martes, 25 de noviembre de 2025

La Góndola (Taller Bremen)

Image


  Desde el muelle de San Zacarías cualquiera podría pensar que la pequeña mancha negra en el horizonte era un desgarro, apenas una pequeña herida, en el azul sin ganas de serlo que, a esa hora, entristecía el mar. 


  En esa mota insignificante, Renato remaba absorto, tenaz, sin mirar a ningún lado en concreto -sentados frente a él, una pareja de recién casados de Teruel y un japonés lo miraban a él y a las histéricas gaviotas que los acosaban-. Nadie decía nada, pero es de esperar que a los tres les pareciera extraño que, habiendo regateado el precio de un paseo compartido, llevasen ya más de una hora en ese extraño recorrido que los alejaba de Venecia y se diría que los acercaba a ningún lugar.


No tardó el japonés en murmurar un sencillo: 


-Excuse me, everything´s fine?


  La pareja de felices recientes, dada su falta de malicia y esa sensación de invulnerabilidad que suelen tener los enamorados, se besaban y reían para no hacer nada distinto de lo que suelen hacer todas las parejas de Teruel -y probablemente las de Torrelodones- cuando han decidido subirse a una de esas barcas funestas y reptantes denominadas góndolas. No les parecía extraño el recorrido, más bien se sentían afortunados de haber encontrado un gondolero tan voluntarioso, aunque no cantara ni llevara puesto -dado que un manotazo de aire frío se lo había arrancado de la cabeza hacía un rato- el ridículo sombrerito con lazo.


  Cuando el Campanile de la Plaza San Marcos ya parecía un palillo clavado en el horizonte, fue acudiendo sin prisas, entre los cada vez más lívidos -casi verdosos- pasajeros, primero cierto nerviosismo que, al poco rato, ya era una generosa inquietud que, antes de consolidarse, dio paso a un pánico general.


  Pero si me lo permiten, y antes de que les cuente lo que, en realidad, no sé  ni probablemente nadie sabrá de lo sucedido, me gustaría explicarles alguna cosa sobre Renato.


  Por no contradecir la ley no escrita en que se dice que los gondoleros no pueden ser bajitos, ni mucho menos obesos -tal vez el motivo sea evitar una risible erección del artefacto naval que gestionan-, Renato era alto, enjuto y por las mañanas casi apuesto. 

  

  Por lo demás, una de sus vulgaridades -tal vez la mayor- consistía en no ser ni feliz ni desgraciado, conformándose, como tantos, con la dudosa certeza de ser algo. Llevaba más de treinta años llevando gente por los canales; sin duda miles de personas, aunque a él siempre le acompañaba una vaga sensación -algo parecido a un amago de sospecha- que había sido siempre la misma persona la que, de forma incomprensiblemente tenaz y cruel, subía una y otra vez a su góndola para hacer el mismo recorrido. 


  Al no tenerla, no lo había abandonado su mujer; tampoco los hijos, por idéntico motivo, habían conseguido decepcionarlo. Remaba, cortaba el pan y miraba los telenoticias, como un dios de baja intensidad; es decir, metido de lleno en un bucle sin propósito ni sentido. El motivo de todo lo que hacía no era otro que haberlo hecho siempre. Ni siquiera escribió nunca un poema para darle algo de cuerpo a la melancolía hueca -esas persistentes añoranzas de nada y para nada- que desde siempre lo acompañaba.


  La mañana que cabría considerar de los hechos, Renato no hizo nada que se pudiera considerar especial ni distinto. Un capuchino -nunca lo suficientemente caliente- en el bar de Zacarías; los casi idénticos comentarios de los compañeros a los que cada vez le costaba más distinguir; la infinita gaviota molestándolo todo; el verde, siempre sucio y deslucido, de los canales; las ratas, atareadas en el asco y la sospecha, y en el embarcadero, la previsible pareja besándose y el más que previsible japonés adherido a una sonrisa, también japonesa.


-Media hora, ochenta euros; ciento cincuenta una hora, y doscientos sin regreso.


