20 dic 2025

Diez artículos que marcaron mi vida académica


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Mi primer artículo en lacritica.ar, acá:

https://lacritica.ar/post/diez-articulos-que-marcaron-mi-vida-academica/


Presento, a continuación, 10 artículos que marcaron mi trayectoria como académico (en realidad, son 8 artículos, y 2 largos ensayos, devenidos en sendos libros). Con distancia advierto, como notas comunes a los escritos que destaco, que se trata de textos redactados de una manera sencilla y comprensible; referidos (más o menos directamente) a temas de primer interés público; y orientados a “intervenir” en la vida política. Los menciono y cuento un poco de mi relación con ellos.


Todos los artículos del libro El Federalista, me resultan extraordinarios. Entre mis favoritos figuran los obvios: el n. 10 (en donde James Madison ofrece las razones centrales de por qué se escribe la Constitución; el 51 (en donde Madison procura justificar el sistema de los checks and balances); el 78 (en donde Alexander Hamilton presenta una defensa monumental del Poder Judicial que, por entonces, se diseñaba). Más allá de los desacuerdos que me generan, estos artículos me resultan excepcionales por tratar de cuestiones de primer orden; por estar escritos de un modo comprensible para cualquiera; y por no incluir la mínima concesión a la demagogia. Van siempre al punto (se trataba, finalmente, de breves artículos que aparecían en los periódicos de la época), con precisión clínica, y a través de un lenguaje libre de barroquismos y engañosas oscuridades. Un modo ejemplar de cómo hacer (aquello que Michael Sandel denominó) “filosofía pública”. En mi aprendizaje sobre los debates constituyentes norteamericanos, estos textos, más los debates constituyentes (los 4 tomos redactados por Madison como secretario de actas, pero editados por Max Farrand), más, algunos trabajos como los de Gordon Wood -en The Creation of the American Republic- resultaron fundamentales (y, en algún sentido, suficientes, dado su carácter).


Aquí ya hago un poquito de trampa, al mencionar -como segunda recomendación- al “largo ensayo” de John Stuart Mill, Sobre la Libertad, que en verdad apareció, desde un comienzo, en forma de libro. En todo caso, y más allá de la forma en que se dio a conocer, quiero destacar al ensayo/libro como una pieza, simplemente, magistral. John Rawls, a quien me referiré enseguida, citó a este texto, junto con pocos otros (la Declaración de la Independencia norteamericana; el discurso de Gettysburg de Abraham Lincoln; el Segundo Tratado, de John Locke) como ejemplares, en su capacidad de trascender la discusión de un momento, y pasar a formar parte de nuestra cultura política. Un texto brillante que, de modo simple y contundente argumenta en favor de causas e ideales fundamentales (empezando por la libre expresión; el valor de la expresión crítica) controvertidas en su tiempo, y todavía hoy.



John Rawls tardó 20 años en escribir la Teoría de la Justicia, y otros 20 años en completar su segundo gran libro, Liberalismo Político. En el medio, hay sobre todo dos artículos principales, que pueden ser considerados “estaciones intermedias” entre un libro y el siguiente. Por un lado, el artículo/ensayo al que quiero referirme ahora, “Justice as Fairness: A Restatement" (luego convertido en pequeño libro), y por el otro, “Política, no Metafísica.” “Política, no Metafísica” representa una autocrítica respecto de Teoría de la Justicia, y constituye -en mi opinión- el eslabón decisivo hacia Liberalismo Político, en donde el propio Rawls mira (y en parte objeta) a su primer libro, por implicar una doctrina “abarcativa”, demasiado densa como para ser objeto de un consenso social amplio (de un overlapping consensus). “Justicia como Equidad: una Reescritura” aparece -para mí- como un intento dirigido, principalmente, a “responder a los críticos” -infinitos- que habían salido a comentar y objetar Teoría…Las respuestas y desarrollos que aquí avanza Rawls (como todo lo que él escribió) son fantásticas, pero además tienen, como pocas veces, una pulsión política abierta, que les dan un sabor especial. Aquí es donde, por ejemplo, Rawls deja en claro por qué es un error considerar a su Teoría como una defensa del capitalismo actualmente existente, y aún verlo como una defensa de la socialdemocracia, desde los Estados Unidos. Ambas alternativas resultan, para Rawls, completamente ajenas a su proyecto, incompatibles con el “valor equitativo de la libertad”.


En mis cursos, solía dar un gran artículo de Ronald Dworkin: “¿Son injustos los cupos? El caso Bakke”, en donde Dworkin hace una fuerte defensa de los cupos, algo bastante insólito para un liberal. El artículo es uno de los tantos que me fascinan de su libro Una cuestión de principios, que terminamos traduciendo e incluyendo en la colección que dirijo en la editorial Siglo XXI. Se trata de un artículo extraordinario, dentro de un libro que me emociona. Y me emociona porque lo muestra a Dworkin tal como fue: alguien que, desde el derecho, hizo frente a una cantidad de temas de enorme relevancia jurídica, habitualmente desatendidos por los grandes juristas (la desobediencia civil, la interpretación del derecho -aquí está el artículo sobre la relación entre derecho, literatura, e interpretación-, la necesidad de que los liberales se ocupen de la igualdad; la crítica a los enfoques eficientistas del derecho; etc.). Dworkin, como Nino, son mis ejemplos de cómo y por qué hacer derecho. Hacerlo de un modo serio, claro, meditado, argumentativo. ¿Y para qué? Para cambiar el mundo, para hacerlo mejor.


“Diferencia y dominación,” de Catharine MacKinnon. Este artículo forma parte de su libro Feminismo Inmodificado, y constituye una de sus piezas fundamentales. El artículo incluye, casi al pasar, una crítica al liberalismo, que leí como situado en un ring, y recibiendo un cross directo a la mandíbula, cuando me encontraba mirando para otro lado. Es de una fuerza retórica sorprendente: lo arranca a uno de sus raíces, y lo deja tirado allí, en la tierra, preguntándose “y dónde estuve yo, durante todo este tiempo?” Mackinnon objeta al liberalismo por 5 razones: su individualismo, su atomismo, su pretendida neutralidad, su falso universalismo, el modo en que distingue lo público y lo privado. Con éste y otros artículos (particularmente, con sus textos sobre acoso sexual en el trabajo), Mackinnon directamente cambió la historia del derecho moderno (ella fue quien, por ejemplo, “inventó” la categoría del acoso sexual en el trabajo). Cuando estudiaba en Chicago, escribí una respuesta al texto de Mackinnon (que mi supervisor de entonces, Cass Sunstein, elogió desmesuradamente), y al poco tiempo supe que don Martín Bohmer había hecho lo mismo, durante su propio doctorado (unos años después): tomar las cinco críticas presentadas por Mackinnon contra el liberalismo, y buscar resistirlas. En todo caso, el aporte que importa aquí es el de ella, el que cambió la historia.


“¿Es la tenencia de drogas con fines de consumo personal una de “las acciones privadas de los hombres”?” de Carlos Nino, fue publicado en la revista La Ley, en el año 1979. Éste fue el primer artículo que leí, escrito por Nino, y me deslumbró en su claridad, profundidad y relevancia. Estaba lleno de conceptos que no conocía y que marcarían mi trayectoria futura: autonomía individual, paternalismo jurídico, perfeccionismo. En una versión más compleja, el texto quedaría incorporado al libro Ética y Derechos Humanos, el que más me influiría de los escritos por él. Alguna vez conté que, en 1984, comencé a cursar el “Seminario de los Viernes” con Nino, y que terminé el año en silencio, sin poder articular palabra durante ninguna de las sesiones de los viernes. No entendían de qué hablaban, pero estaba deslumbrado. En esas vacaciones de verano, me llevaría a San Bernardo un único libro, Ética…, que me devoraría impiadosamente durante esos quince días (todavía conservo el libro conmigo, rayado, lleno de círculos y símbolos, las hojas dobladas, ilegible ya). Cuando terminé las vacaciones, sin embargo, lo supe. Había aprendido un nuevo idioma: ahora conocía el lenguaje.


En su artículo “Judicial Review and the Conditions of Democracy”, de 1993, Jeremy Waldron empezó a referirse al control judicial de constitucionalidad (en la forma en que está organizado en países como los Estados Unidos) como “un insulto” a la democracia. El artículo sería incorporado más tarde, a través de una versión algo modificada, en su libro Law and Disagreement. Para muchos de nosotros, analistas y críticos de la revisión judicial, dichos textos marcarían un antes y un después. Yo, como algunos (no tantos) me encontraba por entonces buscando esa literatura crítica sobre la judicial review, que había comenzado a explorar gracias a las fotocopias que (como “maná del cielo”) traía luego de cada verano, Nino, finalizada su temporada de clases en los Estados Unidos (y ahí, textos de Duncan Kennedy, de Mark Tushnet, etc.). En todo caso, por la claridad y contundencia de sus análisis, los escritos de Waldron se convirtieron inmediatamente en nuestra primera referencia. Seguiríamos caminando juntos, desde entonces, y por muchos años (ya no!).


“El Precompromiso y la Paradoja de la Democracia”, escrito por Stephen Holmes, me resultó un texto fundamental. En él, Holmes retomaba y desarrollaba, con ayuda de la historia y la teoría política, los estudios que había abierto Jon Elster (luego mi supervisor en Chicago), en torno al constitucionalismo y la democracia (a través de libros escrito por el autor noruego, como Ulises y las Sirenas, y Uvas Amargas). El texto apareció en otro volumen, editado por Elster y Rune Slagstad, que resultaría decisivo en mis estudios, hasta hoy: Constitucionalismo y democracia. En el escrito de Holmes, y en general en este libro, se desarrolla la rica y controvertida metáfora de la Constitución como un ejercicio de auto-limitación (precompromiso o autopaternalismo), destinado (no a auto-esclavizarse sino, por el contrario) a “ganar libertad”, sin sucumbir en el camino a las tentaciones provenientes del canto de las sirenas (y así, censurar a la prensa, perseguir a opositores, terminar con el debido proceso, etc.). La Constitución podía ser vista, entonces, como un “límite que libera,” una forma de autorrestringirse (atándose las manos al mástil, Ulises; atándose las manos a la Constitución, una comunidad) para ganar en autogobierno.


“¿Por qué no el socialismo?” es un maravilloso y muy breve texto de Gerald Cohen, luego convertido también en un pequeño librito. Se trata de un hermoso ejercicio, propio del judío canadiense, profesor en Oxford: claro, político, agudo, desafiante, divertido, controvertido. Cohen en su mejor expresión. El texto, que representa una de sus últimas intervenciones en la discusión filosófica política, es una defensa “realista” del socialismo, ajustada a las motivaciones que podemos mostrar y desarrollar, “naturalmente”, bajo ciertas condiciones y prácticas, como la de “salir de campamento” con amigos. En el campamento -nos dice Cohen- cualquier ejercicio individualista o afín al “libre mercado” (“vendo al mejor postor lo que he pescado hoy”) resultaría simplemente inconcebible -que expresaría un manifiesto no entender de qué se trata la práctica compartida- que todos miraríamos con perplejidad, con asombro. Las objeciones al texto resultan, en muchos casos, obvias, pero el desafío que nos presenta Coehn sigue en pie, y es hermoso.


