Hace ya unos años atrás, gané un premio de microrrelatos del Metro de Panamá que en aquel entonces estaba en construcción. El premio fue un viaje a Medellín donde conocí el metro de esa ciudad y además me obsequiaron una bolsa con libros y hasta el mes pasado, luego de 11 años, leí uno de los libros que me obsequiaron: Café exasperación, parte una colección denominada Palabras Rodantes que en aquel entonces difundía la literatura colombiana en el metro de Medellín. Maravillosa iniciativa. Debías tomar el libro en ciertos sitios y, al terminar, dejarlo en otro punto de lectura para que otro pasajero lo leyera.
El autor de Café Exasperación es Jesús Botero Restrepo. Nació en 1991 y murió en 2008. Es una novela corta que va hilvanando una tétrica historia de violencia y abuso de poder en un pequeño pueblo. La ambientación sucede en lugares muy puntuales: una cantina, la calle principal del poblado, el aposento de un personaje y la finca. Pudiese ser adaptado al teatro con bastante facilidad. Es un tenso encuentro entre don Lucas, culpable del exterminio de toda una familia por su avaricia e Irene, la única sobreviviente de la masacre. La finca ha quedado maldita, don Lucas enfermo e Irene, muerta en vida. Nada se dice abiertamente, se va mostrando el desenlace de forma vedada con un lenguaje culto, extenso, que describe con elegante precisión el sufrimiento de los personajes. Lucas ha sido un falso amigo y ha provocado una tragedia. Irene ha de decidir entre tomar venganza o seguir rumiando su pena ante un pueblo que la compadece. La noche de los asesinatos es narrada con todo su horror pero sin caer en innecesarias descripciones, más bien se narran las emociones de las víctimas. ¿Logrará Irene liberarse de su pasado y construir un presente? Solo por esa respuesta, vale la pena leer Cafe Exasperación sino por disfrutar el arte narrativo de Botero.
Aquí un ejemplo:
Sentía todavía un ascenso de bascas, un nudo de asco gemía en el estómago. Y entraba osadamente, casi pudiera decirse anhelosamente a la noche que la esperaba allá, en las afueras, en la pieza estrecha y paupérrima que una lejana parienta de su padre, viuda y sola, había convenido en cederle a cambio de la casi totalidad de su salario del bar, porque a lo menos, aunque el sueño no acudiera siempre muy solícito, le era concedido tenderse con solitaria libertad desamparada en ese cuarto como un leño arrojado a la orilla del río, sin ser arrastrado ya más por la corriente siquiera por unas horas, sin navegar ya más, sin flotar ya más, ojalá fuera para siempre.




