Estos relatos son los primeros de una serie ambientada en el mundo de Amoph-Saram, que próximamente se ampliará con una serie de módulos, descripciones del mundo y sus habitantes y sus maravillas.
Amoph-Saran es un mundo ambientado en el antiguo Egipto, un lugar donde faraones milenarios reinan supremos sobre todas las cosas, mientras que los muertos rigen los destinos del inframundo. Las momias se alzan cada noche, ocultándose de los rayos del sol que abrasa las tierras de Amoph, mientras os hombres se esfuerzan por sobrevivir a los innumerables peligros de esta tierra.
Adelante, disfruta de las arenosas tierras de Amoph, de sus secretos guardados entre las dunas, y de los prodigios rescatados de ciudades olvidadas por el tiempo, mientras que los relojes de arena miden en silencio el paso de los siglos, y todo permanece.
Sangre en los Ríos.
Aximophis bebió del odre en el que guardaba la preciada agua, el Vitrial, como llamaban al líquido de la vida en su lengua nativa.
Tras él, Serendiphare descansaba sus pies cansados sumergiendo sus dedos en el estanque del oasis. Habían tenido suerte de llegar al Oasis de Amat antes de la salida del sol, ahora podrían descansar para continuar la marcha por la noche. Habían perdido a sus caballos hacía días, y habían tenido que continuar su huída a pie.
– Axim, amor mío – ¿crees que llegaremos a nuestro destino antes de que él nos alcance? – preguntó su compañera, y su amor.
– Claro que sí, Serendi – sólo quedan unas horas de viaje, mañana por la mañana llegaremos allí. Y nos libraremos para siempre de él – respondió mirando los hermosos ojos almendrados de su amante.
– Dicen que en la provincia de Huam no tiene ningún poder. – La boca de ella arrastraba las palabras, cansada como estaba hasta el agotamiento.
– Duerme, a pesar de quién es su poder no es absoluto, lograremos escapar a su maldad.
Serendi se tumbó cerca de Aximophis, apoyando su cabeza contra su pecho, a la sombra de una palmera que les guarecería de lo peor de los rayos del sol que en ese momento salía por el Este. El carro del Dios Sol subiría una vez más por entre las capas del cielo azul, llevando la luz a la oscuridad, pero como todos los habitantes de Amoph sabían, a la luz la acompañaban la muerte y la sequía tanto como a la oscuridad el mal y el terror.
En todo Amoph no había un momento de descanso para sus habitantes, siempre en peligro de muerte, o peor de perder las almas eternas que viajaban tras la muerte a las tierras de los dioses, donde los muertos recibían la recompensa por los pesares de la vida.
Asim se fijó en su adormecida compañera. Su cuerpo, cubierto por un escaso ropaje desgastado por las arenas y el tiempo dejaba ver su hermosa figura, esa misma silueta que Axim había tenido otras veces la oportunidad de acariciar y saborear.
Recordaba, ahora que la luz del sol había callado los sonidos de los animales nocturnos, los momentos de felicidad vividos en la corte del Faraón Maxidonis, cuando ella era la esclava de una doncella de la corte, y él un simple guardia de palacio, encargado de velar por los niños del Faraón.
Allí se conocieron, un día que ella se acercó para solicitar un paño con el que secar las lágrimas de la niña que estaba a su cargo. Esa misma noche se vieron en los jardines de palacio, y durante años se habían encontrado una vez cada luna prometiéndose mutuamente la libertad de amarse.
Axim volvió a fijarse en ella, – ¡es tan hermosa! – pensó, que si no estuviésemos tan cansados nada impediría que la hiciese el amor bajo el frescor de este oasis.
El sueño poco a poco invadió a ambos, y allí, cobijados el uno en el otro, el día transcurrió en calma. Al atardecer, ambos despertaron hambrientos. Cogieron las escasas raciones que les quedaban y las devoraron ávidamente.
El aire cálido del desierto empezaba a abandonar el oasis, lo que indicaba que pronto el Sol se pondría, mientras que la luna roja se alzaría precediendo a su hermana plateada. Las dos diosas de la Noche, Dasis e Istis.
– Prepárate, amor mío, – le dijo a Serendi – debemos partir en breve. Recogeré agua y saldremos ya. Cuanto antes lleguemos a Huam más posibilidades tenemos que escapar.
Axim se acercó al lago natural que había dado vida a ese vergel en el desierto. Al inclinarse sobre el Vitrial pudo oír como el viento cambiaba de dirección, en lugar de soplar hacia el sur, como era natural en esa época, soplaba ahora, de improviso, en dirección al Oeste.
El agua que recogía con el odre comenzó a volverse más oscura, rojiza, y en segundos adquirió en color de la sangre. Axim sabía que eso significaba que su perseguidor les había encontrado.
– ¡Axim, mira! – le conminó la voz desesperada de Serendi mientras señalaba hacia el Este, encima de una duna que se recortaba contra el horizonte.
Los ojos de él, tardaron en acostumbrarse a la escasa luz que el horizonte tenía en aquel punto, pero a la luz de las dos diosas pudo ver la figura de un hombre que caminaba solitario hacia el oasis, con paso lento pero seguro.
– ¡Corre, Serendi!, debemos partir.
Sin mediar más palabras ambos salieron a toda prisa del oasis, dejando tras ellos el último punto de vida que había hasta su destino. Ahora todo iba a ser travesía en el desierto. Una travesía corta, esperaban.
Durante horas, la pareja apresuró el paso, mientras que en su camino las dunas cedían bajo sus pies, los torbellinos de arena les cagaban y las arenas destrozaban sus ya raídos mocasines.
Cada vez que Aximophis volvía la vista atrás veía, a lo lejos, la solitaria figura de su perseguidor.
– Está acortando camino, amor mío, – le dijo ella – y pronto estará cerca para maldecir nuestro destino.
Axim asió la espada que llevaba en el cinto, aun a sabiendas de que era inútil contra el poder de la criatura, y apretó el paso, llevando a su amada cogida de la mano.
Las dunas se sucedían en la noche con suma rapidez, mientras los vientos las arrastraban una a una desfilando tras de ellos, y las dos diosas estaban ya a mitad del camino en su recorrido nocturno.
Axim miró una vez más atrás, y no vio a su perseguidor, debía estar en el valle entre dos dunas, lo cual significaba que estaba muy cerca. De improvisó, sintió como Serendi perdía pie y ambos eran arrastrados, acunados por la arena, a uno de los muchos valles que el desierto guardaba en su interior. Había caído de las crestas de las dunas cuesta abajo, y ahora perderían más tiempo en salir de allí.
– ¡Deteneos! – ordenó una cavernosa voz desde lo alto de la arena.
Los amantes se dieron la vuelta para contemplar a su temido perseguidor. Al mirar hacia arriba, pudieron ver, recortada contra la luna roja, Dasis, la figura delgada y mortecina de él. Iba vestido con una raída túnica mortuoria convertida en harapos. Su cráneo, medio envuelto en telas grises, dejaba ver sus demacrador y cadavéricos rasgos, mientras todo el valle se llenó con un silencioso temor que sólo podía inspirar una momia.
Axim sacó la espada, dispuesto, como tantos otros, a luchar contra lo imposible por su amor.
– Padre, – dijo la mujer que contemplaba a su progenitor a su lado – déjanos ser libres. Déjanos vivir como nuestro amor nos indique.
– ¿Vivir?, – la ronca voz, similar a dos huesos raspándose se mofó de la petición – mírame, mira lo que soy, ahora sólo vivo… ¡no!, existo…, para la venganza. Sufriréis mil veces lo que yo y nuestros antepasados hemos sufrido por tu culpa, ¡hija mía! – escupió las palabras más que las pronunció.