“Politics, Ideology and Society in Post-Independence Spanish America," de Frank Safford. El artículo de Safford es extraordinario, por varias razones. Ante todo porque, por algún motivo, los juristas no se han ocupado de un ejercicio comparativo del derecho latinoamericano (aquí, en sus orígenes) de este modo profundo, ilustrado, abarcativo. Lo que encontramos siempre son referencias a un único país, en donde el autor observa, desde lo alto de ese mirador, el derecho de otros países vecinos. En “Politics…”, en cambio, nos encontramos con un historiador, que comprende muy bien la trayectoria de todos los países de la región; que conoce lo que han escrito sus juristas; que entiende lo que buscaron sus líderes políticos. Un pequeño milagro (que no debiera serlo) dentro de un gran tratado sobre historia latinoamericana (The Cambridge History of Latin America, editado por Leslie Bethell, de quien tuve la suerte de ser ayudante en Chicago). El texto de Safford influyó muchísimo en mis primeros estudios del constitucionalismo regional. Ello así, junto con otros trabajos también fundamentales. Pienso en los libros de nuestro Eric Hobsbawm: el maestro Tulio Halperín Donghi.

LA CRITICA del derecho (LA CRITICA DD)


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En conjunto con un grupo de buenos amigos -Ramiro Álvarez Ugarte, Gustavo Arballo, Gustavo Maurino, Mariela Puga, Agustina Ramón Michel- y rodeados de muchos otros excelentes colegas y amigos, lanzamos, este 10 de diciembre, LA CRITICA del derecho. Un hermoso emprendimiento, que llevamos adelante dedicándole un montón de tiempo, gratuitamente, con increíble entusiasmo. Resulta un lujo poder desarrollar un proyecto así, voluntariosa y cooperativamente, e increíble -en estos tiempos de debacle- ver tanta energía puesta en una empresa que no sabemos si se encontrará con sus lectores y amistades. Tal vez ésta sea la mejor manera de hacer algo: con alegría y las puras ganas. Qué bueno! Qué afortunado me siento de poder trabajar así!

Pueden leerla, acá: lacritica.ar

18 nov 2025

50 años de "Crisis de la Democracia"

 

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Se cumplen en estos días 50 años del controvertido reporte Crisis de la Democracia, publicado en 1975 por tres lúcidos cientistas sociales: Samuel P. Huntington, Michel Crozier y Joji Watanuki. El reporte les había sido encargado por la Comisión Trilateral, en el contexto de la Guerra Fría. La Comisión, por su parte, era una iniciativa de David Rockefeller (por entonces presidente del Chase Manhattan Bank), que agrupaba a destacadas personalidades de las empresas y los negocios, provenientes de las tres zonas principales de la economía capitalista del momento: Estados Unidos, Japón, y Europa Occidental. Desde esa organización, se pretendía una mejor comprensión de la crisis que atravesaba por entonces la democracia, y que se traducía en descontentos, movimientos de protesta y aún levantamientos armados, en una amplia porción del mundo occidental. El reporte en cuestión -de enorme interés, todavía, para nosotros, y para nuestro tiempo- realizaba el análisis siguiente. La prosperidad económica de mediados de siglo, junto con la consiguiente expansión del poder de grupos sociales (grupos que antes no tomaban parte activa de la vida política), se ha traducido en una mayor participación social y, sobre todo, en mayores demandas sobre el Estado. Sin embargo, las capacidades estatales para absorber y gestionar esas demandas se mantuvieron, en todo ese tiempo, idénticas a las del pasado. Por lo tanto -y aquí la conclusión principal del informe- el sistema institucional quedaba sobrecargado de demandas que era incapaz de satisfacer. Por ello también -y aquí el punto más criticado del informe- resultaba necesario recuperar o promover un determinado nivel de “apatía democrática” en la ciudadanía, y liderazgos fuertes, a los fines de volver posible la gobernabilidad del sistema.

Que existía una tensión profunda entre el sistema constitucional y la democracia, resultaba claro, al menos, desde comienzos del siglo xx, y la llegada de la “política de masas,” y del sufragio universal. El sistema vigente, parecía obvio, no se había preparado para recibir y procesar ese aluvión de demandas nuevas. Los objetivos del constitucionalismo habían sido, siempre, otros (importantísimos, claro, pero no los de la democracia): controlar el poder, prevenir los abusos, garantizar la estabilidad política. Para lograr esos objetivos “nobles”, el constitucionalismo se había preparado durante siglos: había creado Declaraciones de Derechos, desde el siglo xv; comenzado a ensayar con la separación de poderes, en tiempos de Locke, durante el siglo xvii; organizado un sistema de checks and balances, desde el constitucionalismo norteamericano, en el siglo xviii. Pero después de entonces, el constitucionalismo pareció dar su labor, por terminada: todo lo importante, ya estaba hecho. Lo que seguirían serían variaciones sobre lo mismo (nuevos derechos, tribunales más fuertes, jueces más activos). Esto es decir, más de un siglo antes de la llegada del sufragio universal, la fábrica del constitucionalismo ya se mostraba cerrada. Por eso, el constitucionalismo entró en “shock”, a comienzos del siglo xx, y con la llegada de la democracia -con la consagración definitiva del sufragio universal. De allí que el sistema se mostrara inhábil para vincularse con (para receptar a) la democracia, no resultó una sorpresa. La sucesión de golpes de estado que estalló en América Latina, desde la llegada del sufragio, representó un buen indicio de las tensiones que habían emergido. Algo similar podía derivarse de los brotes de autoritarismo y violencia, en la Europa de principios de siglo: el sistema se mostraba incapaz de canalizar el descontento, y saldar los reclamos insatisfechos. No por azar, entonces, parte de lo más importante de las ciencias sociales, comenzaron a insistir sobre “el problema de la democracia”. En Economía y Sociedad, Max Weber destacó a los aparatos administrativos y los funcionarios técnicos, que quedaban a cargo de la resolución de los principales asuntos de gobierno. Joseph Schumpeter dedicó el corazón de su libro principal, Capitalismo, Socialismo y Democracia, a demostrar la irrazonabilidad e imposibilidad de la democracia participativa, mientras se pronunciaba a favor de un gobierno de expertos. Robert Dahl, en sus primeros trabajos (Poliarquía o Prefacio a la Teoría Democrática), reducía la democracia a una “poliarquía”, en donde grupos distintos disputaban, libremente, y sin mayor intervención popular, su influencia en los asuntos de gobierno. 

Demasiada agua ha pasado bajo los puentes de la política, en todo este tiempo, pero algunos de los problemas que generaban preocupación entonces, se mantienen, mientras que otros, directamente, se han agravado: el sistema representativo enfrenta una crisis irremediable; la larga trayectoria de los partidos políticos ha terminado; el sistema institucional parece autonomizado de la ciudadanía; el poder luce concentrado como nunca; las instituciones de control han siso “erosionadas” o, en los peores casos, directamente colonizadas por sectores de intereses legales o ilegales. A la luz de lo que acontece, las alertas que, desde hace décadas, emitieron los principales teóricos sociales, siguen resultándonos relevantes. Sin embargo, en este momento, la conclusión debe ser diferente, y la solución más bien opuesta a la que ellos enunciaron. No se trata de preservar al sistema constitucional, “apagando” el ardor de los reclamos mayoritarios. Esta vez, lo que se debe es cambiar al sistema institucional, para tornarse más sensible, más abierto, más hospitalario, frente a nuestras voces y reclamos democráticos.

















6 nov 2025

El fin de la representación política



  

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Publicado hoy en LN, acá: https://www.lanacion.com.ar/opinion/el-fin-de-la-representacion-politica-nid06112025/

El fin de la representación política


El sistema representativo nació pensado para sociedades muy diferentes de las nuestras, y el diseño institucional que lo rodeó, fue ajustado a ese contexto, y a aquellos tiempos. Pienso en fines del siglo xviii, y en sociedades que eran, no sólo más pequeñas, y divididas en unas pocas facciones sino, sobre todo, más compactas, más homogéneas. Por eso, en las sociedades pre-industriales, pudo pensarse en representar a “mayorías y minorías” (o, si se quiere, a  “toda la sociedad”, compuesta de pequeños y grandes propietarios), con instituciones diseñadas para incluir a ambos grupos, y capaces de contenerlos. En su momento, por ejemplo, se asumió que las elecciones directas garantizaban la selección de representantes propios de la mayoría del pueblo, mientras que a las minorías se les aseguraba el ingreso al gobierno, por otros medios: elecciones indirectas, sí, pero también requerimientos de estudios (i.e., para los jueces); o condiciones de propiedad o ingresos (ie., para los senadores). Con la ayuda de ese tipo de instrumentos, se asumía, la sociedad quedaba finalmente representada: “todas” las distintas porciones de la sociedad pasaban a formar parte del sistema de toma de decisiones, en cada uno de sus aspectos.

Con la llegada de la sociedad industrial, el sufragio extendido, y la política de masas, todo cambió. Ahora, había cantidad de voces inauditas y reclamos nuevos, que exigían ser tomados en cuenta: millones de demandas antes desconocidas. Sin embargo, en buena medida, y después de una dramática crisis inicial (que en América Latina quedó reflejada con el nacimiento de los “golpes de estado”), el sistema institucional, poco a poco, se acomodó. A ello contribuyeron factores diversos y de distinto tipo: desde medidas económicas (el nacimiento del Estado de Bienestar), hasta la administración burocrática, y sobre todo, me animaría a decir, la consolidación de los partidos políticos. Los partidos políticos, particularmente en sus primeras décadas, cumplieron con una gran tarea como correas de transmisión o mediadores, entre sociedad civil y sistema de gobierno. Los partidos asumieron formas distintas (religiosos y laicos, por ejemplo), pero entre ellos se destacaron y se estabilizaron, sobre todo, los partidos de clase, los que reflejaban la división social principal: la división entre capital y trabajo. Entonces, aparecieron partidos que todavía perduran, como el Partido Laborista y el Conservador, en Inglaterra; o Republicanos y Demócratas, en los Estados Unidos; o, en la Argentina, un Peronismo de clase obrera, y un Radicalismo para las clases medias.