  Y los tres, creyéndose agraciados con una ocurrencia graciosa de Renato, juntando los doscientos euros para subirse, entre risas y tambaleos, a ese mal presagio con forma de barca, a ese atávico cuervo con el que se puede navegar.


   El cementerio de Venecia es una isla de la que sus orgullosos habitantes han perdido todo esperanza de poder zarpar. En ese lugar, desde hace siglos, se han quedado atrapados el silencio, la luz y los innumerables huesos hasta que el mar, tarde o temprano, se tome la molestia de sepultarlos de nuevo. Justo allí, a la deriva, frente al lúgubre embarcadero, encontraron la góndola de Renato. 


  Nada se supo de la zafiedad de los cuerpos, ni mucho menos de las razones con que, durante algún tiempo, todos intentaron explicarse lo sucedido. Más confusión que otra cosa añadieron unas palabras, escritas de cualquier modo en el reverso de un recibo de la luz clavado en la proa con un hermoso cuchillo veneciano, que, según ha trascendido del informe policial, decían lo siguiente:


  -Será hoy cuando mañana yo no vuelva; ayer cuando, para ustedes, suceda lo de ahora. Nada importa y esto tampoco (por fin he conseguido que el japonés deje de sonreír; lamentablemente, no les ha dado tiempo a la pareja de Teruel de aceptar mis disculpas). 


jueves, 12 de septiembre de 2024

Los que nacen dudando (Taller Bremen)

 

Image

  Hay en todas las mesitas de noche un no se qué inquietante, se diría que un cierto desasosiego. Velar esa suma de cansancios, ese poso de olvidos, ese lento e irreversible descalabro que, día tras día, se mete entre las sábanas para ir desdibujándonos, tal vez explicaría, de forma confusa, el motivo. La que está a un lado de la cama de la hija que nunca tuvo sostiene una lámpara encorvada que vierte por la habitación brochazos de luz lenta, envejecida, como algo profundamente cansado de ser lo que es. Desahuciada por casi todo menos por la vida, el único atrevimiento, la única obsesión perseverante de Mercedes Zambrano, es contarle un cuento antes de acostarse a esa niña que la vida no quiso darle. Esa noche quiso que fuera esta la historia.


  -Había una vez un lobo desconcertado, un lobo sin manada ni esperanzas, un lobo de esos que vagan por el bosque sin más destino que la noche. No era malo, dado que para ser eso también es necesario ser algo, sólo se trataba de un malentendido con forma de lobo; se diría que la feroz e intimidante apariencia de un infinito desamparo. 


  El tedio, al que ningún animal es inmune, y el desasosiego que provoca el hambre cuando se enquista, le llevaron hasta la puerta de una casucha destartalada rodeada por algo que, hacía ya mucho tiempo, quiso ser un jardín y ahora apenas era una verde y sombría anarquía. La mujer que yacía en la cama era una anciana cuyo rostro no habían dulcificado los años. Todo en ella era peor de lo que cabía esperar. Su voz agrietada, sus ojos de reptil expectante, su olor de armario abandonado hacía que cualquiera -incluso un lobo-, se estremeciera a su lado.  

  

  De buen corazón, dispuesto siempre a no defraudar a todos los que se empecinan en saber qué es un lobo y qué se supone que debe de hacer, el pobre animal, cerrando los ojos,  se la comió de un bocado, sin apenas masticar, como algunos niños engullen las temidas acelgas, y se acostó en la cama para digerir a esa bruja que nadie, excepto él, se hubiese atrevido a zamparse.


  Como era de prever, acudieron puntuales las pesadillas. Una risa viscosa se escurría por la boca desdentada de la vieja bruja; sus ojos rasgados, como vencejos enloquecidos, se multiplicaban y revoloteaban hasta oscurecer el cielo; los retorcidos y resecos sarmientos de sus brazos le oprimían el pecho y en lugar de un aullido, de la garganta apenas se le escurrían leves estertores que parecían anunciar la inminente llegada de la agonía.


