Desde el muelle de San Zacarías cualquiera podría pensar que la pequeña mancha negra en el horizonte era un desgarro, apenas una pequeña herida, en el azul sin ganas de serlo que, a esa hora, entristecía el mar.
En esa mota insignificante, Renato remaba absorto, tenaz, sin mirar a ningún lado en concreto -sentados frente a él, una pareja de recién casados de Teruel y un japonés lo miraban a él y a las histéricas gaviotas que los acosaban-. Nadie decía nada, pero es de esperar que a los tres les pareciera extraño que, habiendo regateado el precio de un paseo compartido, llevasen ya más de una hora en ese extraño recorrido que los alejaba de Venecia y se diría que los acercaba a ningún lugar.
No tardó el japonés en murmurar un sencillo:
-Excuse me, everything´s fine?
La pareja de felices recientes, dada su falta de malicia y esa sensación de invulnerabilidad que suelen tener los enamorados, se besaban y reían para no hacer nada distinto de lo que suelen hacer todas las parejas de Teruel -y probablemente las de Torrelodones- cuando han decidido subirse a una de esas barcas funestas y reptantes denominadas góndolas. No les parecía extraño el recorrido, más bien se sentían afortunados de haber encontrado un gondolero tan voluntarioso, aunque no cantara ni llevara puesto -dado que un manotazo de aire frío se lo había arrancado de la cabeza hacía un rato- el ridículo sombrerito con lazo.
Cuando el Campanile de la Plaza San Marcos ya parecía un palillo clavado en el horizonte, fue acudiendo sin prisas, entre los cada vez más lívidos -casi verdosos- pasajeros, primero cierto nerviosismo que, al poco rato, ya era una generosa inquietud que, antes de consolidarse, dio paso a un pánico general.
Pero si me lo permiten, y antes de que les cuente lo que, en realidad, no sé ni probablemente nadie sabrá de lo sucedido, me gustaría explicarles alguna cosa sobre Renato.
Por no contradecir la ley no escrita en que se dice que los gondoleros no pueden ser bajitos, ni mucho menos obesos -tal vez el motivo sea evitar una risible erección del artefacto naval que gestionan-, Renato era alto, enjuto y por las mañanas casi apuesto.
Por lo demás, una de sus vulgaridades -tal vez la mayor- consistía en no ser ni feliz ni desgraciado, conformándose, como tantos, con la dudosa certeza de ser algo. Llevaba más de treinta años llevando gente por los canales; sin duda miles de personas, aunque a él siempre le acompañaba una vaga sensación -algo parecido a un amago de sospecha- que había sido siempre la misma persona la que, de forma incomprensiblemente tenaz y cruel, subía una y otra vez a su góndola para hacer el mismo recorrido.
Al no tenerla, no lo había abandonado su mujer; tampoco los hijos, por idéntico motivo, habían conseguido decepcionarlo. Remaba, cortaba el pan y miraba los telenoticias, como un dios de baja intensidad; es decir, metido de lleno en un bucle sin propósito ni sentido. El motivo de todo lo que hacía no era otro que haberlo hecho siempre. Ni siquiera escribió nunca un poema para darle algo de cuerpo a la melancolía hueca -esas persistentes añoranzas de nada y para nada- que desde siempre lo acompañaba.
La mañana que cabría considerar de los hechos, Renato no hizo nada que se pudiera considerar especial ni distinto. Un capuchino -nunca lo suficientemente caliente- en el bar de Zacarías; los casi idénticos comentarios de los compañeros a los que cada vez le costaba más distinguir; la infinita gaviota molestándolo todo; el verde, siempre sucio y deslucido, de los canales; las ratas, atareadas en el asco y la sospecha, y en el embarcadero, la previsible pareja besándose y el más que previsible japonés adherido a una sonrisa, también japonesa.
-Media hora, ochenta euros; ciento cincuenta una hora, y doscientos sin regreso.
Y los tres, creyéndose agraciados con una ocurrencia graciosa de Renato, juntando los doscientos euros para subirse, entre risas y tambaleos, a ese mal presagio con forma de barca, a ese atávico cuervo con el que se puede navegar.
El cementerio de Venecia es una isla de la que sus orgullosos habitantes han perdido todo esperanza de poder zarpar. En ese lugar, desde hace siglos, se han quedado atrapados el silencio, la luz y los innumerables huesos hasta que el mar, tarde o temprano, se tome la molestia de sepultarlos de nuevo. Justo allí, a la deriva, frente al lúgubre embarcadero, encontraron la góndola de Renato.
Nada se supo de la zafiedad de los cuerpos, ni mucho menos de las razones con que, durante algún tiempo, todos intentaron explicarse lo sucedido. Más confusión que otra cosa añadieron unas palabras, escritas de cualquier modo en el reverso de un recibo de la luz clavado en la proa con un hermoso cuchillo veneciano, que, según ha trascendido del informe policial, decían lo siguiente:
-Será hoy cuando mañana yo no vuelva; ayer cuando, para ustedes, suceda lo de ahora. Nada importa y esto tampoco (por fin he conseguido que el japonés deje de sonreír; lamentablemente, no les ha dado tiempo a la pareja de Teruel de aceptar mis disculpas).