Durante décadas, y con estas nuevas mediaciones, el sistema institucional “aguantó”, y la sociedad, en buena medida, pudo decirse a sí misma que se encontraba políticamente representada. Pero, otra vez, las comunidades volvieron a cambiar, en su estructura económica, en su organización social, en su formación educativa. Poco a poco, en las nuevas sociedades, post-industriales, las divisiones antiguas (entre grandes y pequeños propietarios; capital y trabajo; clases altas, medias y bajas) perdieron sentido. Ingresaron así, a la vida pública, y con sus propias demandas y expectativas, cantidad de nuevos grupos, que ya no encontraban fácil expresarse partidariamente, ni encontraban qué persona o qué agrupación los representase: desempleados, empleados en negro, empleados autónomos, trabajadores informales. Con la explosión multicultural, todo adquirió un nuevo nivel de dificultad. Ahora aparecían grupos y minorías que, por primera vez, y por fin, se consideraban autorizados a reclamar por lo que consideraban propio: el lugar que nunca se les había reconocido. En dicho marco multicultural, mujeres, minorías étnicas, minorías raciales, minorías lingüísticas, minorías sexuales ingresaron con toda su fuerza en la esfera pública. Pero ya los viejos envases o continentes -los partidos políticos- no parecían servir, en absoluto, para canalizar sus reclamos. Se hicieron recurrentes, entonces, las quejas, y las demandas insatisfechas. Los Congresos lograban incluir, entonces, dentro suyo, sólo a un puñado de intereses y puntos de vista, mientras que la mayoría de ellos quedaban “puertas afuera”: el sistema institucional se mostraba fundamentalmente incapacitado para representar a toda la sociedad, como antes lo hacía.

En el tiempo presente, la situación se radicalizó, con el desarrollo de identidades multifacéticas, individualizadas. Quiero decir, contemporáneamente, el hecho de que una persona sea un obrero o un empresario predice muy poco sobre lo que esa misma va a querer o demandar frente a los aspectos claves de su vida. En el pasado, con cierta razón, se podía presumir que, dado el lugar que ocupaba un individuo en la escala salarial y social, esa misma persona exigiría ciertos resultados, comunes a todos los de su clase: mejores salarios, seguridad en el trabajo, vacaciones pagas. De alguna manera, el interés de un obrero era común al de todos los obreros; el interés de un empresario, común al de todos los empresarios. Por eso, en el pasado, pudo asumirse, con razón, que la presencia de un puñado de obreros, en el Congreso, implicaba la representación de todos los obreros, de toda una clase. En la actualidad ya no. El hecho de que una persona sea un obrero ya no nos permite predecir, en absoluto, que los intereses de este individuo van a coincidir, en lo esencial al menos, con el de todos los aquellos situados en su misma franja salarial. Mucho menos que eso: no es dable esperar que este obrero tenga mucho que ver con la misma persona que se encuentra sentada a su lado, en su propio trabajo. Juan puede ser un obrero pero, previsiblemente, y a diferencia de su compañera María, tendrá opiniones particulares y diversas de las de ella, en una mayoría de los temas que les interesan: sobre la inmigración; sobre salud reproductiva; sobre drogas; sobre armas; sobre política, sobre economía. Las preferencias no son comunes, ni transitivas entre una y otra área de la vida, ni estables en el tiempo, como alguna vez -se asumió- lo fueron.

Bajo las condiciones presentes, el viejo sueño de la representación plena se terminó. No se trata entonces, y simplemente, de que en el Congreso nos encontraremos (como siempre) con algunos representantes corruptos, o ineficientes, o mal formados. Todo eso es y será cierto, pero hay un problema mayor, de carácter estructural: en estas nuevas condiciones económicas, sociales, culturales, personales, ya no es posible, en los viejos términos, la representación. Tenemos que asumir que no será posible, a futuro, lo que fuera posible décadas atrás. Tenemos que asumir que la época de los partidos políticos, en buena medida, concluyó, y que ya no habrá forma de “revivirlos”, por más esfuerzos que hagamos. De allí que el Congreso -en nuestro país, como en una mayoría de otros- aparezca deslucido, autonomizado del resto de la sociedad: la ciudadanía sabe que no tiene mayor decisión ni control sobre lo que ocurre allí dentro. De ahí que resulte cada vez más habitual la presencia de Ejecutivos caprichosos, discrecionales, arbitrarios: nuestros Presidentes saben que para todos nosotros resulta muy difícil ponerles freno, mientras que ellos disponen de medios de coerción y dinero, con los que pueden “erosionar” o “comprar” a los organismos y funcionarios destinados a controlarlos.  De ahí, también, la emergencia de grupos de interés (legales e ilegales) con la capacidad de influir o, directamente, colonizar a sectores de gobierno.

En un contexto semejante, la situación que nos toca, como ciudadanos, es demasiado difícil y poco promisoria, ya que los canales institucionales con los que contamos, simplemente, no responden a nuestras requisiciones. En esas condiciones, más bien extremas, y para no caer en un pesimismo paralizante, me animaría a ofrecer, al menos, dos consejos. Primero: no ceder a la extorsión del poder. Atenernos a la legalidad, aceptar la derrota, comportarse democráticamente, no requiere que perdamos capacidad crítica, ni mucho menos que nos dobleguemos ante los deseos de quien ha ganado. Necesitamos mantener siempre la sospecha despierta, sobre todas las iniciativas de cualquier gobernante, habitualmente destinadas (antes que al “interés común”) a perpetuarse en el cargo. Por eso el valor de preguntar, indagar, exigir, criticar. Segundo: tener claro la dirección principal -básica- hacia donde marchamos, y resistir cualquier iniciativa orientada en contrario. Necesitamos, necesitaremos siempre, más controles, y no menos; menos discrecionalidad en quienes deciden; más herramientas que nos aseguren la voz, la palabra, los argumentos. Democracia es mucho más que lo que tenemos: no sólo el voto cada dos años, no sólo el aplauso.












11 oct 2025

El valor del juicio político en el constitucionalismo democrático

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publicado hoy en LN, acá

Cass Sunstein es, por muy lejos, el jurista más citado, y uno de los más respetados, en los Estados Unidos. Cuando Donald Trump iniciaba su primer mandato, Sunstein publicó un libro defendiendo la importancia y valor del juicio político: Impeachment. Una guía para el ciudadano. Por supuesto, a nadie se le ocurrió decir que Sunstein (vinculado con el Partido Demócrata) promovía un golpe de Estado, y ni siquiera que se involucraba, de ese modo, en acciones de tipo destituyente. En los párrafos que siguen, voy a reflexionar sobre el sentido que tiene el juicio político –particularmente en el marco de sistemas de gobiernos presidencialistas– a la luz del trabajo de Sunstein y de las discusiones originales que se dieron en la materia. Sin embargo, quisiera dedicar las primeras líneas de este escrito a insistir en algo ya dicho. Es muy importante que resistamos los cercos inhibitorios que crean los oficialismos de cualquier tipo para que no los critiquemos. Como cuando, años atrás, se comenzó a tildar de “destituyentes” a los opositores del gobierno de turno, o como hoy, cuando se acusa de “golpistas” a quienes objetan con crudeza las múltiples faltas del Presidente. Esto, sin desconocer que en nuestro país el instituto del juicio político también es esgrimido en función de fines mezquinos por figuras públicas con antecedentes innobles.


Subrayo, entonces, lo siguiente: nosotros, ciudadanos, delegamos enorme poder a las autoridades (“la bolsa y la espada”, el presupuesto y la coerción legítima), a cambio de reservarnos el más amplio poder (que también es institucional) de crítica, control y censura de lo que el poder hace. Por eso es que importa tanto resistir toda extorsión moral que nos plantee (como querrá plantear siempre) el gobierno –cualquier gobierno– y quienes lo defienden. A ellos debemos recordarles que nuestro derecho a criticarlo y censurarlo forma parte de la esencia más noble del constitucionalismo democrático.



Vuelvo entonces, al comienzo y al escrito de Sunstein. El punto más importante del trabajo citado reside, precisamente, en saber encuadrar al juicio político dentro del instrumental disponible y relevante que ofrece la Constitución. Es decir, dicha herramienta no nos remite a un actuar abusivo o deshonesto de los ciudadanos, procurando apelar a una “trampa legal”, destinada a poner en dificultades al primer mandatario: hablamos, en cambio, del derecho que tenemos, como ciudadanos, de utilizar todas las herramientas institucionales habilitadas por la Constitución para exigir al poder que se encarrile. Es por eso mismo que Sunstein se esfuerza por mostrar al juicio político como una herramienta que no nació para ser confinada a un rincón: no fue creada, únicamente, para castigar crímenes gravísimos, delitos extremos. Sunstein presenta al impeachment como lo que es, que es lo que siempre ha sido: uno de los “cheques” más importantes con los que cuenta la ciudadanía para poner freno a un Ejecutivo que se excede o que de algún modo grave viola la confianza pública que la comunidad le dio.


Citando a los “padres fundadores” de la Constitución de su país –James Madison, Alexander Hamilton, George Mason, sobre todo– Sunstein demuestra que el objetivo con el que se diseñó la herramienta del juicio político al presidente fue doble: un mecanismo preventivo y correctivo. Preventivo, en tanto instrumento capaz de anticipar y frenar abusos de poder; y correctivo, en tanto mecanismo a ser empleado cuando el Ejecutivo ya violó el crédito que, a través de su elección, la ciudadanía le otorgara. La idea constitucional de fondo es la siguiente: las Constituciones –las Constituciones presidencialistas, en particular– dotan al Ejecutivo de facultades muy amplias, y por tanto, como contracara, se quiso garantizarle a la ciudadanía amplísimos poderes de control. ¿Pueden ser estos poderes de control abusados? Sí. Pero eso no es una razón para no usarlos, consagrando de esa forma el reinado de la impunidad.



Vale la pena entonces, siguiendo los consejos de profesor de Harvard, prestar atención a los modos en que se justificó la creación del instrumento del juicio político, en los orígenes del constitucionalismo. Vale la pena porque luego –en las discusiones constitucionales que se sucedieron en Latinoamérica, por ejemplo– se acostumbró a retomar instituciones como la señalada sin mayores argumentos: asumiendo que las razones a favor de ellas ya resultaban claras. Pues bien, en el “momento fundacional”, Alexander Hamilton, uno de los más duros defensores del Ejecutivo fuerte, introdujo la herramienta del impeachment desde un principio: ya en su primer plan constitucional, lo que causó el asombro de sus pares. Edmund Randolph, más cercano a los demócratas, respaldó la iniciativa de modo entusiasta, argumentando que el Ejecutivo tendría “grandes oportunidades para abusar de su poder”; y alegando, de manera adicional, que debían regularizarse (institucionalizarse) estas herramientas de reproche, porque si no el castigo llegaría “irregularmente, a través de tumultos e insurrecciones”. James Madison, el gran intelectual de la Convención norteamericana, habló entonces de la necesidad “indispensable” de que “la comunidad pudiera defenderse frente a la incapacidad, negligencia o perfidia del primer magistrado”. Y Governour Morris, el más conservador de todos los presentes, afirmó enseguida que lo habían convencido, y que cambiaba de posición. Sostuvo entonces que, dado el lugar que ocupa, y el poder del que dispone, el Ejecutivo puede ser inducido (“sobornado”) por “grandes intereses” para “traicionar la confianza” recibida, y que los ciudadanos no podían quedar “expuestos frente a ese riesgo”. “El pueblo es el rey, y no el presidente”, concluyó.