  Quiso el azar, que no siempre es cruel y desconsiderado, sacarle de todo ese horror onírico, y unos suaves golpecitos en la puerta lo despertaron. Rodeada por el esplendor de una mañana recién puesta estaba lo que hasta hace poco tal vez fue una niña y ahora era un hermoso abismo. La capucha de su sudadera era de color rojo, como también era rojo el color de sus labios, el de sus uñas y el de su ropa interior que, a trasluz, los asustados ojos del lobo podían entrever desde el borde de la sábana por el que se asomaban. 


  La puerta se cerró; el tiempo, que a veces sabe comportarse como es debido, miró hacia otro lado. 


  -¡Qué ojos más bonitos tienes!- apenas le dio por balbucear a la temblorosa fiera.  


  -Son para cegarte mejor.


  -¡Y qué voz tan suave!


  -Es para contarte dulces y hermosas mentiras, esas que cualquiera juraría que son verdad.


  -¡Qué boca tan húmeda y hermosa, mi querida niña!


  -Es para empujarte al precipicio sin que acudan esperanzas ni recelos.


  Ni que decir tiene que nada quedó del pobre cánido; que fue confundido y devorado de tal modo que dejó de ser definitivamente cualquier cosa que pueda nombrarse; incluso lo que él, durante tanto tiempo, creía haber sido: un lobo.


  Has de saber, querida, que historiadores, cuentistas y todo ese tropel de farsantes que pululan por los siglos, han hecho todo lo posible por tergiversar esta historia. Sólo algunos niños perspicaces, esos que ya nacen dudando, intuyen el engaño e intentan -a decir verdad, nunca con demasiado éxito-, alejarse todo lo posible de las feroces caperucitas.


  Buenas noches, cariño, y felices sueños.


jueves, 18 de abril de 2024

Los siete magníficos...idiotas (Taller Bremen)

 

Image


  Sentados uno al lado de otro en la espaciosa sala pintada de un color tan deslucido -tan nada- como ellos,  se van intercambiando sonrisitas de conejo como si los siete quisieran certificar una estupidez que podría considerarse transnacional, transcultural, transoceánica, e incluso, si lo prefieren, transcendente, pero en absoluto transitoria. En un despacho contiguo, Mónica -la responsable del casting- y el productor de la película siguen discutiendo de forma acalorada.


  -¿Pero tú los has visto, Luis? Si son incapaces de pestañear sin equivocarse.


  -Lo sé, Mónica -balbucea el hombre-, pero las consignas del director son muy claras, y tú sabes tan bien como yo que los intentos para convencerlo de que esa decisión era arriesgada, por no decir absurda, no han servido para nada. Quiere que su idiota lo sea a tiempo completo, no que lo parezca o que sepa cómo interpretarlo a la perfección. Quiere un idiota que haga de idiota y punto. 


  -Tú sabes mejor que nadie, Luis, que nos jugamos un montón de pasta –insiste Mónica, consciente de que se trata de una batalla perdida-; y eso por no hablar de las ganas que le tienen algunos críticos después de su última “gran película”; esa “genial” coproducción en la que no se le ocurrió mejor idea que inventarse a ese reputado profesor de filosofía que por las mañanas da clases en la universidad, y por las tardes hace de actor en películas porno. Aun recuerdo, en mis peores pesadillas, algunas escenas, como esa en la que va citando a Heidegger entre jadeos y espasmos; vamos, que un horror.


  -Pues tengo entendido que fue un éxito de taquilla.


 -Todo lo que tú quieras, Luis, pero para verla era necesario ingerir, previamente, tres o cuatro anfetaminas y hacerlas bajar con una botella de Rivera del Duero.