Diciendo esto, levantó los brazos, y los escasos sonidos de la noche se silenciaron ante un creciente rumor procedente del viento y la arena. De inmediato, todo el valle fue cubierto por una tormenta de arena, y los amantes dejaron de ver a su perseguidor.
Aferrando la mano de Serendi, Axim corrió hacia donde creía que estaba el Oeste, intentando encontrar una salida de la mortal trampa. El viento, de una ráfaga furiosa, le arrebató la espada de las manos, la cual se perdió para siempre como tantos otros tesoros en el desierto.
Durante angustiosos minutos, la arena penetró en sus pulmones, impidiéndoles respirar, cegándoles y quemando su piel con la furia de la venganza. Ambos estaba seguros de perecer, pero de improviso, la tormenta amainó, y ante ellos, se mostró una pared de roca semioculta en las arenas, un muro de rocas talladas.
La roca negra que formaba el irregular muro parecía haber sido desenterrada por la tormenta, y en su centro, una colosal puerta abierta parecía ofrecerles la única salida ante su perseguidor.
Sin decir nada, ambos, mujer y hombre, se introdujeron entre las dos figuras talladas de obsidiana que representaban a los dioses de la muerte, Annubis y Makelerem.
Tras ellos, las negras puertas se cerraron con un crujido, y el portazo hueco retumbó en los oscuros salones del interior de la ciudad oculta bajo la arena.
– ¿Qué es esto, Axim? – preguntó Serendi.
El golpe en la puerta no le dejó contestar. Su perseguidor, que no cejaría de acosarles ni en la muerte, estaba intentando penetrar en el interior de los muros, aunque para ello tuviese que echar abajo las dobles puertas negras. Otro colosal golpe retumbó en el pasillo, extendiendo sus ecos hacia el interior de la ciudadela, recorriendo los pasillos interiores, y adentrándose en los secretos de ésta, precediendo el camino que los amantes deberían recorrer.
– Vamos, no debemos quedarnos aquí, – dijo él agarrándola de la mano suavemente, – no sabemos si podrá entrar.
Dicho esto, se apresuraron a encender una de las antorchas funerarias que pendían de la pared de rocas, y con una sensación de creciente temor penetraron en lugares que hacía miles de años que no había hollado nadie.
El pasillo principal, iluminado tras tanto tiempo por la luz de la antorcha, presentaba en las paredes de arenisca negra geroglifos y pinturas de una antigüedad que ninguno de los dos sabía determinar. Esculturas y pinturas cuneiformes se sucedían en los pasillos cubiertos de polvo y arena, donde no se veía ni la pisada de una rata.
Los dibujos mostraban, en todo su esplendor, una arcaica civilización en la que sacerdotes investidos en negros ropajes sacrificaban víctimas humanas o semihumanas a los dioses. Axim no pudo reconocer a ninguna divinidad de entre las representadas en el panteón divino, por lo que debía de tratarse de uno de los Panteones Perdidos, y la ciudad debía ser antigua, muy antigua. Más tal vez que cualquiera de las naciones que él conocía de sus viajes como soldado.
De repente, mientras se encontraban maravillados observando cómo los murales se desplegaban a su paso, una luz, proveniente del fondo del pasillo les sobresaltó.
Al mismo, tiempo, las puertas de entrada, resonaron con un gran fragor al caer sobre el suelo de piedra, dejando paso libre a su perseguidor.
– ¡Ya ha entrado!, Axim.
– Vamos, debemos encontrar una salida, no debemos entretenernos ahora.
Impulsados por su miedo, los amantes corrieron hacia el fondo del pasillo, y no esperaban lo que encontraron. En un enorme salón, más grande que un pequeño poblado de adobe, una inmensa mesa redonda estaba cubierta por una maqueta en miniatura. La arena, que representaba el desierto, cubría la mayor parte del suelo, pero aquí y allí, docenas de poblados salpicaban el desierto, mientras que media docena de grandes ciudades mostraban orgullosas sus monumentos.
Axim pudo reconocer el Gran Río Sagrado, El Dalio, el río que bañaba los reinos que formaban su hogar, y que desembocaba en el mar interior, el único océano que bañaba las tierras de Amoph. En su interior, pudieron ver las maravillosas islas de Creta, Troya, Asumet, y los paraísos perdidos, las islas cuyas civilizaciones aisladas son leyenda entre los pueblos del desierto.
Más al norte, el gran desierto continúa su dominio, hasta llegar casi al extremo norte del mundo, donde, dice, un pueblo orgulloso erige pirámides de hielo en honor a sus muertos, y donde los peligros del desierto de arena se convierten en maldiciones heladas.
– Un mundo grande ¿verdad?, hija mía. – Les sobresaltó la voz del muerto con vida a sus espaldas. – Las maravillas que Amoph muestra a sus hijos son incontables, pero también los peligros. – La furia que traspiraban sus palabras les llegaba en oleadas a medida que la delgada cosa avanzaba hacia ellos. – Pero lo que nadie puede imaginar es que la causa de su perdición vaya a ser su querida hija.
– No padre, yo sólo amaba a Axim. – Las lágrimas de angustia afloraron después de tanto tiempo en los hermosos ojos de Serendi. – Tú me vendiste como esclava a la corte, y durante años serví para que tú vivieses con madre sin priocupaiones. Pero yo tengo derecho a mi vida.
– ¿Tu vida?, tu vida la entregamos para poder salir del agujero al que nuestra clase nos obligaba. Tu traición, nos arrojó a tu madre y a mí a los suburbios de Asimt, la Gran Ciudad. Pero lo peor estaba por llegar, ¿verdad?. Tenías que matar a uno de los soldados favoritos de Faraón, al amante de su mujer. – La momia dejó ver, ahora que estaba cerca, el odio en sus ojos sin globos oculares. – Por tus pecados, fui condenado al Jilga, el rito de momificación en vida, y por tu culpa jamás viajaré al reino de la Muerte donde recibiría mi recompensa por los sacrificios del mundo. Por ello estoy aquí, para que mi odio y desprecio tomen la forma de la venganza, en ti y tu amante.
Diciendo esto, la Momia que fue el padre de Serendi, se arrojó contra sus “hijos”. En silencio, aferró a Axim por el cuello, – primero, sufrirás la muerte de tu amado, después, moriás tú, y ambos, por mi maldición, quedaréis como fantasmas en pena en esta ciudad perdida, buscándoos para siempre entre los pasillos de roca.
La fuerza de la momia era inmensa, o debía serla. Sorprendidos ambos, Axim y la criatura, vieron como el abrazo mortal que debía hacerle partido el cuello al humano no conseguía más que amoratar las venas de su cuello.
El rostro de Axim se contrajo por la presión, pero en ningún momento llegó a ceder. Los ojos de la Criatura estaba desconcertados, había esperado meses este momento, el día en que podría ejecutar su venganza contra los causantes de su maldición, oír sus cuello romperse bajo su poder de ultratumba, pero no sentía las nécridas energías que le proporcionaba su nuevo estado.
Serendi, recogió la antorcha del suelo, la cual iluminaba sólo el extremo sur de la habitación, tapando su luz con la gran mesa central, y golpeó a su padre con ella. En segundos las llamas recorrieron su cuerpo, lamiendo sus tejidos, como si el mismo inframundo reclamase lo que le era negado.
Al poco tiempo, ambos amantes dejaban, aún sin saber lo que había pasado, la habitación en la que los rescoldos de ceniza que una vez estuvieron animados se iban apagando.