La cuestión puede entenderse todavía mejor si se compara a la institución del impeachment, tal como ella ha sido establecida en los sistemas presidenciales, con los mecanismos de remoción del primer ministro, creados en los sistemas parlamentarios, que son los que predominan en Occidente. Dentro del parlamentarismo, el emplazamiento, la destitución o el cambio del primer ministro no representa una anomalía de ningún tipo, y mucho menos es visto como una quiebra del sistema. Se trata de una situación muy común, que se vive y se espera que se resuelva de manera “normal”. Hablamos de la forma institucional que ofrece el parlamentarismo para garantizar la flexibilidad que la democracia requiere. Se asume allí, entonces, y de manera razonable, que los gobiernos, previsiblemente, van a enfrentar dificultades serias; que los liderazgos, con el paso del tiempo, van a deteriorarse; y que la confianza en las políticas públicas puede, en esos casos, desmoronarse. La conclusión a la que se llega es que la democracia exige, en esos casos, que el gobierno refleje esos cambios. No se trata de un ruptura institucional ni de un cambio de régimen, en absoluto (democracia por dictadura): todo lo que ocurre, entonces, resulta previsto y resuelto dentro del marco de la Constitución.


Lamentablemente (y no digo esto como un elogio hacia los sistemas parlamentarios, también deficitarios), el presidencialismo luce como un sistema excesivamente “rígido”, comparado con el parlamentario. Ni qué decir los sistemas que Carlos Nino denominara híper-presidencialistas, como los latinoamericanos (esto, en tanto el modelo latinoamericano tiende a asignar facultades todavía mayores al presidente, como las del estado de sitio o la intervención federal). Hablamos aquí de sistemas rígidos hasta el extremo. En ese contexto, el del “presidencialismo reforzado”, resistir la utilización de las pocas (y toscas) “válvulas de escape” de que dispone el sistema para enfrentar violaciones serias a la confianza pública representa una doble afrenta: al constitucionalismo y a la democracia. Al constitucionalismo, porque implica negarse a utilizar los recursos que los constituyentes, a conciencia, han creado para resolver situaciones especialmente graves; y a la democracia, porque implica no reconocer la prioridad que tiene la voluntad del pueblo sobre la voluntad de las autoridades a cargo. En democracia, la ciudadanía tiene el derecho de exigir y obtener cambios fundamentales en el gobierno, todo a lo largo, y no solo una vez cada cuatro o seis años. La democracia necesita de controles, de frenos y de cambios, para los difíciles pero también comunes casos en que se quiebra la confianza que, alguna vez, depositamos en nuestros mandatarios.


Por Roberto Gargarella

6 ago 2025

"Donde hay una necesidad (básica), nace un derecho (constitucional)"

Publicado hoy en LN, acá: https://www.lanacion.com.ar/opinion/donde-hay-una-necesidad-basica-nace-un-derecho-constitucional-nid06082025/

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La idea según la cual “donde hay una necesidad, nace un derecho” ha sido objeto de recurrentes desafíos por parte del Presidente argentino, que no desperdicia ocasión para citarla, criticarla y dejarla de lado con muchas ironías, pero pocos argumentos. Algún ilustrado miembro de nuestra Corte Suprema también, en su momento, supo tomar dicha idea, para despacharla rápidamente. En lo que sigue, quisiera mostrar que la misma tiene importancia y fuerza normativa dentro de un derecho como el argentino.

Para comenzar a examinar esta idea, conviene decir que la misma nació al calor del combate político, y que ella ganó buena parte de su atractivo por incluir dos virtudes distintivas: encerrar un principio relevante; y expresarlo de un modo simple y claro. Esas virtudes, propias de los lemas políticos exitosos, implican en el mejor de los casos el comienzo de un razonamiento, que luego debemos pasar a discutir con detalle. El Presidente argentino, sin embargo, opta siempre por el camino contrario: no el de tratar de identificar lo interesante que puede haber en aquel desafío (“necesidades: derechos”), y presentarlo en su mejor versión, para recién después refutarlo, sino el de la apresurada trivialización de la idea, a partir de la peor presentación imaginable de la misma. De manera común, el Presidente dice que “como las necesidades son infinitas, y los recursos son escasos”, entonces, resulta insostenible afirmar que el Estado debe utilizar sus muy limitados recursos, para cubrir demandas sin término. Pero, claro, esa atolondrada refutación depende de un punto de partida absurdo. En efecto, si se toma una noción ridícula de la idea de “necesidad”, para asimilar “necesidad” con cualquier “preferencia” o “deseo” que uno tenga; y se define después al “derecho” como “reclamo que el Estado debe satisfacer (pagar), a toda costa”; luego, el camino de la ridiculización de la idea queda servido. Alguien puede decir, por tanto, “necesito (deseo) un piano”, y el de al lado “necesito (deseo) una casa de dos plantas”; y el de más allá “necesito (deseo) vacaciones en Europa”. Resulta obviamente absurdo pensar que el Estado debe “pagar” todas esas “necesidades”, producto del capricho de algunos.

Ocurre, sin embargo, que los términos en cuestión pueden definirse de un modo no-ridículo, sino muy sensato. Por caso, el indio Amartya Sen ganó el Nobel de Economía, entre otras razones, por saber vincular la idea de necesidad (no con las preferencias de consumo de las personas, sino) con las “capacidades básicas” requeridas por cada individuo, para poder llevar adelante una vida digna. De modo similar, John Rawls -el filósofo político más importante del último siglo- ubicó en el centro de su “Teoría de la Justicia”, una idea específica de necesidades: los “bienes primarios” necesarios para que una persona pueda desarrollar su proyecto de vida, independientemente de sus circunstancias. Asimismo, las principales organizaciones internacionales apelan, de modo habitual, a una lista de “necesidades vitales”, a los fines de medir la pobreza absoluta. La Organización Internacional del Trabajo diseñó, también, su propia lista “necesidades básicas”, que incluyó bienes tales como el “alimento”; la “vivienda”; o la “educación”. Cualquiera de estas aproximaciones a la idea de “necesidad” resulta interesante, bien fundada, y de ningún modo implica a un Estado gastando irresponsablemente, “a tontas y a locas”. No hay nada ridículo, y ni siquiera utópico, en todo ello. Se trata de las aspiraciones que el “Estado de bienestar” supo asegurar (en muchos casos, de modo bastante completo) durante buena parte del siglo xx.

El razonamiento en cuestión gana en rigor, por lo demás, cuando empezamos a reconocer que “tener un derecho” no implica un Estado ciego y dispendioso, corriendo detrás de la voluntad antojadiza de cualquiera de sus miembros. Una manera especialmente atractiva, en este contexto, de pensar la idea de “tener derechos”, es asociándola con la noción de “derechos constitucionales”. Decir que alguien tiene un “derecho constitucional” implica, en ese caso, decir que en una comunidad se han identificado ciertos intereses como fundamentales, y que -por tanto, y dada su importancia- esa comunidad se compromete a satisfacerlos. Por ejemplo, desde fines del siglo xviii, una mayoría de países occidentales comenzó a reconocer -mirando atrás a su propia historia- que, de manera muy habitual, habían censurado a quienes los desafiaban; perseguido y encerrado a sus opositores; o arrasado con los bienes y libertades de sus críticos. Entonces, tales países comenzaron a comprometerse, de manera pública, a hacer todo lo posible para no volver a cometer tales “abusos”. Proclamaron entonces: “libertad de expresión”, o “debido proceso”; o “propiedad privada”, e incorporaron tales compromisos en sus Cartas Fundamentales: ahí nacieron los “derechos constitucionales”. En Europa y, sobre todo, en América Latina, una mayoría de países reconoció también, entre sus faltas graves, la de convivir con el hambre y la miseria de muchos de sus miembros. Consecuentemente, declararon públicamente su compromiso de hacer todo lo posible para evitar que sus miembros carezcan de “techo” o de educación elemental. ¿Qué es lo que este razonamiento nos revela? En otros términos: esos países identificaron ciertas “necesidades básicas” insatisfechas, y dieron “nacimiento” a “derechos constitucionales”. En definitiva, no hay nada extraño ni absurdo ni ridículo en la idea de “donde hay una necesidad, nace un derecho”.

Dicho esto, corresponde hacer algunas aclaraciones importantes. Ante todo, cuando una Constitución, como la nuestra se compromete con el respeto por la “libertad de expresión” o afirma derechos como los de “educación” o “vivienda digna”, no lo hace para decirle al mundo lo que todos saben que no es cierto, i.e., “aquí todos tienen vivienda digna”; ni lo hace, meramente, para enunciar una “declaración poética” (“soñamos con salud gratuita para todos”); ni tampoco se propone hacer pública una expresión de deseos que ya sabe imposible (aunque haya Constituciones que asuman un lenguaje “aspiracional”, en su preámbulo, por ejemplo; y haya otras que incorporaron como derechos constitucionales a intereses que no merecerían dicho estatus). 

El Estado que incorpora un derecho en su Constitución se compromete (como sostiene la Convención Americana, art. 26) a hacer sus máximos esfuerzos para lograr la “progresiva efectivización” de los mismos, en la medida de los “recursos disponibles”. Esto no significa que el Estado puede dispensarse de cumplir con sus obligaciones legales alegando, meramente, no tener recursos; o aduciendo, livianamente, que está haciendo sus “mejores esfuerzos” para realizarlos. Un Estado que, en épocas de radical escasez, y sin conflictos bélicos a la vista, utiliza sus pocos recursos para fortalecer a la Fuerza Aérea o aumentar innecesariamente los gastos reservados, o los fondos destinados a los servicios de inteligencia, desmiente cínicamente la idea de que está haciendo sus “mejores esfuerzos” para satisfacer “tanto como sea posible” los derechos constitucionales que está obligado a garantizar con sus “recursos limitados”. En una mayoría de los casos que conocemos, entonces, el Estado está obligado a darle una respuesta a quien se presenta ante él en reclamo por sus necesidades básicas ya constitucionalizadas, e insatisfechas: debe garantizarle su derecho o -en todo caso- justificar ante dicha persona por qué no lo hace, habiendo asumido la obligación constitucional de hacerlo, y contando con los recursos para lograrlo.