  Ni que decir tiene que todo este proceso le estaba siendo muy difícil a Mónica. Ya desde el principio, cuando hubo de proponer el texto para la convocatoria del casting en la prensa, todo habían sido problemas. Hasta cuatro veces tuvo que rectificar dicho texto. El primero se limitaba a decir lo que se podría considerar normal en estos casos: “Convocatoria de casting presencial. Hombres de 35 a 45 años de edad.” El director dijo que no era eso lo que él quería. La segunda propuesta fue la siguiente: “Convocatoria de casting presencial. Hombres de 35 a 45 años de edad. No es necesaria experiencia como actores”. Que no, que no reflejaba lo que él había pensado, insistió de nuevo el director. La tercera redacción ya rozaba la falta de respeto: “Convocatoria de casting presencial. Hombres de 35 a 45 años de edad. No han de ser actores ni tener estudios. Tampoco es necesario que tengan ideas propias, sepan bailar, ni hacer cualquier otra cosa que pueda considerarse de un mínimo interés.” Pues aun que les pueda parecer increíble, tampoco ese texto le pareció suficientemente explícito, quedando definitivamente la cosa de la siguiente forma: “Convocatoria de casting presencial. Hombres de 35 a 45 años de edad. Se valorará, exclusivamente, la estupidez”. A pesar de lo explícito y desagradable del anuncio, hay que decir que se presentaron más de doscientas personas; quien sabe si algunas pensando que era broma, otras por pura necesidad y tal vez un puñado de ellas por absoluto convencimiento de que se ajustaban a la perfección al requerimiento.

 

  -No perdamos más tiempo, Mónica, y veamos a esos siete idiotas “finalistas- le dijo un Luis agotado  y metido ya de lleno entre las cosas de un cierto nerviosismo.


  El primer candidato fue rápidamente descartado en el mismo momento que confesó haber leído, cuando tenía trece o catorce años, “Platero y yo”. 


  El segundo parecía realmente un perfecto idiota, pero lo que motivó el descarte fue que, con la cabeza levemente inclinada hacia las rodillas y con un hilo de voz confesó, al final de la entrevista, ser consciente de ello. Mónica y Luis se miraron y, sin decir palabra, se pusieron inmediatamente de acuerdo: sin duda se trata de un falso idiota, ya que sabe que lo es.


  El tercero se creía muy listo, cosa que les hizo creer que habían encontrado a su hombre. Todo lo sabía y en nada acertaba. Vamos, que a punto estuvieron de informarle de que era el elegido. Pero tuvo un pequeño desliz que lo delató. Como el que no quiere la cosa, cuando le preguntaron qué opinaba de la política les dijo, enmarcada la frase entre dos grandes sonrisas aparentemente idiotas, que si fuera por él hubiese hecho jefe de estado vitalicio a Groucho Marx. Le faltó tiempo a Mónica para despedirlo de malos modos, recriminándole que les hubiese hecho perder el tiempo.


  El cuarto y el quinto eran amigos desde pequeños. Ambos parecían compartir una idiotez equilibrada, digamos que una estulticia natural que no requería ser alimentada diariamente por los medios de comunicación. Hacían siempre lo que cualquier idiota suele hacer, sin sobreactuar ni llevar a cabo intento alguno de camuflaje. Si eso fuera posible, se diría que trataba de dos idiotas mellizos a los que no les fue necesario que, ni la familia, ni la escuela, ni la sociedad en general, contribuyeran activamente a configurar su idiotez. Mónica y Luis, una vez escuchadas las sinrazones de los dos amigos, se quedaron en silencio un largo rato, envueltos en una duda lenta como miel en un reloj de arena. Les pidieron que aguardaran un momento. Luis le hizo una señal a Mónica y ambos salieron del despacho. En la sala contigua, Luis telefoneó a su amigo Jesús, catedrático de filosofía en la Universidad Ramón Llull, para exponerle el caso. Este le escuchó pacientemente antes de darle su opinión.


  -Os habéis equivocado. La idiotez no está en los genes, querido Luis, sino que se trata de un estado que requiere una gran dedicación, un laborioso trabajo, día a tras día, hasta conseguir ese grado de excelencia idiota; eso por no hablar de la necesaria colaboración de todo aquello que nos rodea. Resumiendo, que habéis confundido la idiotez con la candidez, pudiéndose dar en esta última -eso si, muy ocasionalmente- rasgos de una inteligencia digamos que innata, o “natural”.


