domingo, 28 de diciembre de 2025

¿Quién mató a Palomino Molero?

 

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Ya sé que va a sonar a estupidez, pero me siento en deuda con Mario Vargas Llosa. A él, que nunca llegó a conocerme y que, de haberlo hecho, ni siquiera me recordaría, quizá la frase le provocaría una sonrisa. Pero puedo asegurar que no es petulancia, ni pose, ni aserto paradójico para llamar la atención: es puramente que me siento en deuda con él. ¿Por qué? Resulta fácil de aclarar: porque durante años (muchos años, demasiados años) he ido aplazando su lectura, diciéndome que alguna vez la emprendería, y no animándome nunca con demasiado vigor a cumplirla. Ahora bien, si se me preguntase por qué he actuado así, juro que no sabría contestar. No le “tengo manía” al peruano; no he quedado decepcionado con su lectura; no lo creo inferior a García Márquez o Cortázar. Es solamente que, por lo que sea, estoy a punto de cumplir sesenta años y apenas hay dos reseñas suyas en mi blog. Me comprometo a enmendar ese yerro durante 2026.

Para activar ese protocolo dedico un par de días a leer ¿Quién mató a Palomino Molero? Y salgo con un estupendo sabor de boca. Quizá no se trate de su obra maestra (es evidente), pero qué bien hecha está, qué sinuosidad de diálogos más bien llevados, qué construcción novelesca más sólida y convincente, qué espléndida combinación de tragedia y humor, de sencillez y de profundidad. Recordemos su arranque: Lituma, un guardia que está destinado en el puesto de Talara, es avisado por un pastor sobre el descubrimiento de un cadáver. Pero no se trata de un crimen sin más: alguien se ha ensañado brutalmente con el pobre chico, no solamente ahorcándolo, sino también quemándolo con cigarrillos, ensartándole un palo por el recto y tratando de seccionar sus genitales. La escena es tan agria que resulta imposible asistir a la misma sin sentir el vómito acercándose a los labios. ¿Quién se ha mostrado tan sañudo con el pobre Palomino Molero, un chico de la zona que, además de cantar boleros y ser querido por todo el mundo, estaba destinado en la base aérea? Ese será el interrogante al que Lituma y su superior, el teniente Silva, deberán encontrar respuesta durante las próximas semanas.

Para esclarecer los hechos, tendrán que interrogar a algunas personas de la citada base militar (el coronel Mindreau y su hija Alicia, el teniente Dufó) y enfrentarse a las habladurías de todo el pueblo, que oscilan entre la indignación y los rumores. Qué asombroso el personaje del teniente Silva (perspicaz y meticuloso en las investigaciones, pero ridículo en su cortejo sexual desaforado alrededor de doña Adriana); qué densos los perfiles psicológicos de los Mindreau (cada lector tendrá que decidir a cuál de los dos, padre o hija, cree); y, sobre todo, qué sensación de relato, clásico, solvente y cautivador. Como mandan los cánones. Como a mí me gusta. Me quito el cráneo.

sábado, 27 de diciembre de 2025

Los silencios del Dr. Murke

 

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Disfruto en este final de diciembre del volumen de relatos Los silencios del Dr. Murke, de Heinrich Böll, gracias a la traducción de Carmen Ituarte. Y me deja un buen sabor de boca (¿se podrá decir eso de un libro?), sobre todo en los tres primeros, que están aromados con un delicado sentido del humor. Se trata de “Los silencios del Dr. Murke” (donde conozco a un culto y solitario pensador, que trabaja en la radio y que tiene como afición la de guardar recortes magnetofónicos en los que se registran silencios), “No sólo en Navidad” (que me ha sorprendido con la delirante historia de la tía Milla, que enloquece cuando se retira del salón el abeto navideño y a la que toda la familia, piadosa y afectuosamente, decide engañar durante días, semanas, meses y por fin años haciéndole creer que todos los días es Nochebuena) y “Algo va a pasar” (con ese empleado que, refractario a toda forma de trabajo, encuentra en una funeraria el destino idóneo para su labor profesional).