El Presidente y sus principales asesores económicos se jactan de no saber derecho (una aclaración innecesaria). Sin embargo, esa ignorancia no justifica sus comportamientos inconstitucionales, bajo el riesgo del desacato y el incumplimiento de sus deberes constitucionales. Podríamos entonces decirles, como consejo: que en lugar de reírse burlones ante la “justicia social”, se sometan a la obligación de honrarla; que lean y estudien con cuidado la extensa lista de derechos socioeconómicos que han sido constitucionalizados, porque son todos de cumplimiento obligatorio; que si están indispuestos a cumplir con alguno de tales derechos busquen eliminarlos de la Constitución (mientras no lo hagan, siguen obligados por ellos). Y dos comentarios adicionales, de especial importancia. Por un lado, el compromiso (individualista) de la Constitución, con los derechos, rechaza que se sacrifique o tome a alguna persona o grupo como medio, y de forma de lograr “objetivos generales” (ie., ajustar las ya magras jubilaciones, para alcanzar el equilibrio fiscal): los derechos fundamentales (salud, vivienda, educación) deben garantizarse siempre, de manera incondicional, y tanto como sea posible. Por otro lado, y de forma todavía más relevante: no cualquier plan económico es compatible con el exigente esquema de derechos (sociales) constitucionales que el país se ha comprometido a cumplir, desde hace ya casi cien años. Contra lo que asumen, en su menosprecio del derecho, los economistas del poder, la Constitución es lo que prima, y es la economía la que debe ajustarse a ella. En otras palabras, el cumplimiento de la Constitución no depende de que “primero se ordene la macroeconomía” (la dictadura recurría al mismo esquema de engaño retórico, para decirnos: “reconoceremos los derechos políticos recién cuando hayamos terminado de ordenar a la sociedad”). En definitiva: la historia de nuestro país (y, en buena medida, la historia de occidente), nos permite sostener que, en efecto, donde hay una necesidad básica, nace un derecho constitucional, y ese derecho que se incorpora en la Constitución (guste o no guste admitirlo) es de cumplimiento obligatorio e incondicional.

 


21 jul 2025

Sobre los límites especiales del Presidente, en materia de libertad de expresión

 

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https://www.clarin.com/opinion/acerca-libertad-expresion-presidente_0_CiXHPfttPw.html

Resulta claro que el Poder Ejecutivo, particularmente en países como el nuestro, goza de poderes, privilegios y ventajas de las que todos carecemos. Tales beneficios incluyen, entre otros, su control privilegiado del presupuesto y de los poderes coercitivos; las facultades formales e informales que están a su alcance (desde la facultad de dictar decretos a la de tener control sobre los servicios de inteligencia -y su dinero sin supervisión); la inmunidad de arresto de la que se sirve; el lugar que ocupa, y la visibilidad excepcional de la que por tanto goza, para comunicar sus puntos de vista, irradiar ideas o imponer políticas. La posición presidencial, en este sentido, es extraordinariamente privilegiada, en relación con la que ocupa cualquier ciudadano del común. Todo esto es cierto y es conocido, y por eso aquí, y en lo que sigue, voy ocuparme de la contracara de lo dicho. Esto es, me referiré a algunas de las particulares limitaciones que deben aceptar o padecer los Presidentes, en parte como contrapeso de los excepcionales poderes de los que gozan, y que lo colocan, en algunos casos, en una situación “inferior” -más controlada, más limitada o menos protegida- que un ciudadano cualquiera.

En primer lugar, el Presidente, en particular (junto con una mayoría de “altos cargos” gubernamentales) se encuentra obligado a tolerar críticas y aún agravios que ningún ciudadano común está obligado a aceptar. Como definiera, canónicamente, el Supremo Tribunal de los Estados Unidos, en New York Times v. Sullivan (un fallo luego retomado y expandido en una mayoría de países, incluyendo el nuestro), los funcionarios públicos están expuestos a recibir ataques “vehementes, cáusticos, muchas veces desagradables”, que el derecho explícitamente protege. Ello, notablemente, aunque el ataque del caso implicara una ofensa al honor del funcionario criticado. Y es que lo que está en juego -sostuvo entonces la Corte- es el “compromiso” con un “debate público robusto, desinhibido, vigoroso”. Así -afirmó el tribunal- debía ser interpretada la libertad de expresión, en lo relativo a la crítica a los funcionarios. Tal es el nivel y grosor de ese compromiso, que la justicia aceptó, desde entonces, que las críticas contra los funcionarios públicos debían tolerarse, aún si contenían falsedades (¡!) y en la medida en que ellas no hubiesen sido expuestas con “real malicia” (que, por lo demás, debía probar el criticado!!). Esta ultra-protección hacia las críticas -y aún agresiones- que pueden recibir los funcionarios públicos se expresó en nuestro país, en casos como “Quantín.” Allí, la Corte argentina consideró, como discurso protegido, al uso de un insulto como “nazi”, dirigido entonces contra el fiscal Quantín -una afirmación importante, por ejemplo, a la luz de la ultra-sensibilidad que muestra el Presidente frente a acusaciones que recibe, de tonalidad similar. Sus críticos -deberá aclarársele al Ejecutivo- tienen derecho a utilizar contra él, en sus críticas, términos y tonalidades que él no está autorizado a utilizar contra los demás. En este sentido, la “protección” jurídica que tiene el Presidente, frente a las críticas y agravios es mucho menor que la que tiene un ciudadano común.

Podemos enfocarnos ahora, entonces, en el otro lado de la ecuación, esto es, ya no la mayor protección que merecen los discursos vehementes y ofensivos contra el Presidente (u otros funcionarios de alto rango), sino en los mayores límites que el Presidente (y otros funcionarios de rango similar) tiene(n), a la hora de responder a sus críticos, o de atacarlos. Resulta habitual, en efecto, que el Presidente sostenga que él, “como cualquier ciudadano”, tiene derecho a defenderse, y a responder así a los ataques que recibe. Pues no -habrá que decirle- él no tiene el mismo derecho que un ciudadano cualquiera, a contestar: tiene mucho menos, particularmente si, para hacerlo -como suele ser su regla- él duplica la apuesta, y responde a las críticas o agravios que recibe con insultos y guarangadas nunca oídas en la historia del discurso público nacional. Ello, otra vez, en razón de la visibilidad especial con la que ya cuenta, para expresar sus puntos de vista; en razón de haberse puesto él mismo (el funcionario en cuestión), a conciencia, en ese lugar visible; pero sobre todo, en razón de los poderes especiales (formales e informales) de los que goza, en el ejercicio de su función. La Corte de nuestro país, reiteradas veces, ha señalado que no existe un “derecho al insulto” (casos “Amarilla”; “Quantín”; “Irigoyen”); del mismo modo en que los tribunales de todo el mundo (y reiteradamente los de América Latina, incluyendo, de manera especial, a la Corte Interamericana) le han dicho, a los Presidentes en ejercicio, que sus ataques a periodistas y críticos afrontan límites especiales, en razón del riesgo de la “censura indirecta” que esos ataques implican (esto es, el riesgo de intimidar, amedrentar, y finalmente acallar, a opositores y críticos). Siempre, pero muy en particular en momentos como éste, de polarización, abusos de poder, y fragilidad institucional, necesitamos trazar esos límites de modo nítido, y hacerle saber al Presidente que, en el área de la libertad de expresión, sus libertades resultan, jurídicamente, mucho más restringidas que las nuestras.




9 jul 2025

Los insultos presidenciales no están protegidos por el derecho



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Publicado hoy en LN (https://www.lanacion.com.ar/opinion/los-insultos-presidenciales-no-gozan-de-proteccion-juridica-nid09072025/)

Jurídicamente, el Presidente cuenta con una mayoría de cartas perdedoras, en la ansiosa partida que viene jugando, de agresión contra críticos, periodistas, y opositores imaginados. Desde el punto de vista del derecho, él lleva todas las de perder aunque, políticamente, encuentre la práctica de la violencia verbal redituable en el corto plazo, que es el plazo en el que ha elegido moverse. En lo que sigue, quisiera explicar por qué es que el derecho pide restringir y amonestar esos insultos y agravios (muchísimo más cuando esos ataques provienen de la cúspide del poder, y se dirigen a socavar la crítica política en un contexto democrático frágil, como el nuestro).

Ante todo, debe subrayarse que el mismo derecho contemporáneo que defiende la más amplia libertad de expresión (y que no es nada timorato), es el que considera a los insultos y agravios como ajenos a la esfera del “discurso protegido”. Es decir, aunque nuestro orden jurídico tiene una evidente predilección por la libre expresión y la crítica política -a los que sobre-protege- ese mismo derecho separa y margina a otros discursos, como el de las agresiones e insultos o, también, el de la publicidad engañosa; la difamación; las injurias; o el discurso de odio.

En segundo lugar, conviene tener en cuenta que, para toda la vastísima doctrina que se ha ocupado del tema -pienso en reconocidos autores que van, desde John Stuart Mill hasta Alexander Meiklejohn o Joel Feinberg- la libre expresión encuentra siempre un límite claro: el “daño a terceros”. Así, cuanto más cercana y más fuerte es la conexión entre un cierto discurso y la producción de daños, entonces, menor es la protección que merece ese discurso. Por ejemplo, si (como en el caso Whitney) mi partido político abraza un discurso antidemocrático, pero “hay tiempo para exponer, a través de la discusión, las falsedades [de la posición criticada]…el remedio debe ser más discurso, y no la imposición del silencio.” Por el contrario si, desde una tribuna del Ku Klux Klan señalo a un grupo de afro-americanos, e incito a la violencia contra ellos, ese discurso no resulta amparado por el derecho. Ello, dada la fuerte conexión que existe entre el mismo y la generación de daños. Estos son los extremos con que se piensa la libertad de expresión desde hace más de un siglo. Por ello, es decir por el daño efectivo provocado por los insultos (ie, “te atendieron, mandrila”) ellos se ubican en el espacio no-protegido de la expresión.

Hablamos hasta aquí de contenidos discursivos que no están protegidos, pero es importante prestar atención también -y en tercer lugar- a la cuestión de quiénes emiten y reciben esos discursos. El problema toma un giro especial, y se agrava seriamente, cuando quienes agreden e insultan lo hacen desde la cúspide del poder -mucho más si esos agravios se dirigen a socavar la crítica política. Ello así, porque las principales autoridades públicas tienen, junto con los privilegios y prerrogativas de las que gozan (la visibilidad y audiencia que alcanzan sus discursos, por la posición que ocupan; la protecciones e inmunidades que les otorgan sus fueros), ciertas cargas y límites especiales, que ninguno de nosotros tiene. Por un lado, ellos -a diferencia de los ciudadanos “del llano”- deben estar abiertos a tolerar las más fuertes críticas -aún ciertos daños, como la ofensa a su honor. Como sostuviera la justicia, en el célebre caso New York Times v. Sullivan, los ataques a los funcionarios pueden incluir «ataques vehementes, cáusticos y, en ocasiones, desagradablemente mordaces,» que el derecho, con absoluta convicción, ampara. Por otro lado, y como ha sostenido insistentemente la Corte Interamericana, los funcionarios tienen “deberes especiales” que cumplir, como el de (cito) “no ejercer…formas de injerencia directa o indirecta o presión lesiva en los derechos de quienes pretenden contribuir a la deliberación pública”, particularmente en situaciones de “conflictividad social.o polarización social o política” (Ríos v. Venezuela).