  Descartados los sencillos, que no idiotas, solo quedaban dos candidatos sentados en la desapacible sala pintada de ese color del que, por indiferente, nadie sabría decir su nombre. Luis, visiblemente inquieto, miró fijamente a los ojos verde charca de Mónica y le preguntó: -¿Cómo coño se llega a reconocer al verdadero idiota?


  Mónica, que siempre fue una de las alumnas más inteligentes de la clase (sólo su amiga Merceditas la superaba; tan lista era esta que, cuando se hizo mayor, no quiso servir para nada, y mucho menos para nadie), se quedó un par de minutos en silencio hasta que dio con una sorprendente y brillante propuesta.


  -Ya lo tengo, Luis. Les daremos un espejo a cada uno y les diremos que se tomen su tiempo antes de contestar que ven en él.


  Al principio Luis, que sin ser idiota ni mucho menos, si que en ocasiones parecía merodear por los alrededores de dicha condición, le confesó no entender nada.


  -Déjame a mí. Luego te explico.


  -Ya estamos aquí de nuevo -dijo una sonriente Mónica con los dos espejos del lavabo en las manos.- Ahora van a coger un espejo cada uno. Quiero que se miren en él, tomándose todo el tiempo que crean necesario, y luego nos digan que es lo que han visto. Los dos candidatos se coordinaron para, al unísono, abrir un poco la boca y dejar de parpadear por unos instantes. Pasado un tiempo prudencial, Mónica dio por finalizado el ejercicio y les preguntó lo que habían visto.


  El primero en ser preguntado, digamos que el idiota perfecto, el sin fisuras -ya les anticipo que el candidato elegido- dijo rotundamente que al otro lado del espejo se veía a él. El otro, haciéndose el listillo para parecer lo más idiota posible, afirmó exactamente lo mismo, pero al decirlo un leve temblor en el párpado izquierdo lo delató. Mónica lo presionó con dureza y acabó confesando, con los ojos un poco humedecidos, que ese que le había estado observando durante diez minutos en realidad podía ser cualquiera, incluso él.


  Para los que siempre les gusta saber un poco más de lo necesario, les diré que la película fue un gran éxito de taquilla. Más de dos millones de espectadores la vieron; aunque algunos críticos, esos que casi siempre andan perfeccionando envidias y maldades, afirmaron que, sin duda alguna, la mayoría de ellos debían de estar generosamente dotados para la idiotez.





 

viernes, 5 de abril de 2024

Como juncos despellejados (Taller Bremen)

 

Image

 La noche, aunque generosa en estrellas y esquinas, se diría que arrastraba un poco los pies. Era una de esas noches que parecen cansadas de serlo; esas que transcurren como un barco abandonado y a la deriva.  Metidos en toda esa desganada oscuridad, cimbreándose los dos como juncos despellejados,  resiguiendo a trompicones calles que los sabían ignorar con una asombrosa precisión, andaban Ernesto y Federico cogidos del brazo. Una vieja amistad y un más que precario equilibrio justificaban -casi exigían- esa leve y morosa ternura.

 

 - Alejémonos, Federico, que esa farola se tambalea.


 - A mí también me ha parecido hace un rato que las cosas cabeceaban, como si nos quisieran dar la razón. Si es que en esta mierda de ciudad ya nada es lo que debería de ser, Ernesto. Ni las papeleras se limitan a ser lo que son; a la que te descuidas, ahí las tienes, dándote su opinión como si alguien se la hubiese pedido. Anda, dame otro trago de eso que tú llamas coñac y que yo todavía ignoro lo que es.


 - Pues que coño va a ser, Federico, coñac del bueno, lo que sucede es que, desde que me dijo el farmacéutico que para los huesos es un complemento cojonudo,  le suelo echar unas cucharadas de magnesio, colágeno y vitamina C.


 - No quiero inquietarte, querido Francisco…


 - Federico, si a la cogorza que te acompaña no le importa.


