún tan queridos.

Tan querientes.

rutinas

Cada año nos cuesta más enterrar a Martín, trajearlo de gris perla y que se mienta inerte durante el velatorio. El muy cabrón sigue creciendo y la caja que con tanto cariño fabricó padre ya no le alberga; las piernas, de rodilla para abajo, sobresalen del borde y los pies gruñen pánico dentro de los zapatitos de charol. Los invitados, mientras, murmuran sobre el hecho de que aún respire, de que beba sin parar y fume tanto y tan rodeado de ese raso que ya, aunque madre lo niegue, luce más amarillo que perla.

la selección natural

Padre volvió de la guerra una tarde de primavera, nos abrazó uno por uno y se encamó con madre tres días con sus noches respectivas. A nadie pareció extrañarle que fuera un poco más alto que cuando marchó, un poco más rubio, un poco más fuerte. Tampoco nadie pareció reparar en que andaba más ligero, como si hubiese perdido aquella leve cojera que le dejó la polio. Lo cierto es que los años lejos de casa le habían sentado bien, y hasta parecía más listo, más espabilado y capaz; tanto que en unos meses ya casi hablaba nuestro idioma, y aunque ahora es zurdo, ya empieza a escribir cuentitos cortos que luego nos lee por la noche, despacio, con ese acento nórdico tan suyo.

la luz negra

Nadie quiere sentarse junto a la niña muerta, ni compartir con ella los lápices de colores, las muecas a escondidas de la maestra, los chismes, las risas sordas. Nadie juega en el patio con la niña muerta porque la niña muerta no se mueve, no devuelve nunca la pelota ni sabe saltar a la comba. Y los días, así, se le hacen décadas a la niña muerta, aburrida y sola hasta el hartazgo; tan sola y aburrida que a veces explota, se rebela y levanta la mano en mitad de la clase, abre los ojos que son dos focos de luz opaca y durante unos segundos se hace la viva, inunda el aula de pánico y sueña que a sustos, tarde o temprano, algunas de las que gritan ahora terminarán sentadas a su lado, en la fila del fondo, en el pupitre gigante de las niñas muertas.

insulares

Los niños del continente no saben volar, carecen de colas prensiles y apenas aguantan unos minutos bajo el agua; de hecho ni siquiera tienen caparazón, y los golpes y caídas les son casi siempre letales. Aun así, sus padres se empeñan en que jueguen con nosotros, les incitan a buscar la aventura de la que después presumirán a su regreso, la que les convertirá en los héroes legendarios de la isla.

Pero lo cierto es que ninguno regresa, que los aviones, a la vuelta, van casi vacíos, y dicen las azafatas que tras el despegue son los licores y las risas los que invaden la cabina del pasaje; y es que dicen, por lo visto, que los padres del continente no saben llorar.

vaivén

Guardó el pañuelo de llorar, cambió de andén y comenzó a agitar el de las bienvenidas, el de tú sí vas a ser el hombre de mi vida.

objetos perdidos

Me cuesta trabajo recordar cómo y cuándo perdí la cabeza; incluso dónde.

Debió de ser tarde, sin duda, quizá en el callejón trasero de alguno de los bares de siempre, pero el caso es que sin ella se me hace imposible siquiera pensarlo. Sé que no está en su sitio porque el cuello, al tacto, termina en un muñón romo a medio cicatrizar, y aunque la falta de oídos me impide saberlo con certeza, los gritos de terror de quienes me cruzo por la calle retumban en mi caja torácica como estampida de bueyes. Espero que si alguien lee esto y sabe de su paradero me ayude a recuperarla. Mientras, a falta de otros quehaceres, me consuelo imaginando que la tienes tú, que la cuidas y peinas, que le limpias con cuidado los dientes y la cera de los oídos; y que quizá, quién sabe, la usarás tarde o temprano para escribir esos cuentos que a mí ya ni se me ocurren.

Y que la besas de vez en cuando, sueño.

predicto

Mañana domingo, cuando regrese de misa, la señora Watanabe encontrará sobre la mesa de la cocina una nota manuscrita, un juego de llaves y una bola de cristal. De inmediato sabrá lo que ha sucedido, y no le hará falta consultar la esfera transparente, ni desdoblar el papel, ni examinar el llavero siquiera, porque en un instante los tres objetos le dirán al unísono que su santo se ha ido, que no va a volver y que jamás debió sugerirle que lo suyo se resolvería en una barraca de feria.

Pero eso será mañana, porque hoy, mientras el señor Watanabe lee la prensa y deja que se le enfríe el café, ella recorta sin ruido un cupón en el que una pitonisa promete, a cambio de veinte dólares, resolver cualquier conflicto marital.

Y sonríe, crédula, por última vez en su vida.

apnea

Hoy he dejado de quererte.
Hoy he encogido mente y ánima hasta conseguir que tu imagen se escondiera tras la niebla, y he pensado en el tráfico, en la cola de la panadería, en los cometas que chocan contra la Tierra y extinguen a los dinosaurios; he releído de memoria toda la biblioteca de Alejandría, he visto las mil películas que nunca llegamos a ver juntos y he reconstruido piedra a piedra el Coliseo, arco a arco.
Hoy he dejado de quererte, y han sido casi veinticinco segundos.

amor al arte

Dicen que se ha vuelto loca la reina, que corre desnuda por las galerías de palacio mientras recita poemas de amor. Dicen también que desde que el monarca pasa las noches en los aposentos del servicio ella ha recuperado el color del rostro, la sonrisa incluso. Por decir, hay quien dice que ella bebe los vientos por un joven aprendiz de escribanía, alto y apuesto como no había visto hombre igual, tan alto y tan apuesto que el propio rey —dicen— se prendó de su cuerpo y sus letras, de sus manos firmes pero suaves de tanto acariciar pluma, y que es el joven escribano quien le acoge en su lecho del sótano, cada noche desde hace meses, y aunque no me atrevería a jurarlo, dicen algunas doncellas que se ha vuelto loco el rey, que lo han visto corretear desnudo mientras recita, en voz muy baja, exquisitos poemas de amor.

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