Mientras ambos amantes salían de la ciudad perdida, las llamas fueron dejando una vez más paso a la oscuridad, y lo último que se pudo contemplar, fue, grabado en el techo de la cámara, el monstruoso rostro de un dios olvidado, un dios de furia y venganza, un dios que no admitía ninguna intrusión de otro poder en sus dominios perdidos en el tiempo.
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Guerra Bajo el Sol. Primera Parte.
El Dios sol brillaba en lo alto, mientras los hombres se apiñaban en los barcos que enfocaban sus proas al sur.
Atisos, el general al mando del centenar de hombres venidos, para la guerra, de la ciudad estado de Luisis, miraba hacia el horizonte frunciendo el ceño, sabedor de que los próximos meses, incluso años iban a ser muy duros, y que pocos de sus jóvenes soldados regresarían a su hogar, y los que lo hiciesen, habrían dejado la juventud, y la inocencia, en las rocosas playas que protegían la ciudad enemiga.
– Viento del norte – gritó el capitán de la embarcación, una nave negra, capaz de llevar cincuenta hombres a su destino, de casco bajo, pues el mar interior rara vez requería más borda que la que tenían.
Atisos sabía que esa señal era buena y mala noticia al mismo tiempo. Sabía, que los vientos del norte les empujarían con ímpetu hacia su destino, que aguardaba expectante la llegada de la flota negra. Pero también sabía que los vientos traerían algo mucho más raro en Amoph que una guerra, la lluvia.
Pocas veces a lo largo de una vida un hombre de Amoph contemplaba la lluvia, y cuando ésta llegaba, lo hacía con una mezcla de temor sobrenatural y veneración divina.
Con calma, como precediendo a la tormenta, el mar estaba calmado, más quizás de lo que Atisos había contemplado nunca en sus innumerables viajes por el mar interior, a bordo de su nave, El Darlanis.
– Arjulo, – gritó al contramaestre de piel oscura, – prepara las velas de refuerzo, creo que cuando pase el temporal las necesitaremos.
Ante la mención de la palabra temida, los hombres parecieron darse cuenta de cual era su papel en ese drama. Lo que antes eran burlas, risas y fanfarronadas, se tornaron ahora en una siniestra calma, y un silencio mortal invadió la cubierta del barco.
Atisos miró al este, donde el grueso de la flota navegaba a buen ritmo, impulsada por los mismos vientos que habían logrado callar a los más valientes de los hombres. Cientos de barcos, embarcaciones de cascos negros, erizados con los metales negros y azulados de las lanzas, y decorados con pinturas que narraban el poder y la fiereza de sus marineros, se encaminaban hacia el sur, para invadir la patria del ladrón de la sagrada Esvaal, la Espada Negra del Rey Mires.
Atisos, como la mayoría de los generales que componían el estado mayor del Príncipe Mailisis, heredero del Rey, y gobernante de la ciudad estado más importante del Norte del Mar Interior, sabía que el robo de la espada era sólo el último clavo en el ataúd que había enterrado las relaciones entre la ciudades costeras y la isla a la que se dirigían.
Ambos reinos estaban enfrentados por los islotes que se extendían en el calmado mar a lo largo y ancho de la costa, allí donde crecía el vino dulce, y el trigo era más abundante que en cualquier lugar del mundo. Donde las mujeres corrían libres y desnudas por las playas, dando la bienvenida al hombre que las lograse dominar.
Pero para los hombres, el robo de Esvaal era motivo suficiente para embarcarse en la guerra, dejando tierras y haciendas al cargo de las mujeres y los hijos menores, mientras los ancianos miraban al horizonte ansiando y añorando lo tiempos en los que eran ellos los que partían hacia la gloria, y sabedores de que lo que les esperaba a los jóvenes era más de los que éstos podían imaginar.
– General Atisos, – dijo una joven voz a sus espaldas – el viento empieza a arreciar. – Como si el mar hubiese oído las palabras de Artesas, el más joven y valiente de los hombres que le acompañaban, una ola restalló contra el casco del navío, lanzando una miríada de gotas perladas de agua salada contra ambos hombres.
– Lo sé, noble Artesas, pero ésta es sólo una de las muchas pruebas que nos esperan, y los meses que tenemos por delante serán mucho más duros de lo que cualquier tormenta pueda arrojarnos. Los hombres deben acostumbrarse al temor.
– General, los hombres no le temen a nada en este mundo, pero sí a los dioses, y piensan que alguno de ellos pueda estar enfadado por nuestra osadía de atacar la isla de los elegidos, allí donde se dice que los dioses engendraron a los hombres. Y creen que puedan enviar a sus heraldos contra nosotros.
Quien así hablaba era Ipnoulos, el más anciano de los guerreros, pero tan diestro, que se había ganado un puesto en el barco expulsando a docenas de aspirantes más jóvenes.
– ¡Ni los mismos dioses impedirán que recuperemos a Esvaal, y que castiguemos a esos malditos ladrones!.
– Tranquilo, Minisis, de donde tú vienes ni siquiera se ha oído hablar de nuestras ciudades, no vayas a ser más injuriado que el insultado.
– Tienes razón Atisos, pero debes reconocer que entrar en el palacio de mi señor, y robar Esvaal delante de las narices de la Guardia del Sur, es una afrenta que no debe quedar sin castigo.
– ¿Quieres recuperar a Esvaal, o sólo tu orgullo herido? – dijo Artesas, prudente entre los prudentes.
Minisis, nacido en el Gran Reino de Tis, nacido a orillas del río sagrado, el Dalio, volvió la espalada enfurecido, más consigo mismo que con sus compañeros.
Las risas volvieron de nuevo a la cubierta, mas pronto fueron acalladas por un trueno que rugió en lo alto. La primera gota de agua calló sobre el rostro de Atisos, y todos los hombres, embutidos en sus armaduras negras, miraron hacia arriba, mientras el sagrado vitrial caía sobre ellos lavando sus almas.
Los vientos se volvieron cada vez más fuertes, y el barco comenzó a dar bandazos, agitado por las olas. Pero ninguno de los hombres dijo nada, son valientes incluso ante lo que no pueden combatir – pensó su general.
Los cielos grises eran ahora como el ceño fruncido de los dioses, y durante horas, el temporal arrojó los espíritus de los hombres al fondo del mar, sólo para volverlos a elevar con algún rayo de sol que se colaba entre los escasos claros.
– ¡Tierra, general!, – dijo el contramaestre.
– Soldados, hemos llegado, en pocas horas tesaremos en nuestro destino. – el temporal parecía remitir, pero el viento aún rugía, y los cielos seguían grises y furioso. Sin embargo, ninguno de ellos reconocería que en esas horas tuvo miedo, tal vez porque en esa época el miedo no existiese.
Todos los hombres respiraban aliviados, por haber sobrevivido a la tormenta en alta mar. Las leyendas contaban de barcos hundidos con cientos de hombres, de los cuales ninguno se salvó. Tenían suerte de estar vivos.
Atisos contó los barcos que componían la flota, con consternación, puedo contemplar que casi un tercio de los navíos que la componían al principio se habían hundido, dejando los cuerpos de los valientes bajo las agua, allí donde nunca nadie volvería a molestar sus sueños, salvo los mismos dioses y las sirenas.
De improviso, las aguas delante de ellos se rompieron, y de sus entrañas surgió una criatura monstruosa, semejante a un gigantesco insecto acuático, con dos enormes pinzas y unas poderosas mandíbulas que parecían capaces de destrozar el casco de la nave.