En línea con lo anterior -y aquí algo todavía más relevante- la posición especial de poder con que cuentan los funcionarios que ocupan los rangos más altos, abre el grave riesgo de que ellos generen, a través de sus insultos y agresiones verbales, impermisibles escenarios de censura indirecta: personas que ya no quieren hablar o criticar a ciertas políticas o agentes del oficialismo, por temor a recibir represalias desde el gobierno. Y es que, cuando un alto funcionario ataca, desde su atril, a un crítico (ya sea a un jubilado “amarrete”, ya sea a un periodista), las chances de que esa persona se sienta amedrentada y opte por callarse o no seguir criticando, son demasiado altas. Muchísimo más, cuando la historia o la práctica habitual sugieren que, por inercias, obsecuencias o aún por la presión del Ejecutivo, esas agresiones van a ser previsiblemente seguidas por repentinas investigaciones impositivas; retiro de avisadores (en el caso del periodismo); intervenciones (telefónicas o de otro tipo) por parte de los servicios de inteligencia; etc. De allí que la Corte Interamericana condene enfáticamente “los actos directos o indirectos que constituyan restricciones indebidas a la libertad de expresión de los medios de comunicación o sus periodistas” (Baraona Bray v. Chile). 

Por lo visto hasta aquí, para un Presidente que ha tomado como lema personal “no odiamos suficientemente a los periodistas”, la situación se presenta, jurídicamente, como muy seria: sus insultos constituyen discurso no-protegido; que -por el lugar de poder desde el que se los emite, genera amedrentamiento y censura indirecta. Para colmo, esos embates presidenciales vienen acompañados hoy por una campaña destinada abiertamente a sancionar (acallar/”domar”/”someter”), por medios formales e informales, a aquellos a los que el Ejecutivo considera críticos hacia su figura. Peor aún, en estos días el Presidente ha reforzado esos ataques con el hostigamiento judicial a sus opositores -una práctica, como viéramos, repudiada y condenada por los tribunales internacionales.

Vimos algo sobre los contenidos no-protegidos de ciertos discursos (los insultos); y también tomamos nota del modo en que se agrava la cuestión, cuando quien emite esos agravios es un alto funcionario ejecutivo. Recién en este punto quisiera agregar algo sobre la línea argumental que me resulta más atractiva e importante en la materia, que es la que tiene que ver con la democracia. La democracia -un sistema hoy bajo ataque en todo el mundo, y que por tanto requiere de una atención y cuidados especiales- sufre y se debilita cuando ciertas voces deben optar por callarse o retirarse del foro público, por temor a ser reprimidas o, de algún otro modo, perseguidas desde el poder. “El debate público robusto” con el que se asocia e interpreta legalmente a la libertad de expresión, desde el caso NYTimes, resulta socavado por la aparición de lo que Owen Fiss denomina “discursos que silencian”. Es decir, contra lo que algunos pueden pensar, no toda expresión “suma” al debate público: algunas, por el contrario, “restan”. Por ello es que se pide la regulación del uso del dinero en las campañas políticas; por ello es que se exige equidad y controles estrictos sobre la distribución de publicidad oficial (ya sea vía pautas publicitarias del gobierno, ya sea vía empresas estatales, como YPF); y por ello es que deben limitarse las agresiones promovidas desde las oficinas administradas por el gobierno (la “lluvia” de ataques promocionadas por las “usinas” del poder, y su “ejército de trols”): una maquinaria que pone en marcha el gobierno, destinada a “producir” silenciamiento. 

Me interesó, hasta aquí, revisar algunos de los múltiples argumentos disponibles para exigir la restricción y amonestación de las agresiones e insultos presidenciales. Termino ahora, sin embargo, con lo que podría haber comenzado para acabar rápidamente con esta discusión: las citas de autoridad, que nos refieren a la más bien unánime jurisprudencia existente, sobre la materia, en todo el mundo. En efecto, urbi et orbi se acepta que el ejercicio de las máximas responsabilidades de gobierno conlleva deberes y cargas especiales, y también que las autoridades pueden ser sancionadas (aún durante el ejercicio de su función), en razón de sus discursos ofensivos. Lo sostuvo así el Tribunal Europeo (en casos vinculados, por ejemplo, con Turquía o Hungría, como, Féret); lo mantuvo, según viéramos, la Corte IDH (ie Ríos v. Venezuela); y lo han sostenido repetidamente los tribunales latinoamericanos, para proteger a periodistas y políticos contra ataques provenientes de la misma Presidencia de la Nación. En México, la justicia respaldó al periodista Riva Palacio contra el Presidente López Obrador, quien en sus “mañaneras” lo acusaba de “mentiroso”; en Colombia la justicia admitió una tutela contra el Presidente Uribe, en razón de sus discursos injuriosos; en Brasil, la justicia obligó al entonces Presidente Bolsonaro a indemnizar a una periodista del Folha de Sao Paulo, por sus descalificaciones machistas. La cuestión también resulta clara en la jurisprudencia de nuestro país, en donde la misma Corte (para desventura del oficialismo) ha considerado que, por un lado, calificativos como el de “nazi,” pronunciados contra un funcionario público, se encuentran protegidos (caso Quantin), mientras que, por otro lado, no lo están las agresiones pronuncias desde el poder. El máximo tribunal ha insistido, una y otra vez, en que "no hay un derecho al insulto, a la vejación gratuita e injustificada" (casos "Amarilla"; "Quantín"; "Irigoyen"; "Pando de Mercado"). Habrá que insistir, entonces, con la Corte: no son tiempos, los nuestros, para aceptar livianamente las bravuconadas de quienes juegan a ser bandoleros.



27 jun 2025

Entrevista al gran Mariano Llinás

 Con bonito elogio al "grupo Nino", verso el minuto 50



16 jun 2025

Sobre la relación Poder Judicial-voluntad popular, sobre HV, y sobre la reciente condena

 

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Ayer domingo, en su sitio "El Cohete a la Luna", HV se refirió, obviamente, y de manera central, a la decisión a través de la cual, la Corte Argentina confirmó la condena e inhabilitación de CFK. En su escrito, volvió a dedicar un párrafo a un viejo trabajo mío ("La justicia contra el gobierno") con el que sigo plenamente de acuerdo :) para hablar de (para criticar) la idea de independencia judicial, y señalar una aparente contradicción entre mi "viejo yo" y mi "yo actual": "aquel", que vinculaba al diseño original de la rama judicial con la protección de las minorías propietarias, y que pedía un vínculo más fuerte entre justicia y pueblo, y el "actual" que, según escribe, goza del "privilegio de pocos", de ser columnista de los dos diarios más vendidos (LN y Clarín) y defiende los actuales "atropellos" judiciales, como la condena a CFK. Él cita, por ejemplo, un viejo párrafo mío (con el que, obviamente, también, sigo acordando) en donde afirmaba que "los jueces terminan, silenciosamente, tomando el lugar que debería ocupar la voluntad popular". Querría decir algunas pocas cosas sobre el tema, pero anuncio, para los interesados, que debajo de estos comentarios que haré, dejaré el link al sitio de HV; el artículo que escribí para Clarín sobre el tema de las inhabilitaciones judiciales (defendiéndolas) y la transcripción del párrafo en donde él me cita.

De las pocas cosas que aclararía:

1) Durante un tiempo fui columnista más o menos habitual, no sólo de Clarín y LN, sino también de Página 12, en donde escribí muchos artículos, sobre protesta, derecho penal y derechos sociales, temas sobre los cuales también sigo pensando lo mismo. Ocurrió, sin embargo que, desde Página, interrumpieron secamente la práctica que habíamos establecido (yo enviaba un texto, y lo publicaban al día siguiente, o enseguida) para silenciarme (a mí y a varios amigos) de un día para el otro, por asumir que éramos críticos del kirchnerismo. Esto era cierto, aunque no una razón para la censura, mucho menos cuando los textos que escribía y les enviaba no eran para criticar al gobierno, sino para defender principios y derechos de los trabajadores y desempleados (típicamente, argumentos jurídicos en respaldo de la protesta social).

2) Como anticipaba, obviamente sigo pensando lo mismo, esencialmente, sobre la rama judicial y la voluntad popular. Y digo "esencialmente" no para esconder cambios importantes, tramposamente, sino para aclarar que, obviamente, fui refinando algunas ideas, pero sin abandonar nunca el núcleo de principios que sostenía y sostengo: el Poder Judicial nació para proteger a las minorías propietarias; hay una escisión entre Poder Judicial y voluntad popular; el pueblo (aunque tengamos que precisar la idea) tiene que tener una injerencia mucho mayor, y decisiva, en la determinación de sus propios asuntos -en última instancia, pero también en el mientras tanto. 

Por esto mismo, porque creo que "los propios afectados" son los que deben tener la definición principal -y "todo a lo largo" - en el tratamiento de sus propios asuntos, es que critiqué y rechacé en su momento el proyecto k de "democratización de la justicia" (por ejemplo, desde las comisiones del Congreso en donde se me invitó a discutir el tema), que de democratización no tenía nada, y que, bajo ese manto, hería de muerte herramientas como las "cautelares" (con la que los pobres se defienden, por caso, en los desalojos), o les ponía nuevas trabas legales a los jubilados, para complicarles todavía más el cobro de sus haberes. Por eso mismo, critico ahora la reforma judicial en México, que -también con la excusa de la democratización- le permite al ciudadano que hable en el día 1, para elegir a cientos de jueces que no conoce en absoluto (peor, porque las campañas de los partidos al respecto estaban prohibidas, y las publicidades de las candidaturas muy limitadas), para luego dejar a los jueces electos con total libertad para hacer y deshacer, durante 8 o 12 años, lo que quieran, en todos los asuntos relevantes, y sin controles. Ahora, influidos -como siempre- por el poder político (o narco) o cualquier otro, los jueces pueden seguir obrando a discreción, pero en este caso con la medalla de la elección popular colgada en su pecho, y así acallando a los críticos, a quienes (ahora, no antes) les pueden decir que ellos jueces "son representantes del pueblo". Como dije repetidamente en estos días: para los demócratas consecuentes, maniobras de este tipo resultan insultantes. Democracia es, sobre todo, "lo que está en el medio" (entre elección y elección). Por lo cual, si lo que "el pueblo" puede hacer en ese "mientras tanto" (es decir, durante el tiempo que verdaderamente importa, que es el del "ejercicio" real de la función judicial) es "nada", entonces, la democracia queda reducida a esa "nada," en el momento en que realmente interesaba que fuera "algo" -y algo de sustancia popular. En conclusión, creo que lo que se intentó en la Argentina, en su momento, bajo el cartel luminoso de la "democratización", y lo que se concretó ahora en México, bajo "cartelería" gigante, debe leerse como lo que realmente es: intentos de colonizar al Poder Judicial, desde el poder (tal como se ve hoy en México, en donde el gobierno quedó -insólita, inéditamente- en control TOTAL de los tres poderes de gobierno, con una escena pública militarizada como nunca antes, y con la posibilidad, a su alcance, de decidir discrecionalmente la prisión preventiva de los opositores, por faltas menores; o la de sancionar a los jueces que interpreten la Constitución "indebidamente" (el nuevo órgano de supervisión del Poder Judicial, que puede hasta remover jueces, quedó también bajo completo control del gobierno). Y todo ello, sin contar que, como ocurre también en Bolivia, la elección de los jueces por parte de la ciudadanía resultó un fracaso, porque el pueblo advirtió que se trataba de maniobras electorales -en México sólo participó -poco más que- el 10% de la población habilitada a votar, y la mayoría que votó lo hizo con "acordeones" pre-preparados por el gobierno -cuando a la vez, insisto, se prohibía a los demás partidos políticos intervenir en esas elecciones).