 - Perdona, Federico; decía que no es mi intención desilusionarte, pero de aquí a un cierto tiempo (me temo que escaso) ten por seguro que tus huesos y los míos van a compartir esperanzas, sentido del humor, e incluso forma de vestir y, para ser sincero, dudo mucho que vengan a abrazarte, agradecidos, por todo el puto colágeno que les diste. El que sí se fortalece, aunque no los huesos sino las finanzas, es Luisito, que, desde esa cueva de ladrones con forma de farmacia que regenta, parece decidido a abolir la muerte en el barrio a base de “complementos”.


 Un silencio, sólo perjudicado por el resuello que iban dejando los dos como si de caracoles asmáticos se tratase, disolvió casi inmediatamente en el olvido la acerada reflexión de Ernesto.

 

 - Estate quieto por dios -dijo de pronto Federico-, que oscilas más que un péndulo. Parece que me estén hablando tres o cuatro y en estéreo.


 - Eso es la mierda de brebaje que te has traído, que me está dando una cierta inestabilidad.


-Pues entonces devuélveme la botella, que para ser tan asqueroso lo que contiene me ha parecido ver que no le das respiro.


 - ¡Cuidado! Me cago en su árbol genealógico. Has visto a ese imbécil, por poco nos atropella. 


 - Ernesto, que estamos cruzando con ese enano luminoso en rojo.


 - Ni enano ni mierda, a ver si uno no puede charlar tranquilamente con un amigo sin que tenga que estar pendiente de todas esas lucecitas de los cojones.


 - Tranquilízate, Ernesto. Anda, tomate un trago y devuélveme de una vez la botella. Además, no se porque te pones así, si por lo que tengo entendido tú eres un mil hombres y no le temes a nada, y mucho menos a la parca, aunque esta se presente en forma de atropello quebrantahuesos.  


 Otro silencio, esta vez casi sonoro, como un do sostenido en un instrumento desafinado, les permitió a los dos acomodar un poco las ideas y, al unísono, percatarse de que se habían perdido en un trayecto que habían hecho mil veces.


 - Menos cachondeo, mi querido pusilánime -retomo de nuevo el hilo Ernesto-. Aunque tengo que admitir que, en esta ocasión y sin que ello sirva de precedente, tienes toda la razón. Anda, dime, ¿por qué motivo debería causarte espanto el dejar de saludar para siempre a tu cuñado?

¿Qué horror crees que supone prescindir eternamente de la sonrisa del innombrable José María Aznar? ¿Quién te ha metido a ti en la cabeza que es algo terrible dejar de ver a ese que, cada mañana, con esa cara de cuyo diseño los dioses deberían avergonzarse, nos mira desde el espejo sin entender en absoluto quién es y para qué coño sirve? Seguro que no has visto nunca a un vendedor de seguros dando la vara en el cementerio.  Entonces, ¿por qué todo ese desasosiego, todos esos temblores? Toma tu líquido infernal y dale un tiento, haber si se te quitan un poco tus queridas inquietudes.


 La calle se iba empinando de forma casi imperceptible. La noche también. Lo que se iban diciendo Ernesto y Federico importaba poco; lo que silenciaban entre jadeo y jadeo algo más. Los dos escenificaban, desde hacía tiempo y de forma distinta, aunque con idéntica minuciosidad, unos entremeses a medio camino de la ternura y el descalabro. Se mentían de puro cariño; se emborrachaban casi todos los viernes por la noche para darle un rodeo a la vida; para demorar, en la medida de lo posible, el encontronazo con el sinsentido. No siendo malos, procuraban evitar el fácil consuelo de la bondad.


 - Ten cuidado, Federico. Por poco pisas esa mierda de perro. Ya ves, se ufanan de haber llegado a la Luna y a pesar de ello seguimos tan guarros como sin duda lo debieron ser los medio monos de nuestros antepasados, esos que pintaban animalitos en sus cuevas para aliviar sus prehistóricos domingos.  