– Los dioses están en nuestra contra – murmuró alguien aferrando su lanza.
La enorme bestia apoyó una de sus patas en cubierta, intentando encaramarse al barco donde la esperaban los pequeños hombres que pronto serían su alimento. Sin embargo, ante la mirada paralizada de todos, un rayo de metal cruzó la cubierta de la nave, y partiendo desde popa, impactó en la cabeza de la criatura. Durante unos segundos, ésta miró perpleja a los pequeños seres que tenía ante ella, y después se derrumbó sobre las aguas, levantando una enorme ola que bañó a los presentes.
Todos se giraron inquisitivos, y allí, al lado del timón, el más joven de ellos permanecía en pie, mirando las ondas que el cuerpo de la criatura había dejado al hundirse. Artesas contemplaba desafiante su destino, la ciudad que les veía llegar entre las nubes de tormenta, como una legión de invencibles guerreros, que pronto probarían su valor.
Horas después, Atisos, seguido de Artesas y los demás, pisaba con sus sandalias mojadas, la tierra en la que en los meses siguientes se desarrollaría el mayor drama de la historia de Amoph. Arriba, entre las rocas, les esperaba Troya.
Guerra bajo el Sol. Segunda Parte.
El suelo de la colina retumbaba como si los mismos dioses se hubiesen enfadado con los mortales.
Atisos miró hacia la ladera de la colina en cuya cima se asentaba la orgullosa ciudad de Troya. Por la ladera, pisoteando el camino de tierra que conducía hasta sus fuertes puertas, dos docenas de cíclopes cargaban contra las posiciones de los atacantes, seguidos de cerca de cientos de troyanos orgullosos, que no se resignaban a ver su patria cercada, y la ciudad de sus padres acosada como un perro de presa envejecido.
El impacto fue tremendo, e incluso desde las posiciones de los generales se pudo sentir el choque. Cualquiera línea defensiva hubiese roto su formación, pero no así las filas de los gloriosos soldados de las Ciudades Estado.
Entre las filas atacantes, convertidas en cuestión de segundos en defensivas, se encontraba la flor y nata de soldados acostumbrados a la mirar a la muerte cara a cara, a navegar entre monstruosos habitantes del mar interior, y a luchar contra las extrañas naves del reino del desierto del Sur.
El más valerosos de ellos, Artesas, fue el primero en enfrentarse al enemigo. Antes de que los poderosos músculos de un cíclope golpeasen los escudos defensivos, ya estaba el héroe adelantándose a sus compañeros corriendo contra la avanzadilla enemiga.
El polvo del campo de batalla apenas les dejaba ver, pero incluso el Príncipe Mailisis pudo contemplar el valor de sus hombres, cuando Artesas fintó entre las piernas del cíclope, y con un giro de su espada cercenó los tendones del tobillo del coloso. Éste, incapaz de mantener el equilobrio, cayó a tierra, más no fue Artesas quien puso fin a su vida, sino la docena de soldados que tras él, le remataron con sus lanzas negras, mientras el más joven de los soldados bajo el mando de Atisos, corría en busca de más enemigos a quienes abatir con su mortal espada, Tribulación.
– Valientes hobres los que hemos traído a esta tierra indigna – dijo el Príncipe – poco han de durar los muros de Troya enfrentados a nuestro coraje y arrojo.
– No debemos vender al león entes de cazarlo, mi príncipe.
– Así es, mi señor, – puntualizó Atisos. Esto no es más que una escaramuza, mucha guerra queda por delante, y la sangre de muchos de esos valientes teñirá pronto esta tierra con la tragedia.
El rostro del príncipe se encolerizó. No estaba acostumbrado a que nadie le llevase la contraria. Sin embargo, aquí, entre su estado mayor, estaba rodeado de hombres sin temor, curtidos en mil batallas, que no callan la verdad, pues de ella han vivido, por la gracia de su espada, y el valor de sus corazones.
Mientras Atisos volvía la mirada sobre el campo de batalla, a través del polvo levantado por los combatientes, pudo contemplar cómo los atacantes habían hecho retroceder a los defensores que habían salido a retrasar su avance todo lo largo de la línea del frente.
El sol caía sobre las colinas al oeste e Troya, y mientras las sombras de la tarde alcanzaban a los muertos en el campo de batalla, los últimos defensores se refugiaban tras las murallas de la ciudad, preparándose para un largo asedio.
***
Artesas sabía que la cosa no iba bien. Tras otro día de duros combates, el ejército sitiador se retiraba, cansados sus soldados, arrastrando los escudos y las armas sobre el suelo.
Tras él, cientos de muertos yacían a los pies de Troya, mientras arriba, los sitiados recogían a sus propios caídos retirándolos de las murallas. El humo de las piras y de las hogueras ya comenzaba a enrojecer la ciudad a sus espaldas, fuego donde ardían los héroes de ambos bandos, sacrificados a la gloria de los dioses y al servicio de sus reyes.
Artesas se preguntaba si a ambos, reyes y dioses, les importarían un ápice las vidas de sus seguidores, y su sangre. el cielo se fue tornando cada vez más oscuro, adoptando primero un tono rojizo, como si la sangre de los hombres se reflejase en su seno, y luego, un color oscuro iluminado por las constelaciones de los dioses, y los fuegos de los hombres.
a su llegada al campamento, los primeros de sus compañeros que habían llegado ya se encontraban del brazo de las prostitutas, camino de sus tiendas donde disfrutarían de los placeres de la carne. Artesas nunca solía hacer esto, pues sus costumbres distaban mucho de las de sus compañeros.
Se encaminó hacia la loma donde Atisos charlaba sobre una vieja mesa de madera con los demás generales. Cuando llegó al fuego, sin decir una palabra, se quitó el casco y se situó a la diestra de su general, quien le saludó con la cabeza.
La fuerte voz del General Osculos de la ciudad de Meesias le llegó clara como el trueno.
… se han hecho fuertes en la muralla sur, señor – dijo Osculos dirigiéndose al príncipe. Los troyanos disponen de muchos hombres preparados, reclutados entre los campesinos de la isla, hombres valientes y fuertes todos, así como de la ayuda de los seres del mar interior, a los que han domado y aclamado como aliados durante siglos. Las Arpías atacan nuestros barcos de suministros, tanto es así, que hemos tenido que establecer convoyes de trirremes, y desviar varios escuadrones de arqueros desde el frente.
– Además, – intervino otro general de rostro curtido por el sol – sus minotauros realizan una tarea formidable defendiendo las almenas, y los centauros de las praderas nos masacran con sus arcos. No sé como diablos habrán podido subirlos a las torres.
La mirada del príncipe mostraba su furia, sus puños apretados tenía blancos los nudillos y sus ojos miraban el mapa de la mesa como si no creyesen lo que sus oídos escuchaban. ¿Cómo iba a oponerse a él los troyanos, al príncipe de todas las ciudades estado del norte del Mar interior?
– Atisos, – dijo por fin saliendo de su estupefacción – cuando te nos uniste, tu padre, consejero del mío, habló de ti maravillas. Tanto es así, que nada de lo que he visto estos meses justifica tales alabanzas. Debo creer que vuestro padre mintió, y no sois tan fabuloso guerrero, o tal vez que sois un cobarde, y no queréis luchar.
El resto de los generales, incrédulos, miraban a Atisos, sabedores de su valor y coraje, esperando su reacción violenta. Sin embargo, el general Luisiense sólo miraba fijamente a los ojos de su futuro regente.