3) Finalmente, y sobre los "atropellos" de hoy, con centro en la condena a CFK. Aquí también comienzo diciendo que lo que afirmaba entonces, en relación con el control de los jueces sobre la política, es lo mismo que afirmo hoy. Pero con algunos "plus". Ante todo, el libro que escribí y al que se refiere HV es, como comenté, "La justicia frente al gobierno". Se trata de un libro que, en buena medida, podría describir como "hijo de" mi crítica al menemismo, y de su colonización de la justicia (ie., el modo en que cooptó la Corte). Entonces, y como ahora, criticaba esa colonización y abogaba por una justicia que, en alguna de sus partes al menos, fuera capaz de "dar la vuelta" y perseguir y condenar a los poderosos, castigando así la corrupción política del gobierno. No debe extrañar a nadie si digo que, esto por lo que yo abogaba, encontraba excepcional apoyo en investigaciones y trabajos como los de HV (empezando por "Hacer la Corte", publicado en esos años). Él también, entonces, denunciaba -como nadie- la corrupción del gobierno, y abogaba por la persecución judicial de los crímenes del gobierno (entonces no hablaba, por supuesto, de "lawfare" como ataque de los jueces a gobiernos con amplio respaldo popular).

Desde entonces a hoy, en mis intervenciones públicas (que no es decir el centro de mi actividad académica), problematicé muchas veces la relación justicia-política; alenté persecuciones judiciales al poder; y defendí los derechos de los "protestantes" en toda América Latina (esto último, con relativo éxito: se cuentan en decenas los manifestantes "liberados" o no procesados, por jueces que toman sus decisiones con cita a mis trabajos). En el camino, trabajé con Carlos Nino en el tiempo del Juicio a las Juntas; pedí la responsabilización y destitución del Jefe de Gobierno de la Ciudad, Ibarra (que no me caía mal), luego de Cromañón; milité la condena a Pedraza, por el asesinato de Mariano Ferreyra (pero también pedí la condena a los responsables del gobierno k en ese crimen, lo que me costó una pelea agria y desagradabilísima en el CELS, con el propio HV y una actual comisionada ante la CIDH, quien levantó su voz para pedir mi expulsión de la institución, ante el rechazo de la mayoría); co-fundé una agrupación de izquierda (Plataforma) desde donde impugnamos al gobierno k, desde la masacre de Once; critiqué las designaciones judiciales por decreto impulsadas por Macri; me movilicé para pedirle al gobierno de Macri que diera cuenta sobre la situación de Santiago Maldonado; critiqué desde el primer minuto al gobierno de Alberto F, por su manejo de la pandemia; me convertí en opositor radical (y, lamento decirlo, sin matices) frente al actual gobierno (y sus crueldades y corrupciones Libras), entre decenas de etcs.

Señalo lo anterior, menos para exhibir un CV militante, que para responderle a HV, y dejarle en claro que no veo ninguna contradicción en mi comportamiento, en estos años, de denuncia frente al poder. Que hoy avale la condena a CFK es consistente con toda una historia de críticas en el mismo sentido: a Menem, a De la Rúa, a Macri, a Alberto F, y ni qué decir hoy contra el desquiciado en el poder.

Finalmente, que hoy suscriba la condena a CFK no quiere decir que no considere que el Poder Judicial argentino se encuentra afectado por sesgos de todo tipo (incluyendo clase y género, sobre todo); que no crea que existen alianzas cruzadas que abarcan a toda la elite en el poder (incluyendo empresas-sindicatos-partidos políticos-justicia, fundamentalmente); que no crea que existe desde siempre una gravísima "dependencia política" de la justicia, en toda América Latina (un problema que nos refiere a los vínculos estrechos y promiscuos del Poder Judicial con el poder establecido). Esto último, por supuesto, es distinto de lo que la doctrina local del "lawfare" sostiene, porque no se trata de "persecución judicial a los gobiernos de izquierda" (sic)", sino de uso de los tribunales, desde el poder establecido (que incluye a la derecha, a la izquierda, al centro, al arriba y a los costados) para beneficio de esa propia elite en el poder (que, otra vez, puede tener, coyunturalmente, cualquier color político). A la vez, este "no confiar" en la justicia no me lleva a suscribir "cualquier" reforma sobre el Poder Judicial, y mucho menos, las esperables medidas destinadas a cooptar a a justicia, desde el gobierno, en nombre de la "democracia" ausente. Y esto va de la mano de afirmar que considero urgente la adopción de reformas radicales en materia judicial -que las hay al alcance, muchas e interesantes. Estas reformas posibles incluyen la extensión de los jurados populares (pero en todas las materias, sobre todo las relacionadas con el control al poder, y con voz y pensamiento propio, para los miembros del jurado); formas amplísimas de legitimación o "standing" para litigar y abrir casos ante los tribunales superiores (es el tipo de reformas que defendí, ante los k, en el Congreso, para mostrarles que si estaban interesados en vincular "voluntad popular" con justicia, había mucho -fácil- por hacer, y que no hacían); foros de diálogo de la ciudadanía con la rama judicial (audiencias públicas reguladas); mayores controles populares (accountability) de los jueces (otra vez, previniendo lo obvio: excusas del poder para controlar a la rama judicial), etc.

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El sitio de HV: https://www.elcohetealaluna.com/author/horacio-verbitsky/

Mi texto: https://www.clarin.com/opinion/condenas-judiciales-inhabilitaciones_0_YAGwNb4vqx.html

El párrafo en donde me critica: 

"¿Independencia, pero de quién?

La denominada "independencia del Poder Judicial", es uno de los productos de importación que llegaron desde Estados Unidos. El constitucionalista Roberto Gargarella sostuvo en uno de sus primeros libros que se asumía que las mayorías actuaban con desmesura e imprudencia y que “existían minorías que debían ser especialmente protegidas”. Efectivamente los grandes propietarios eran una minoría, pero formaban el núcleo de los más favorecidos de la sociedad. En la Convención Constituyente se afirmó que los miembros del Poder Judicial debían formar parte “de un grupo selecto y fiable”, para que pudieran contradecir al Poder Legislativo con sus fallos, “completamente independientes de las decisiones a las que pudiese llegarse a través del debate público”. El comentarista constitucional Alexander Bickel cuestionó ese “carácter contramayoritario” del poder judicial y sostuvo que se invoca al pueblo para justificar la revisión judicial cuando, en realidad, se practica así la frustración de esa voluntad. Concluía aquel Gargarella: “Los jueces terminan, silenciosamente, tomando el lugar que debería ocupar la voluntad popular”. Vengo repitiendo desde hace años estos párrafos, pese a que no le agrade a quien tres décadas después se ha convertido en un defensor de esos atropellos, como la condena a CFK. Ahora es columnista tanto de Clarín como de La Nación, un privilegio para pocos."

10 jun 2025

Sobre condenas judiciales e inhabilitaciones


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Publicado hoy en Cl, acá: https://www.clarin.com/opinion/condenas-judiciales-inhabilitaciones_0_YAGwNb4vqx.html

 La intervención de los tribunales inhabilitando la participación política de algún candidato, resulta un hecho cada vez más frecuente, en América Latina.


Dicha práctica, que se ha repetido mucho en Perú (con la inhabilitación de Fujimori, Vizcarra, Castillo, etc.); es la que, en Brasil, impide que Jair Bolsonaro participe de las próximas elecciones presidenciales. Asimismo, en Bolivia, Jeanine Áñez resultó condenada e inhabilitada, en el 2021, por comportamientos sediciosos; en El Salvador, el ex presidente Elías Saca fue inhabilitado por 10 años, en 2018, por lavado de dinero; y, de modo similar, el ex presidente Ricardo Martinelli, en Panamá, fue inhabilitado y multado en 2023, por lavado de dinero.


Desde ya, la intervención de los tribunales, como la interferencia de cualquier órgano de control, entraña riesgos, en razón de la posible comisión de errores o abusos.


En tal sentido destaca, notablemente, el caso de Lula, en Brasil, a quien se le impidió competir en las elecciones del 2018. Sin embargo, su sentencia fue posteriormente enmendada y anulada por el propio tribunal superior que lo había condenado, lo que le permitió ganar las elecciones de 2022.


También pueden mencionarse casos de abusos impermisibles como los cometidos por gobiernos autoritarios en Venezuela y Guatemala, contra opositores y líderes indígenas. Por ello mismo es que queremos que cualquier condena de inhabilitación se produzca en democracia; quede sujeta a instancias de revisión imparciales; y que el partido o coalición dominante no se encuentre en control de los tribunales relevantes.


En todo caso, y en lo que resta de este texto, quisiera señalar por qué es que, en democracia, puede considerarse justificada la práctica de los tribunales de inhabilitar a candidatos que han incurrido en faltas graves.


Me concentro sobre todo en una línea argumental, que implicará confrontar una idea tan repetida como ya vacía de contenido, según la cual la intervención de la justicia en asuntos tales, implicaría la “politización de la justicia, y la judicialización de la política”. Según entiendo, intervenciones judiciales como las que defiendo pueden inscribirse dentro de una reflexión destinada, justamente, a deslindar los territorios diferentes que tribunales y órganos políticos están llamados a ocupar.


En la visión que algunos proponemos, desde hace décadas, la sugerencia es que, por un lado, los tribunales se retiren, tanto como sea posible, del control de las cuestiones políticas cotidianas (es decir, sean deferentes frente a ellas). Esto significa que los tribunales, en principio, no deben inmiscuirse -como lo hacen hoy- en decisiones controvertidas de política pública, que pueden variar -democráticamente- de un gobierno al siguiente.


En tal sentido, los tribunales deberían ser respetuosos frente a las preferencias cambiantes de un electorado que puede querer hoy más o menos regulación económica; más o menos impuestos; más o menos severidad en la distribución de penas, etc. (con algún límite importante, impuesto por una Constitución como la nuestra que -contra lo que piensan el Presidente y sus asesores económicos, ignorantes o irrespetuosos en materia jurídica- resulta muy demandante en términos de “justicia social” y derechos sociales).