Después, para completar el tomo, Böll incluye dos relatos más (“Diario en la capital” y “El destructor”), que tratan temas más agrios y más ríspidos (el retorno del nazismo, bajo disfraz democrático, en el primer caso; los desequilibrios mentales de un hombre obsesionado con el papel de envolver y con los folletos publicitarios, en el segundo). Creo que estas dos historias, al perder la especia del humor, resultan menos atractivas. O, al menos, así me ha parecido a mí.

Es la tercera vez que incluyo un libro de Heinrich Böll en este Librario íntimo; y me parece que no será la última.

viernes, 26 de diciembre de 2025

El décimo hombre

 

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Treinta prisioneros franceses se hacinan en una celda, como rehenes de los nazis. Y un anochecer se les comunica una terrible noticia: tres serán fusilados al alba. Ellos mismos deben elegir quiénes formarán ese trío. El azar determina que uno de los desafortunados sea Jean-Louis Chavel, un rico abogado cuya cobardía lo lleva a pronunciar una frase tentadora y terrible: está dispuesto a donar todos sus bienes (dinero, propiedades) a quien acepte morir en su lugar. El joven al que llaman Janvier (y que realmente se llama Michel) acepta, para que su hermana y su madre abandonen la pobreza. Y el trueque se rubrica mediante la redacción de un contrato rudimentario y la firma de un testamento.

Así arranca la propuesta novelística que Graham Greene nos coloca ante los ojos con el título de El décimo hombre, que leo en la traducción de Jaime Zulaika. Ese inicio cenagoso y perturbador adoptará otros ropajes cuando Chavel (que ahora ha conmutado su apellido por el de Charlot) retorne a sus posesiones de St. Jean de Brinac. ¿Lo mueve el afán de recuperación? No exactamente. Más bien se trata de una maniobra lánguida, que le permita observar de cerca su antiguo hogar, que ha permanecido más de dos siglos en manos de su familia y que ahora pertenece a las Mangeot (la madre y la hermana de Michel). Thérèse, que todavía es muy joven y que odia profundamente a Chavel por el trato indigno que sugirió a su hermano, ofrece a Charlot un puesto como sirviente en la casa. Y él lo acepta, quizá porque necesita sentirse de nuevo protegido entre sus paredes de infancia; quizá porque aspira a hacerse perdonar; quizá porque servir como criado en la casa que fue suya pueda ser considerado una forma de expiación.

Durante unas semanas, todo se mantiene en ese delicado equilibrio, hasta que unos nudillos golpean la puerta en medio de la noche y el intruso que reclama su apertura diga llamarse Jean-Louis Chavel.

Gran reflexión sobre las decisiones equivocadas, sobre la culpa, sobre el rencor y sobre la ceguera voluntaria, que Greene nos sirve en forma novelística, rematada con una secuencia prodigiosa: cuando el protagonista, moribundo, está firmando su último papel, escribe “Jean-Louis Ch…” y ahí se detiene. Quizá porque ya ni siquiera sabe cuál es su nombre real. Quizá porque ya ni siquiera sabe quién es.

miércoles, 24 de diciembre de 2025

El único animal

 

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Leer las páginas de Chelo Sierra produce una sensación parecida a contemplar el fluir elegante y lleno de susurros de un riachuelo (si la broma me fuera disculpada, hablaría de un riaChelo): todo parece tan sencillo, tan natural, tan hermoso, que no concebimos que pueda ser de otra manera; y llegamos a perder la noción del tiempo, enfrascados en el éxtasis de su historia. Ignoro si la consecución de ese estilo ha comportado para la escritora madrileña un trabajo ímprobo o si ha brotado de forma espontánea. Tampoco se lo quiero preguntar, porque valoro mucho el secreto de cada artista. Pero desde el lado de acá, desde el lado de quien desliza sus ojos por las líneas, la absorción es absoluta, y eso es lo que finalmente cuenta.