– Os ordeno que mañana a más tardar, encontréis una solución a nuestro problema, una estrategia que ponga a nuestros pies a los troyanos, y las islas del norte del Mar Interior.
– Mi señor, – dijo por fin el austero general – durante siglos, mi familia ha gobernado justamente la ciudad de Luisis, cuna de numerosos filósofos y guerreros. También hemos servido a las distintas familias que han gobernado las ciudades estado durante ese tiempo, incluida la vuestra. No merecemos siquiera, que se dude nuestra palabra, y menos de nuestro valor.
Todos callaban ante la justa ira de Atisos.
– Hace siete semanas, cuando llegaron nuestros caballos, tras meses de transporte y espera, ordenasteis una carga contra las fuerzas de Troya sin escuchar a vuestros consejeros. Perdimos en la emboscada un tercio de los hombres y dos tercios de los caballos. – Tomó aire para respirar, a pesar de que todo esto lo decía muy tranquilo y aparentemente calmado. – Depués, ordenásteis acercar las catapultas para bombardear el interior de la ciudad, en lugar de sus muros, poniéndolas al alcance de los arcos de fuego de los troyanos. Yo mismo recuerdo haberos aconsejado en contra de esta maniobra.
Todos los presentes, nobles y gobernantes muchos ellos de sus propias ciudades, asentían.
– Sin embargo, os atrevéis a acusarnos a nosotros de ineptitud. Os debo, mi familia os debe lealtad, y por ello acataré esta orden, a pesar de que considero indigna a la persona que nos la da. Dentro de una semana exacta, al medio día, abriré para vos las puertas de Troya. De usted depende que su ejército la tome. Después de esto, me marcharé a mi ciudad, pues ningún pueblo debe tener a su gobernante lejos tanto tiempo, y menos para defender la causa de indignos.
Durante todo este tiempo, una sonrisa se había abierto paso en el rostro de Atisos. El resto de los generales, asentían por la moderada pero justa respuesta de su líder natural.
Atisos, seguido de Artesas, bajó la loma con el fuego a sus espaldas, y se introdujo en su tienda. El resto de los generales se miraron con suna sonrisa en la cara. Muchos de ellos sabían que algunos soldados, preferían la compañía de sus iguales antes que de las prostitutas. Y las leyes de ls ciudades estado eran mucho más laxas a este respecto que otros reinos del desierto.
Ninguno dudaba que en compañía del Valiente Artesas, mañana Atisos dispondría de un plan perfecto para poner de rodillas Troya.
Guerra de bajo el Sol III
“… mantened vuestras fuerzas alejadas al alba, y a medio día la ciudad será vuestra”. El Príncipe Mailisis no imaginaba como el insolente Atisos iba a cumplir su palabra de abrir ls puertas de la ciudad a sus fuerzas, que esperaban montadas a caballo y en carros tras él. Siete mil hombres esperaban una orden que el príncipe no podía garantizar que se daría.
Bajo los cascos de su caballo, el sol empezaba a caldear el suelo, y sus fuerzas se impacientaban. De improviso, alguien gritó entre las apretadas filas de soldados con coraza.
– Mirad allí, – dijo una ronca voz.
Todos siguieron con la mirada la dirección que indicaba su brazo, y desde allí, todos pudieron ver el trío de figuras que caminaban hacia las puertas de Troya. Por la forma de andar, reconocieron rápidamente al orgulloso Artesas, elegante y fiero al tiempo, al templado Atisos y a un tercero que no podía ser otro que Minisis, el guardián venido del desierto sur, exiliado de su propia tierra.
Iban ataviados con una túnica marrón, que todos ellos reconocieron como la que llevaban los tríos de monjes errantes de la diosa Estat. Ahora lo entendía, nadie bajo el sol negaba cobijo a los sacerdotes de Estat, la diosa más terrible e intervencionista de todo el Panteón de las Ciudades Estado.
Al poco de parlamentar, las puertas de Troya, con un crujido por la falta de uso, se abrieron al aparentemente inocente trío. El Príncipe, sabía que para entrar debían haber abandonado las espadas en el campamento, por lo que no conseguía comprender cómo, aun desde dentro, iban a forzar que se mantuviesen abiertas.
Las horas transcurrieron, llenando de impaciencia el corazón del príncipe. Los ejércitos, miraban las puertas para acercarse a ellas en cuanto se volviesen a abrir, esperando de Atisos lograse mantenerlas así el tiempo suficiente.
El héroe de los soldados no les decepcionó, el sol pendía sobre la ciudad, cuando las puertas volvieron a abrirse. Ni un segundo tardó el príncipe en dr la orden de carga. El tronar de los caballos le siguió. Cada metro que su carro recorría, le acercaba más a su preciado trofeo, tras tantos meses de campaña. El Príncipe no quitaba ojo de la puerta, temiendo que los Troyanos lograsen reducir al trío y pudiesen cerrarla. A cien metros, tres figuras aparecieron en la puerta, solitarias, y el príncipe, seguido de las tropas, se detuvieron al reconocerlos.
– Atisos, aparta, lo has conseguido – ordenó el príncipe, sin dejar de mirar las calles de la ciudad que podía ver a través de la puerta. Unas calles, listas para el saqueo.
– Sí, mi príncipe, pero antes de que Troya se os rinda, debo recordaros la promesa que me hicisteis anoche en la tienda de mando. Ninguna mujer o niño sufrirá hoy, sólo los hombres.
– Yo no dije tal cosa – sentenció el hijo del monarca.
– Señor, – le contravino Ipnoulos, que montaba a su diestra – todos lo oímos.
El Príncipe, futuro gobernante de la coalición de ciudades estado, se volvió hacia el veterano guerrero, con una máscara de furia en su rostro.
– Incluso el legendario Atisos debe saber, que mi furia es más eterna que la palabra dada a los dioses. – Dicho esto, desenvainó su espada, cogió las riendas de su carro, arrojando a Ipnoulos al suelo, y ordenó – ¡Devastad la ciudad!
El carro se puso en movimiento, las ruedas se dirigieron hacia los tres hombres que permanecían impávidos en la entrada, esperando el desenlace. Sin embargo, al traqueteo de las ruedas no le acompañó esta vez la estampida de los cascos de los caballos, y el príncipe se volvió.
Tras él, todo el ejército le contemplaba silencioso, alternando sus miradas entre él y Atisos. Las puertas de Troya, y los muros antes vacíos, ahora rebosaban de soldados que esperaban pacientes.
Fue Atisos quien habló.
– Mielisis, oye por una vez la voz de quienes te hemos aconsejado durante tantos años. Sabes que nunca he sido pródigo en palabras, pero estas que vas a oír, serán las más serias que jamás escuches.
El silencio en el campo era mortal.
– Corre a tu padre, y dile, que Troya ya no será suya, pues demasiado tiempo nos ha exigido tributo a las ciudades libres, y nos ha oprimido. Durante generaciones, hemos respetado su despotismo, honrando los tratos de nuestros antepasados, pero no seré yo el que traicione la palabra de ellos, sino tú, que has jugado con nuestras vidas y haciendas. Mañana, mi ciudad, y las que me apoyen, irán a la guerra contra tu padre, unidos a los valientes de Troya.
Un colosal grito aclamó sus palabras, al tiempo que la furia del Príncipe afloraba una vez más a su rostro.
– Morirás por tus palabras. Poco me importa tu lealtad a mi padre, pero tus agravios contra mí, te costarán la vida.