Por otro lado, y como contracara de lo anterior (jueces que deben ser fundamentalmente pasivos o deferentes frente a una mayoría de decisiones políticas), la justicia debería ser híper intervencionista y activa en la custodia de las “reglas de juego” democráticas. Hablamos, de este modo, de una función muy parecida a la intervención del réferi en un partido de fútbol: el réferi no debe inmiscuirse (y tratar de cambiar el resultado) si el partido termina con un marcador que no le gusta o no le parece “justo” (i.e., gana por goleada el equipo que jugó peor). El réferi debe dejar que el resultado del partido sea el producto de lo que los jugadores han hecho y dejado de hacer en la cancha.


Sin embargo, y por ello mismo, debe ser super estricto en la custodia de las reglas de juego. Dicha tarea incluye anular los goles hechos con la mano o en fuera de juego; o amonestar, y eventualmente expulsar a quienes cometen faltas graves.


Ese deber primordial de cuidar, ante todo, que el juego (democrático) pueda seguir jugándose, debió haber llevado, en México, a impedir lo que acaba de ocurrir, esto es, la colonización del Poder Judicial por parte del Poder Ejecutivo; debería implicar, en la Argentina, la inmediata invalidación de la ley 26122, que invita al Ejecutivo a gobernar por decreto; o debió haber llevado, en los Estados Unidos, a que la justicia excluyera a Trump de la política, luego de haber provocado, en el 2021, el asalto al Capitolio.


La alternativa, frente al jugador que (no importa si se apellida Trump, Bolsonaro, Kirchner o Milei) comete una falta muy grave, no es la de decir “dejen que el jugador (que agrede) siga, dejen que el resultado se defina en la cancha”.


El respeto de los resultados del proceso democrático tiene como precondición el resguardo de las reglas que lo hacen posible, y ellas incluyen la separación de aquellos que cometen faltas gravísimas durante el juego.

25 may 2025

La resistencia militante en Rawls

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Rawls y el concepto de resistencia militante, (re)publicado por los amigos de Kewelche

https://kalewche.com/john-rawls-y-la-resistencia-militante-como-categoria-inexplorada

20 may 2025

´Cómo (nos) fallan las Cortes. La misión de la Corte en tiempos de crisis democrática

 

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Según nos anuncia, la Corte Suprema Argentina culminó el año 2024 con un nuevo “recórd histórico” de sentencias dictadas. Su reporte de diciembre del 2024 nos confirma que el tribunal “ya superó los 12.250 fallos, alcanzando más de 20.200 causas resueltas.” Bastante más que las 10.024 sentencias del 2023, o las 8050 del 2022. Los números impresionan: sorprende la contundencia de las cifras; la cantidad de los casos decididos. Sin embargo, hay algo disonante en esas estadísticas. Algo que se torna evidente cuando las contrastamos con las realidades que conocemos y que explican, tal vez, el hecho de que colectivamente no festejemos esos números, o que ni siquiera nos importen demasiado. ¿Será, simplemente, que preferimos ignorar una información relevante, o será, más bien, que los datos presentados resultan menos significativos de lo que parecen? Mi impresión está más cerca de esta última línea de reflexión y quisiera, en lo que sigue, explicar por qué. Anticipo mi conclusión: entiendo que la Corte Suprema Argentina, como otras en el mundo, no está cumpliendo con la función que debe asumir, en este período de radical crisis democrática. Cuando el techo de la “casa común” se desmorona, decir que uno ha pintado las paredes o arreglado al jardín puede ser visto no sólo como “muy poco,” sino -peor- como parte del problema. ¿Cómo no dedicar la poca energía de que se dispone a mantener en pie al propio hogar, cuando ceden las estructuras que lo sostienen?

Para justificar lo que quiero sostener -que la Corte debería concentrarse en la preservación de las bases del procedimiento democrático- basta con reconocer lo que buena parte de la doctrina contemporánea reconoce. Ocurre que la Argentina representa hoy un caso (extremo) más de un problema extendido en buena parte de Occidente, y que tiene que ver con la consolidación de cambios sociales y económicos que han puesto en crisis al constitucionalismo nacido hace dos siglos. El derecho comparado viene insistiendo, en las últimas décadas, en llamar la atención sobre el problema de la “erosión democrática,” que nos habla de cuestiones bastante evidentes: expresiones de una crisis que conocemos. En América Latina, el examen de situación puede comenzar con lo que resulta una buena noticia: hoy ya no ocurre lo que fuera la regla en siglo xx, en materia de estabilidad democrática. Han terminado esos procesos de quiebra recurrente en el sistema institucional: la práctica habitual de los golpes de estado. Sin embargo, lamentable y esperablemente, esa “buena noticia” no ha significado la transformación de nuestros sistemas constitucionales en democracias sólidas, estables y justas. Como dijera Guillermo O’ Donnell, hoy nuestras democracias no “mueren de un solo golpe”, violentamente como antes, sino que se van desangrando a través de “mil cortes” -ninguno fatal, todos muy serios- conduciendo a la “muerte lenta” del sistema. Típicamente, reemplazamos los golpes de estado por líderes más o menos autoritarios que, “desde adentro”, van “aflojando las tuercas” del sistema, desmontando la maquinaria democrática de “frenos y balances”. Explicar la llegada de esos líderes autoritarios, y la falta de confianza ciudadana en su clase dirigente, nos llevaría muy lejos (deberíamos hablar de desigualdades sociales profundas; pero también, del fin de las sociedades pequeñas, divididas en pocos grupos homogéneos, con intereses estables, sobre las cuales se erigió el constitucionalismo que conocimos). El hecho es que, por diversas razones, vivimos hoy (en la Argentina y más allá) en sociedades políticamente polarizadas y socialmente injustas; con clases dirigentes deslegitimadas; ciudadanos dispuestos a canalizar su “sed de venganza” en las urnas; y líderes que acceden al poder con la promesa principal de “romperlo todo”.

Ése es el marco social, legal y político en el que nuestras Cortes actúan: una casa que se derrumba, y que recurrentemente queda a cargo de personas que portan un hacha en la mano: líderes que, como Trump, o Milei, o Bolsonaro, o Erdogan, u Orban, se muestran dispuestos a concretar su personal “asalto” sobre las instituciones, hasta someterlas a su arbitrio. Se trata de personajes que, habitualmente, aparecen dispuestos a favorecerse a sí mismos, ya sea haciendo negocios (más dinero) o maximizando sus capacidades de actuar discrecionalmente (más poder), a costa de la legalidad democrática. Frente a semejante cataclismo, las Cortes no pueden actuar como si viviéramos en “tiempos normales.” 

Más bien lo contrario. Por ello, las mejores reflexiones sobre los deberes de las Cortes (qué deben hacer, cuándo deben intervenir, y de qué modo) son aquellas que comienzan con un análisis sensible a los “problemas del tiempo”. Tales análisis parten siempre de la pregunta apropiada: “¿cuáles son, hoy, las principales amenazas que sufre nuestra democracia constitucional?” En una de las pocas ocasiones en que la Corte de los Estados Unidos reflexionó sobre los alcances de su propia labor (la célebre nota al pie n. 4 del fallo Carolene Products, de 1938), el tribunal elaboró una respuesta de ese tipo, es decir, una respuesta plenamente sensible a los más graves problemas de su tiempo. Sostuvo entonces que, en el contexto de i) una política que tendía a ser “capturada” por los lobbies en el poder, y ii) gobiernos que recurrentemente se mostraban dispuestos a “dejar fuera de juego” a ciertas minorías (negros, homosexuales, etc.), su misión debía concentrarse en dos tareas principales: i) “mantener abiertos los canales del cambio político” (impidiendo los procesos de “captura” por el gobierno a cargo); e ii) impedir las discriminaciones contra minorías “discretas e insulares”. Toda la atención y energía de los tribunales debía dirigirse a atender y remediar tales recurrentes patologías.

El razonamiento que debería guiar a nuestra Cortes hoy, en este tiempo, debería mantener una estructura, y en buena medida unos resultados, semejantes a los entonces propuestos. La pregunta principal sigue girando en torno a cuáles son las amenazas más graves que enfrenta, en la actualidad, nuestra democracia constitucional. Y la respuesta sigue, siendo, con algunos ajustes, una como la que se ofreciera en Carolene Products. Podríamos decir entonces (por ejemplo, y con los matices del caso) que los tribunales deberían centrar sus energías en evitar la “erosión democrática” (el esperable, previsible intento de nuestros Ejecutivos, de expandir su poder y afectar la estructura de “frenos y contrapesos”), conteniendo a la vez las injustas desigualdades sobre las que tales políticas se asientan. Se trata de deberes que, por lo demás, claramente se derivan de la estructura de poderes y de los generosos derechos reconocidos por nuestra Constitución de 1994.

Una vez que, de este modo, repensamos la labor de una Corte como la Argentina, entendemos mejor por qué no nos asombra o no admiramos que la Corte decida, en promedio, unos “mil casos por mes”. Ocurre que, de un modo u otro, todos reconocemos que la Corte no está concentrándose en lo importante. No está ocupándose de lo que debe o, lo que es peor, lo hace mal, cuando se ocupa de ello. Cuando la Corte permite que se gobierne sin presupuesto; cuando no reacciona frente a una ley (la 26122), que autoriza a que el Ejecutivo legisle discrecionalmente; cuando convive “sin decir nada” con mega-decretos que aspiran a modificar leyes o Códigos a partir de la voluntad arbitraria del Presidente; cuando promueve la jura (como juez de la Corte!) de un académico nombrado por fuera de los muy estrictos procedimientos exigidos; cuando no fulmina la posibilidad de que se designen jueces de la Corte “durante el receso” legislativo, y sin acuerdo o con la oposición de las provincias y del Senado, la Corte fracasa en su misión democrática. No se trata de una Corte “respetuosa de la política y de sus tiempos”, sino de un tribunal que, a través de lo que hace y de lo que omite hacer, contribuye protagónicamente a la debacle democrática. Lo importante, entonces, no es que el máximo tribunal decida este año un millón de casos, y bata un nuevo récord el año próximo sino, tal vez, que decida sólo una decena de ellos: casos cruciales para el sostenimiento del constitucionalismo democrático. Hoy más que nunca, dicha tarea resulta urgente, cuando parece que la democracia se nos escurre de entre las manos.












, debería cambiar sus prioridades, y actuar de otros modos- no necesito decir que atravesamos la peor crisis de todos los tiempos, o que enfrentamos a una crisis sin salida. Basta con sostener que estamos ante una crisis gravísima, capaz de poner en jaque al mismo sistema democrático. Esta idea -agregaría, a mi favor- parte de supuestos extendidos y compartidos por buena parte de la doctrina contemporánea, que reconoce que Occidente enfrenta (aún, democracias muy desarrolladas) una crisis inédita de la representación política, que se traduce en gobiernos con poca legitimidad, y un crecimiento de las opciones políticas más extremas -como si la ciudadanía buscara el “estallido” institucional, o la “ruptura” de todo el esquema político conocido, como forma de mostrar su disconformidad con los modos de funcionamiento del sistema.