Quien decida comprobarlo adentrándose en las páginas de El único animal se encontrará con la intemperancia de unos huéspedes exigentes, que conduce a los dueños de un hotel a tomar decisiones (“El ruido de los pájaros al caer”); con la performance animalista de dos jóvenes que trabajan en una multinacional (“Crema antiarrugas”); con el triste espectáculo de un negocio decadente, relacionado con el mundo de los caballos (“Rezar por rezar”); con la intimidante construcción que se está erigiendo en una zona céntrica de la ciudad (“El proyecto Elisabeth”); con la oleada (o el oleaje) de peces muertos que aparecen, por miles, en una playa turística (“Demasiadas veces”); con la atinada mezcla de humor y ecología que traspasa un relato sorprendente (“Kamikazes”); con los meticulosos preparativos que urde un anciano que vive solo ante la visita semanal de su hija (“Verticales 3”); con los inconvenientes que suponen para los dueños de un perro sus días de descanso en un hotel, resueltos en amargura final (“Pet friendly”); o con un magnífico cuento inverso, donde se reflexiona sobre los misterios (o las miasmas) del arte y del espíritu humano (“Rebobinando a Hirst (versión libre)”).

Hay más, por supuesto. Mucho más. Muchísimo más. El talento sólido e incuestionable de Chelo Sierra se extiende por los canales venecianos de la ironía, de la hondura psicológica o de la reflexión existencial; y lo hace con una fermosa cobertura literaria de primera magnitud. Léanla, por Dios santo y bendito. Y se harán, como yo, cofrades de su prosa.

lunes, 22 de diciembre de 2025

Los niños de la guerra

 

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Fue como un imán. Vi este libro en la estantería de la biblioteca, leí el título de la obra y me dije: “Sí”. Añadamos que el apellido Pàmies también ayudó: he buceado con gran placer en varios libros de su hijo y sentí curiosidad por comprobar si la madre me resultaba igual de convincente. Los niños de la guerra. Imposible evitar un escalofrío. Las criaturas que, durante el atroz período comprendido entre 1936 y 1939, fueron víctimas del horror, de la manipulación, del traslado, de la barbarie. Leo en la contundente y conmovedora primera página: “Aquellos niños no pudieron ser neutrales. No les dejaron ser neutrales”. Es verdad. Nadie les consultó si querían participar en aquella ceremonia de crímenes, bombardeos, hambrunas, fríos legendarios, exilios forzosos, madres escuálidas, padres movilizados, paredones, gritos nocturnos y fosas comunes. “¿Qué huella pueden dejar en la mente de un niño escenas tan apocalípticas? ¡Cuántos desequilibrios psíquicos ocasionó la guerra en miles de criaturas!”, anota con temblor Teresa Pàmies en la página 40.

Utilizando revistas de la época, documentos de centros escolares, testimonios de los supervivientes y folletos editados en los dos bandos, la investigadora dibuja un panorama devastador, melancólico y triste, en el que seguían difundiéndose mensajes publicitarios (se habla con amargura en la página 101 del biberón Rillo “que, al parecer, era mágico. El único inconveniente que tenía el fabuloso frasco era que había que llenarlo de leche”); en el que los niños jugaban a fusilar a sus compañeros (“Aquello no era jugar. Aquellos no eran niños, sino fieras”, p.90); en que participaban “en la nada infantil tarea de sacar muertos de entre los escombros” (p.93); y en el que los niños, dependiendo de la publicación, eran empujados a considerarse unos defensores de los valores patrios o unos aguerridos luchadores antifascistas, con unos mecanismos manipuladores tan toscos y tan viles que solamente les puedo sugerir que, si se animan a leer la obra, se preparen un buen antiácido y un pañuelo. Los van a necesitar.

Como curiosidad próxima, descubro que en Murcia existía un campamento infantil bautizado con el nombre del general húngaro Lukasc, muerto en el frente de Aragón (se indica en la página 79).