Corriendo, se bajó del carro con la lanza a punto, mientas Atisos le observaba con los brazos cruzados. Cuando la punta de acero de la lanza iba a penetrar en el pecho del general, un veloz acero cortó su trayectoria. Segundos después, la figura de de un ágil Artesas peleaba con el príncipe en las arenas frente a Troya. Ambos eran excelentes espadachines, pero el príncipe había recibido clases de los mejores maestros marciales de todas las ciudades. Nadie podía asegurar que el valiente Artesas no fuese a perecer, precediendo a Atisos, a manos de la negra espada de su rival.
Sin embargo, pocos minutos después, eran los ojos de un incrédulo Mielisis quienes contemplaban por una vez el Sol de Amoph-Saram, antes de caer e la arena.
Un clamor se alzó en ambos bandos – ¡viva Artesas, el mejor de los hombres!
En respuesta a estos gritos Artesas llevó sus brazos a las cinchas de la coraza de bronce, y las cortó con un cuchillo. La coraza, libre de sus sujeciones, cayó al suelo, mientras Artesas se desprendía del resto de su ropa, y dejaba ver su cuerpo desnudo ante diez mil hombres de varis ciudades.
Atisos, avanzó sonriendo, y cogió su brazo alzándolo, mientras gritaba.
– Viva Artesas, el mejor de los guerreros, la más valiente de las mujeres.
Todo el campo prorrumpió en un grito al unísono, que se fue apagando con los ecos de la tarde, cuando los soldados, se preparaban para la nueva guerra.
Epílogo.
La sangre del Rey Mires manchaba todo el salón del trono. Un augusta figura avanzó unos pasos hacia su cuerpo inerte, en el suelo, y dejó caer una espada negra, la Esvaal, la misma que le hbía dado muerte.
Tras él, varios soldados y comandantes se le acercaron, agarrando la corona que durante siglos había otorgado la potestad de gobernar a las ciudades estado como un Primus Inter Parens. Unas ancianas manos pertenecientes a Ipnoulos se la tendieron a Atisos.
– Ya habéis vengado la muertye de vuestros hijos, General, ahora es el momento de que la Ciudad de Luisis nos guíe.
Atisos miró la corona unos segundos, pero no pareció verla. Miró entonces al compañero de aventuras que le hablaba y dijo.
– No seré yo quien lleve ese peso, – dijo cogiéndola- pues nada queda para mí en las ciudades libres. Mis hijos, mi mujer, han muerto a manos de los traidores, y debo partir para encontrar un lugar que sane mis heridas. Hoy, esta noche, veré por última vez nuestras queridas constelaciones y partiré hacia el sur, donde el tiempo corre como las arenas en el viento.
Y dicho esto, abandonó la sala dejando la corona en manos de Artesas, ante el silencio sepulcral de los héroes de Troya.
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La Pirámide Negra.
El polvo rojizo del Valle de la Muerte de Asum se les metía en los ojos, en las sandalias de esparto, entre las escasas ropas que levaban.
Immdenophis miró hacia el cielo un segundo, secándose el sudor con el brazo, hacía mucho que el dios sol se había escondido tras las montañas que protegían el valle de los intrusos. En el aire flotaba un ambiente extraño, casi como si una tormenta se fuese a abatir sobre ellos. Inmediatamente, el restallido del látigo contra el suelo le recordó su tarea, e Immdenophis volvió a agarrar la cuerda de crin de caballo y se unió a sus compañeros en la tarea de tirar de la inmensa roca negra que transportaban al fondo del valle.
Antes de fijar su mirada en el suelo, contempló el horizonte del valle y pudo ver su objetivo en el fondo del mismo.
En el centro del valle rojizo, la inmensa mole de una pirámide de obsidiana iba tomando altura, mientras las pequeñas figuras iban alzando rocas hacia su cúspide.
Todo el valle reverberaba con los cánticos de los sacerdotes, seguidos rítmicamente por los suplicantes trabajadores, animados por los tambores de los maestros de esclavos.
La hilera de rocas negras descendía por el camino de las montañas rojas, la única entrada al valle, mientras la luz artificial invocada por los sacerdotes de los dioses de la noche iluminaba el cielo del valle con una tenue luz rojiza, permitiéndoles trabajar de noche.
Durante horas, Immdenophis recorrió el camino que en el último lustro había hecho cientos de veces, cargados siempre con su pesada función. A ambos lados del pisoteado sendero, los obeliscos negros marcaban el destino final, recordando, con sus grabados cuneiformes y jeroglíficos las hazañas del propietario de la pirámide.
Amenatis-ank-Aron, el Eterno.
El eterno, pues todos sus esclavos, súbditos y seguidores se referían a él de esta forma, había hollado las tierras de Amoph-Saram desde hacía cientos de años. Durante siglos, había sido uno de los héroes de Asum, el antiguo reino ahora perdido. Incluso, se decía, que había vencido a los dioses y a los faraones de los grandes imperios de las arenas del sur.
Su culto de seguidores había crecido con su poder, y ni la muerte le había reclamado el pago. Sin embargo, ahora había decidido ir al encuentro de su destino, imbuido de los poderes que se había ganado, El eterno iba a retar a los dioses del Inframundo para que le dejasen entrar en el más allá.
Immedenophis era uno de sus muchos seguidores, gente, como él, que daría todo por aquél que les salvó de la llegada de los demonios Plagos, que arrasaron su reino, matando a todos aquellos que no le siguieron a las montañas rojizas donde se habían refugiado hace décadas. El eterno les había salvado la vida, y las almas, y ellos estaban dispuestos a pagar su deuda para poder acceder al otro mundo sin la carga de un pasaje que no podían pagar. Libres para disfrutar de la otra vida después de haber sufrido en esta los designios de los dioses.
El crujido le devolvió a la realidad, tras este, la inmensa mole de piedra triangular calló sobre su lugar de reposo eterno, y el polvo se levantó expulsado por el peso de la roca negra, manchándolos a todos de polvo. La pirámide negra estaba terminada, Necro-Pirámide la llamaban los sacerdotes.
El sonido de los tambores se acalló, y todo el valle, incluido el cielo rojizo que contrastaba con el negro de más allá, y las estrellas que apenas penetraban la magia de la luz, pareció esperar anhelante. Todo a su alrededor parecía esperar una señal, ahora que habían terminado el trabajo de décadas, mientras el fulgor de la magia se iba apagando en el valle, dejando paso a la oscuridad de la noche, atenuada sólo por el color rojo de las montañas que brillaban con la luz de las dos diosas.
Immedenophis contempló, a cien metros de altura, el fondo del valle por el que había traído la pieza final de la pirámide. Hileras y más hileras de seguidores, se formaban en el fondo, para dar la bienvenida al Eterno, que ahora que su lugar de reposo, el punto de partida de su nuevo viaje, estaba terminado. Inmensos obeliscos marcaban el suelo que contemplaban los cansados ojos de los hombres, que, en lo más alto de la pirámide negra, miraban hacia el sur, en espera de que su amo llegase.
Y no se hizo esperar.
A los ojos de todos los presentes, el pequeño edificio donde había estado recluido durante meses, en espera de la pronta finalización de sus obras, la luz del interior mostró, en la lejanía, que el eterno acudía a su destino.
La emoción inundó el valle, tomando la forma de un cuchicheo creciente, hasta que la oscura figura de Amenatis-ank-Aron se recortó en la puerta de su lugar de descanso.
Con lentos pero seguros pasos, según pudo ver Immdenophis, su amo se acercó a la pirámide, recorriendo por última vez el mundo que tanto le debía, y que siempre le recordaría como uno de los grandes héroes que hollaron sus suelos, y las tierras regidas por dinastías milenarias.