 - Tienes razón en eso, Ernesto. No parece que la historia de la humanidad sea algo como para estar orgullosos.


 - ¿La historia de la humanidad, dices? Ese despropósito es como la cabrona de la próstata; con el paso del tiempo se va dilatando sibilinamente con la única intención de no darnos respiro. Eso si no se viene arriba y nos liquida sin más. La verdad,  no creo que haya nada más patético que un libro de historia. Anda, dame un trago de ese matarratas con colágeno a ver si esta noche consigo escabullirme por un rato de la “historia” de la humanidad.


 - A veces no consigo entenderte, Ernesto. Has estado cuarenta años explicando historia a cientos -tal vez miles- de alumnos y ahora la comparas con tu próstata y te quedas tan ancho.


 - Mi querido inocente, adentrarse en eso que llamamos historia es el camino más rápido para lograr la más absoluta desesperación. Si, es cierto, he estado más de media vida enseñando una disciplina en la que no creo a gente que no le importaba una mierda. Ahora me duele la espalda y no recuerdo por donde se va a mi casa. A muchos no les costaría ningún esfuerzo referirse a todo ello como un fracaso rotundo, sin matices,  pero, si quieres que te diga la verdad, yo no me considero un fracasado sino más bien un genio incomprendido y contradictorio; algo parecido a un cruce de elefante y colibrí que le ha tocado vivir rodeado de amebas.


-  Sigo sin entenderte y creo que estás un poco más borracho que de costumbre. Para un momento, que tengo que mear. ¡Maldita sea! 


 ¿Qué te sucede?


 - ¡Pues que no consigo bajarme la jodida cremallera!


 - No te preocupes, Federico. Por lo que veo ya no es necesario que esa puta cremallera ceda a tus requerimientos. Lamento sinceramente el tener que comunicarte que te has meado encima. Es lo que te decía, la historia es como la próstata: hace que todo se precipite de forma absurda, dejándonos con los pantalones meados hasta las rodillas. Perdona que me ría un poco, mi querido amigo, pero es que estás hecho un cromo. Confiemos en que este airecillo te aliviara un poco antes de llegar a tu casa y tener que dar unas explicaciones que sin duda tu mujer no se va a creer.


 - !Mierda¡ Por lo menos a ti no te espera nadie y puedes llegar meado hasta los calcetines.


 - Tienes razón, Federico, alguna que otra ventaja tiene la soledad.


 El portal era oscuro. La borrachera campaba a sus anchas. Los dos ya no sabían cuantos eran ni que hacían allí. Las bolsillos se multiplicaban incesantemente y en ellos las llaves no aparecían. De pronto apareció una que quiso abrir. Ernesto y Federico se abrazaron justo en el momento que empezaba a clarear. Ernesto entró en una casa que no sabía estarse quieta. No conseguía reconocer los muebles ni los cuadros, cosa que atribuyó a la mierda de coñac de Federico. Se acostó y le pareció que alguien musitaba un: “Ya era hora”. Él, creyéndose en un sueño vulgar, sólo atinó a pronunciar un buenas noches que intentó, sin demasiado acierto, que fuera levemente culposo. Se despertó cuando en el campanario del convento de las Hermanas Clarisas daban las tres del mediodía. Desde la mesilla de noche le observaban, metidos en un marco plateado, Federico y su mujer. Se vistieron, confusos y con algún recelo, él y la resaca. Cruzó el comedor cabizbajo y le soltó a Rosario, la paciente y dulce mujer de Federico, un "buenos días, espero que hayas descansado bien". Salió a la calle. Entró en el bar de Manolo.  En la mesa de siempre le esperaba su amigo. 


 - ¿Sabes? -le dijo Federico- esta noche nadie me ha dicho nada por llegar borracho ni por haberme meado los pantalones. Y por cierto, cámbiate ese puto colchón que parece pensado para albergar el descanso de un faquir.


 Aun les dio tiempo a los dos de tomarse un par de cafés -procurando no mirarse a los ojos y demorándose en un silencio que se diría minucioso- antes de descojonarse de risa.