Resumen terrible (y maravillosamente escrito) de una época infame, Los niños de la guerra se sigue leyendo con escalofrío y con infinita amargura. Porque fueron miles y miles los “locos bajitos”, como diría Serrat, que sufrieron el aguijonazo de unos alfileres de vudú que les clavaron los “sensatos adultos”. Que no se repita.

domingo, 21 de diciembre de 2025

Mi planta de naranja lima

 

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Hay libros (pocos, muy pocos) que, una vez leídos, me dejan con un escalofrío bajando por mi espalda y con la humedad subrayando mis ojos. Pero me adelanto a aclarar que no se trata de folletines lacrimógenos, sino de obras muy bien escritas, de honda humanidad, sin asomo de gazmoñería o de burdas concesiones a la lagrimita fácil. He vuelto a experimentar esa sensación, después de varios años, con Mi planta de naranja lima, de José Mauro de Vasconcelos, que he podido leer gracias a la traducción de Carlos Manzano para Libros del Asteroide. En esta novela se nos cuenta la historia de un niño muy pobre y muy cabra loca, Zezé, que no deja de realizar travesuras por todo su barrio porque, según nos dice, se encuentra bajo la influencia del Niño Diablo. Eso no impide que sea un chico tierno, dulce y cariñoso, que soporta con paciencia los golpes que le propinan todos (el padre, porque se encuentra sin empleo; sus hermanos, por considerarlo un rabo de lagartija; los vecinos, para ver si lo enderezan). Huérfano de afecto, el pequeño Zezé dispone solamente de tres asideros emocionales: su maestra, doña Cecília Paim, que lo juzga un espíritu noble; el portugués Manuel Valadares, que tiene el coche más bonito del pueblo y que se convierte en su mejor amigo; y su pequeño arbolito de naranja lima, con el que habla cuando están a solas.

El niño, que de mayor sueña con ser “poeta y sabio” (p.33), protagoniza algunas escenas conmovedoras: cuando lleva a su hermanito Luís a una entrega de regalos caritativos navideños, pero al llegar descubren que el reparto ha terminado (“¿Por qué no me quiere el Niño Jesús?”, p.48); cuando, avergonzado por haber dicho en voz alta que es muy triste tener un padre pobre, sale a limpiar zapatos para comprarle cigarrillos; o cuando roba todos los días una flor para regalársela a la profesora y que su jarrón de clase luzca más hermoso. Son tres momentos que entresaco del amplio ramillete que ofrece el libro.

Y, por favor, no me pidan que les cuente más. Sería un sacrilegio arrebatarles la alegría de descubrir esta novela por sí mismos. Les aseguro que puede resultar una de las experiencias más bellas y conmovedoras que hayan sentido en los últimos años.

sábado, 20 de diciembre de 2025

Madrid, noche de tres años

 

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En apenas dos tardes (es un libro que se lee con fluidez) me termino la novela Madrid, noche de tres años, de Antonio Cano Gómez, que intenta arrojar luz sobre un episodio oscuro acaecido durante la guerra civil de 1936, protagonizado por un obrero, Ramón Goenaga, del que se pierde la pista en unos días confusos. Nadie sabe, aparentemente, qué ocurrió con él. Nadie sabe dónde puede hallarse, muerto o con vida. Y el proceso de búsqueda y reconstrucción, emprendido muchos años después, arroja tantas luces parciales como impenetrables sombras. Muy probablemente, porque resulta tarea imposible esclarecer lo que aconteció durante el fragor de aquellos años sangrientos, en los que todas las venganzas fueron terribles y en los que todo el rencor se derramó sin freno.

Luchando para mantenerse en una posición neutral, Antonio Cano Gómez nos invita a que avancemos por su territorio narrativo y a que reflexionemos sobre un asunto inquietante: ¿cuántos matices tiene el mal? ¿Cuántos ostenta el bien? Y lo que resulta aún más cenagoso: ¿hasta qué punto una guerra mezcla y salpica entre sí esos ámbitos? No podemos calcular cuántos misterios dejó a sus espaldas (en cunetas o en callejones oscuros, en prostíbulos o en salones nobiliarios) la maldita guerra civil de 1936, pero sí que podemos acercarnos a muchas historias que analizan ese ámbito, porque aquella “longa noite de pedra” (así la bautizó Celso Emilio Ferreiro) ha generado cataratas de tinta. Gracias a Antonio Cano Gómez y a la editorial MurciaLibro tenemos la posibilidad de conocer una más.