A medida que pasaba, los esclavos y sus seguidores hincaban la rodilla en tierra, demostrando su respeto, y su devoción. Fila tras fila de hombres, fueron inclinándose a medida que el Eterno recorría el camio que, entre los obeliscos negros, le llevaba directo hacia su destino. Al fin, llegó al pie de la pirámide, y entonces se giró. Todo el mundo en el valle pudo sentir la fuerza de su mirada, mientras evaluaba la situación, y echaba un último vistazo a los cielos de Amoph.
Entonces, comenzó la ascensión.
Durante interminables minutos, Immdenophis permaneció en silencio, inclinado sobre una rodilla, en lo más alto de la pirámide. Y de pronto, a medida que la excitaión crecía entre los hombres, pudo ver como un pie huesudo pisaba el último escalón de la cima. Con pasos cortos, El Eterno avanzó hasta el lugar donde reposaba la última roca que ellos habían situado, bañada con pociones y ungüentos místicos. Pero algo ocurrió, y El Eterno pareció vacilar un segundo. Sin saber porqué, se paró enfrente de Immdenophis, y la túnica que cubría su cuerpo, azotada por el viento de las alturas, rozó suavemente el rostro de este.
– Levanta – sintió que le decía una voz que hablaba directamente a su cerebro.
A pesar de que en años, nadie se había atrevido a mirar a los ojos al Eterno, él levantó la cabeza, sin erguir su cuerpo, y contempló su rostro demacrado. Los siglos, que no habían logrado arrebatar una onza de su poder a su amo, sí le habían marcado físiamente, hasta el punto que su piel se pegaba a sus huesos en todo el cuerpo, dándole el aspecto de un muerto en vida, ataviado con lujosos ropajes y una corona imperial, ganada en alguna lejana batalla, en el tiempo y en el espacio.
Sólo sus ojos le imprimían al conjunto un aspecto de vida, dando la impresión de que eran éstos, los que realmente dominaban el cuerpo, con un poder que sin decir palabra le preguntaban en silencio.
– Sí, amo, – respondió Immdenophis, – partimos libremente tras de usted.
Y dicho esto, el eterno asintió en silencio, y se giró apoyando la huesuda mano en la roca negra, y toda la pirámide de obsidiana pareció vibrar con un zumbido viviente. Lo último que Immdenophis vio fue al Eterno mirando a las estrellas, su destino, donde, gracias al sacrificio de miles de seguidores, rompería las puertas de la ciudad de los dioses, y lograría el puesto que le correspondía, en la jerarquía divina.
Ellos, por su parte, se habían ganado el descanso eterno.
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Guerra de Dioses
Atnis, el primer faraón femenino de su dinastía, corría por el desierto de sal en medio del Valle Anubian.
A lo lejos, la negra forma de su oponente, Arcrimis, la esperaba paciente.
Había recorrido miles de kilómetros para localizarle, y allí, en el lugar donde los huesos de Arcrimis se habían alzado por primera vez hacía ya mil años, esperaba dar muerte al horror que éste representaba.
Lalaial, Neferi, Asuri, todas ellas, hermanas suyas habían muerto a lo largo de ese tiempo en manos del muerto en vida que ahora hacía temblar la tierra bajo sus pies, acumulando poder mágico con el que enfrentarse a su retadora.
Atnis estaba preparada. Sin embargo, la lucha no iba a ser fácil. Como habían comprobado sus tres hermanas, que junto a ella formaban el cuarteto de sacerdotisas del pequeño reino de Nubis, que rigió los destinos de sus habitantes durante doscientos años. Sin embargo, un mal retornado del pasado, ansioso de poder, venganza y la fuerza vital que a él se le negaba, había dado caza una a una a las sacerdotisas de Nubis, a sus hermanas, y gracias a sus negros poderes había podido matarlas y robar su esencia vital.
La última afrenta, había sido destruir el cuerpo yacente del Faraón Tukmes II, su marido, lo cual la dejaba a ella como la última responsable del bienestar del pueblo de Nubis, y la encargada de dar caza a la bestia nomuerta responsable de destruir a toda su familia y su felicidad.
Ahora mismo, Arcrimis estaba a corta distancia, por lo que podía contemplar los ropajes funerarios, la corona regente robada de la tumba de la que salió, cubiertos, como sus huesos, de la arena salina del desierto de sal.
El viento agitaba sus ropajes, levantando sal en polvo y arrojándola contra amobas figuras, que ahora se miraban en silencio, penetrando cada una en los más profundos secretos de la otra, intentando conocerse antes de darse muerte.
Y de repente, empezó.
Arcrimis rompió el silencio, pronunciando una única palabra de poder, Arhaman.
De inmediato, todo el desierto pareció cobrar vida, las blancas arenas salinas se movían, en kilómetros a la redonda como si fuesen la piel de un ser vivo.
Bajo los pies de Atnis, una enorme grieta se abrió, mostrando el corazón del desierto, y el horror que Acrimar había invocado. Docenas, cientos de aberturas como esa aparcieron aquí y allí, vomitando de su interior y innumerable enjambre de arañas negras, de Tejedoras del sepulcro, la variedad más venenosa de arácnidos del desierto.
Y había miles de millones, todas ellas arrastrando sus escamosos cuerpos negros hacia la representante de las fuerzas de la vida. Atnis no dio señales de inmutarse, y levantó el báculo sagrado con la efigie del dios Sol.
Inmediatamente, las arañas se paralizaron en donde se encontraban, y sus cuerpos se tornaron blancos como el suelo, volviendo a ser lo que eran, la esencia de la sal, y la magia del nigromante fue disipada por los poderes de la luz.
Ahora era el turno de Atnis, y estaba decidida a dar el golpe definitivo en el primer momento. Arriba, el sol parecía haber perdido su fuerza, quizás por los poderes desatados de su enemigo, tales eran, que podía negar la luz del sol, y sus efectos, aunque ambos lo estuviesen viendo.
Cuatro enormes brazos de sal surgieron del suelo, aferrando a su oponente, y sujetándolo mientras del cielo, una lanza de fuego solar caía como un regalo del dios sol a su sacerdotisa. El poder del rayo de fuego podía sentirse incluso mientras descendía, como si el mismo dios sol hubiese sdo enfierecido por la afrenta del nigromante al intentar bloquear su presencia. Y tal vez fuese así, pues rara vez los dioses interfieren en los asuntos de los hombres, salvo cuando estos les retan. Es entonces cuando bajo ningún caso, la interferencia queda sin castigo. Atnis esperaba que fuese suficiente, pues el poder que había reunido el no muerto era tal, que en la tierra pocos podían imponer su voluntad ante él, incluidos algunos dioses.
En un abrir y cerrar de ojos, la explosión del impacto desterró estos negros pensamientos, y Atnis dio gracias con una breve plegaria a su padre Sol, por su fuerza y la vida.
El rayo impactó directamente contra el ser, y Acrimis fue devorado por una bola de llamas cuyo calor podía sentir ella incluso a cientos de metros.
Durante un segundo, la cegadora luz de la explosión cegó a la sacerdotisa, y ésta tuvo que apartar la mirada. Cuando volvió la cabeza de nuevo, vio, entre el polvo que se asentaba, la siniestra figura de su enemigo que caminaba hacia ella, con una mueca en sus descarnadas mandíbulas que asemejaba una lapidaria sonrisa.
Con un movimiento veloz, Acrimis asió el brazo de la sacerdotisa, y su toque quemó su piel y su alma, dejándola paralizada bajo la ahora tenue luz del sol.
– Ahora, joven señora, conocerás mi poder, el mismo que devoró a tus hermanas, el mismo, que tu madre, y su marido, el Faraón, intentaron enterrar por celos y vergüenza. Ahora, conocerás, querida sobrina, el poder y la venganza de tu tío.
Un grito desgarrado surgió de la garganta de ambos, mientras ella sentía cómo el poder volvía a su antiguo amo. Y entre las arenas del desierto, cada cosa se cobraba su venganza y cada acción tenía su precio.
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Crónicas Bélicas I
No hay momento más terrible que la calma antes de la tormenta.
Las nubes negras resplandecieron sobre las cabezas de los soldados. El súbito relámpago, iluminó el campo de batalla de tal forma que Augustus pudo contemplarlo en toda su extensión.
Desde lo alto de la colina en la que los decuriones habían situado la mesa desde la que se seguirían las operaciones militares, y el devenir de las legiones, podía observarse a simple vista el terreno levemente ondulado ene. Que en pocos minutos, miles de hombres lucharían por sus vidas.
Con la repentina luz proporcionada por la furia de los elementos, Augustus reconoció claramente las líneas enemigas, que se apiñaban en lo alto de la colina, amenazando con desbordarse hacia el llano como un ejambre de bestias. Sus tropas, cuyas armas refulgieron con la luz fugaz, se apretaban en las cerradas formaciones que hasta el momento le habían dado la victoria en tantas ocasiones a Roma.
Augustus sabía que la visión de sus enemigos, bárbaros salvajes para muchos, pero peligrosos como pocos, a pesar de la mezcolanza de orígenes y vestimenta, hacía que sus hombres se estremeciesen. También sabía que a pesar de su miedo, ninguno de ellos abandonaría el campo hasta que la batalla hubiese finalizado. El valor de sus hombres era legendario, pues el verdadero valor, se dijo, no está en no sentir miedo, sino en vencerlo.
– ¿Cuantos de esos valientes estarían vivos al final del día? – se preguntó. Con decisión, nacida de la premura por conocer la desagradable respuesta, Augustos miró a su alrededor mientras se ajustaba las cinchas que unirían las partes de su coraza.
Sus ojos se entrecerraron por la fuerza del viento que soplaba del este, desde Roma, mostrando las arrugas que la edad, el clima y la vida habían dejado en su frente y sus ojos. Un asistente le abrochó la capa, mientras el águila de roma que relucía en su broche aferraba ambas puntas con una fuerza que la mantendría en su sitio. Tranquilamente, el Centurión miró a su amigo y asistente, Cayo Petronius, y notó cómo éste se tensaba al escuchar los salvajes gritos de los bárbaros, que acompañaban cada trueno con un prorrumpir salvaje.
Augustus levantó un brazo, y apoyó su mano sobre el hombro de Petronius – Tranquilo, fiel amigo, hoy la honra de Roma no yacerá pisoteada por los bárbaros. – Sabía que eso tranquilizaría a los hombres que hasta ahora habían revoloteado alrededor de la mesa de operaciones, nerviosos, llevando y trayendo mapas, estuches y mensajes desde las primeras líneas de la formación. Ahora todos esperaban el siguiente acto de su comandante.
– Voy a bajar a ver a los hombres, – anunció – cuando vuelva, deben estar preparados los planos, con la posición de las formaciones enemigas al detalle, y quiero que apaguéis las antorchas, pronto alboreará y podremos ver al enemigo.
Toda su vida se había ajustado a uno códigos éticos precisos, austeros, y no quería que ni en ese momento se abandonasen las enseñanzas que había inculcado en sus hombres. Los hombres ganan las batallas, pero los suministros ganan las guerras. Sabía que esta sólo sería una batalla más en el largo camino que llevaba a roma a la grandeza, y por ello, sabía que su gesto daría precisamente la impresión que quería dar. Que debían pensar en el momento después de la batalla, aunque esta no hubiese comenzado.
A pesar del cansancio de las jornadas anteriores, Augustus se irguió en toda su estatura. Cogió el casco de centurión de la mesa de madera que le servía como centro de mando, y se lo puso mientras bajaba la ladera de la colina en dirección a las apretadas formaciones de soldados, sus soldados, sus hombres.
Abajo, en el valle entre ambas colinas, las miradas convergieron sobre él, y a pesar de la distancia Augustus pudo observar alguna sonrisa entre las filas, y casi sentir como la tensión bajaba gracias a su calmante presencia.
Añoraba, y parecía increíble, los tiempos en que él mismo estaría allí, a pie de campo, preparado para comandar sus tropas en la carnicería que se sucedería en breve, pero sus obligaciones le imponían una distancia obligada con el fin de poder dirigir las formaciones, la contienda, y vencer al enemigo. Añoraba los tiempos en los que no tenía otra responsabilidad que luchar, vivir, e intentar mantener con vida a sus hombres. Cuando toda una nación, la más gloriosa de cuantas los dioses habían visto jamás sobre la Tierra, no dependía de él.
Al llegar a las primeras filas, un rumor de saludos le dio la bienvenida, muchos de los veteranos de cien batallas estaban allí, como siempre, dispuestos a mantener el tipo, y las líneas, a pesar de las salvajes cargas que tendrían que sufrir.
El viento arreciaba levantando las capas de decuriones y centuriones, que ondulaban al viento rojas como la sangre que pronto teñiría estos campos. La piel se le puso de gallina, por el frío que el viento traía, a pesar de que el lo alto de la cima, a espaldas de sus ejércitos, el sol comenzaba a salir.
Un retumbar de tambores anunció que el líder de las tribus había acudido ya a la batalla, y se encontraba también entre sus hombres. En los ojos de sus legionarios, Augustus pudo ver una expresión de temor, sabedores de las terribles leyendas que circulaban sobre los pueblos del norte, sobre su coraje y maldad despiadados, y sobre su ausencia de piedad y su crueldad.
– Legionarios, – dijo en voz tan fuerte que casi todas las filas pudieron oírlo a pesar del clamor en las filas enemigas, – hoy luchamos por Roma, como tantas veces, por nuestras familias, y por nuestros seres queridos. Sabemos que su destino es ser peor que esclavos a manos de estas bestias que los dioses han puesto en su camino, si desfallecemos. – Miró a su alrededor, esperando que sus primera palabras calasen en sus hombres. – Sabéis porqué estoy aquí, que allí arriba, dijo señalando la cima de la colina, los generales y decuriones dirigimos las vidas de los hombres como dioses, pero esta no es una batalla que los dioses vayan a ganar. Seremos los hombres los que triunfemos hoy sobre los salvajes que amenazan nuestra tierra.
Diciendo esto, desenfundó la espada, y la clavó en el suelo.
– Hoy, los mismos dioses se maravillarán ante la fuerza de los hombres, – sonrió ante las risas de los legionarios cercanos – hoy, en este campo, demostraremos al mundo, que las batallas se ganan en el campo de batalla, no en las mesas de los políticos, ni en los mapas de lo generales.
El clamor de sus tropas fue creciendo ante la estupefacción de sus ayudantes, que permanecían arriba, en la colina, sin saber a qué atenerse.
– Y veremos, se dijo, cómo triunfamos allí donde otros lo consideraban imposible.
El rugido proveniente de los bárbaros señaló el avance de sus enemigos, como ya sabía que pasaría, antes de que el sol saliese y les cegase. Augustos asió su espada, y se situó entre los hombres que habían combatido en él en anteriores gestas, sabedor, de que lo que hacían ese día, sería fruto de sus propias fuerzas, y no de las pomposas palabras de los senadores de Roma.