jueves, 22 de julio de 2010

Mi encuentro con la sabiduría

Ondas en el aire que dan forma a asuntos sin zanjar, son como machetes incandescentes, brújulas torcidas, y es sólo entonces que no hay manera de poderlas encauzar. Dos días en el dique y el pensamiento se macera enquistado sin remedio, no hay manera de dirigir la desidia hacia el camino creativo, y de nuevo, los agentes externos se vuelven inútiles e inexpertos. Sueño con algún día retomar aquello que dejé colgando en una percha, tan sólo para hacerlo vibrar segundos antes de darle muerte indefinidamente. Hasta que me encontré con la especie más peligrosa que me sacó de mis enrevesados pensamientos.
Recuerdo vivídamente: cerca del bosque artificial se reunían todos a dar rienda suelta a sus intestinos. Sobre el mantel, las entrañas desparramadas no son más que el condimento de una cara vacía y pretenciosa que nunca nada jamás vivió más que su propia frustración. Son los rostros locos de una jungla apagada los que reviven la luz tenue de las pisadas urbanas, no las prisas o el afán de seguir caminando.
Tras esos rostros se encuentra cabizbaja la última oportunidad de prosperidad, la única opción de salvar los últimos dictámenes de una raza inferior arraigada en el mayor de los miedos: vivir.
Y mientras averiguan en qué consiste vivir, hacen cábalas sobre cómo debería ser la vida, sobre los retos y estereotipos del manual del buen hacedor. Saben cómo y por qué tienes que vestir determinada prenda y cuándo y por qué debes hacer tal inversión, viaje o comenzar quizá, una relación abocada al fracaso, de esas donde hay muchos críos y vacaciones en La Manga del mar Menor. Los hacedores no disciernen entre el bien y el mal, pues el mal no entra en su radio de acción.
Hace no muchos días, uno de esos semblantes esquizoides se acercó a mí y pretendió darme clases de cómo debía vivir, esgrimiendo argumentos indestructibles tras una aparentemente sólida metáfora, y sobre todo, mucha palabrería basada en la experiencia. En plena vorágine del sermón, el hacedor se desintegró delante de mis narices, y a mí no se me ocurrió otra cosa más que reír hasta que la mandíbula decidió que era un momento propicio para emprender su propia carrera en solitario.
En pleno extásis risueño, otro hacedor se acercó, y otro , y otro. Todos hablaban sobre el carpe diem, las grandes hazañas, el amor incondicional, la traición, el daño, y el dolor casi de un modo aleatorio y sin apenas base para sostenerse. Mientras, yo no podía parar de reírme por más que lo intentaba, pero el escuchar aquellas peroratas era tan desternillante que resultaba trágico. Uno a uno, los hacedores morían en acto de servicio, arrollados por una humillación de las más bajas: la inevitable resignación de saber que su discurso no hacía efecto en mí.

Son muchas cosas, muchos hacedores y muchas víctimas en un mundo que cada día me da más risa. Pero no me entiendan mal, no guardo un ápice de rencor o acidez precocinada: me río de verdad, como cuando ves una película de Esteso o te hacen cosquillas en la tripa. Es la risa más inocente del mundo, se lo puedo asegurar.

jueves, 17 de junio de 2010

5

Hace 5 tenía 18. Ahora que sueño con 2 más que reparen los 5 de relativo vacío académico, no me salen las cuentas. El tiempo pasa tan deprisa que puedo pararme y verlo escapar por los recovecos de la experiencia. Y no encuentro motivos para ser victimista ni para estar contenta ni para extraer una enseñanza ni para usarlo como ejemplo para nadie. Se agolpan los objetos a mi alrededor, gritándome en silencio que el tiempo quiere empujarme más y más. Y veo a los que me han rodeado estos cinco años y un enorme signo de interrogación surge de mi coronilla, extendiéndose por mi espalda como una mancha de aceite. Quizá la magia de todo esto es no entender nada y hacer como que nada ha pasado ni pasará. Cuando cumplí los 18 y abandoné el "correccional" tenía muchas ideas en la cabeza, todas ellas probablemente inspiradas por algún párrafo o historieta de los grandes jefes de la tribu, y de los hijos de los jefes. Y bien, recuerdo llevar un abrigo verde lleno de chapas, el pelo largo y unas zapatillas gastadas, despreocupada y segura de "poder encajar". Recuerdo ver a más gente así. Recuerdo la primera vez que vi la biblioteca, los pasillos, la cafetería, el señor que toca la guitarra en el parque, el frío de Oviedo y el tren abarrotado. Recuerdo la música y llegar a mi habitación creyendo que por fin todo estaba en su lugar correcto. De aquellas vivía en Gijón. La universidad no significaba nada en sí, era un mero trámite, pero conllevaba muchas cosas.

En aquel momento era un pez solitario sin mucha suerte, dispuesto a tirarse a la pecera sin ningún miramiento. Me encontré con peces muy vistosos que supieron acogerme y enseñarme llegado el momento. Fumar en el descanso, cuando aún se podía fumar dentro del aulario. Los cafés y las latas tiradas por ahí, hablar de Deftones y Pearl Jam, creerse que compartir gustos era básico para sobrevivir y amarse y bla bla.
Entonces, tras algunos meses de nado en grupo, conocí al gran pez. El gran pez nadaba fuera de mi pecera, y entonces me di cuenta de que mi pecera era una mierda comparada con el océano donde él se movía. Sin darme cuenta, me deje arrastrar por la corriente, y el gran pez estaba en la orilla, apartando las algas y ayudándome a recuperarme de la caída.

Nadamos juntos hasta llegar al mismo puerto y las cosas cambiaron. Y no es menos cierto que lo bello va acompañado de hechos verdaderamente horribles, para hacernos ver las diferencias a la par. En lo bello aún residen los silencios y la oscuridad, despertarse contra un pecho blanco y suave y asomarse al mundo mirando cómo el rocío devora el cristal que nos conecta con el cielo, "el límite". Y después unos dientes, unos labios, y sentirse en casa, arrullada por una voz protectora.
Y en el medio pasan cosas feas que tienen que pasar, por las que, con perspectiva y distancia, entiendes que tienes que pasar por ellas sin hacer un número de ello. Haciendo gala de un notable conocimiento sobre los mecanismos de la lógica, el tiempo no es que ponga a cada uno en su lugar, es que directamente pone a cada uno en mil sitios a la vez.

Viví cosas en menos de 15 metros cuadrados que podrían compararse a recorrer la muralla china en sandalias. La media luz y las cervezas, los dientes alineados más o menos correctamente, emitiendo sonidos más o menos armónicos, y la sensación de estar en casa otra vez, porque tantas casas hay como sensaciones de pertenecer a una de ellas.

Fui a algunos conciertos y me enamoré de ciertos techos, cabezas y pies. Seguía nadando y la pecera parecía no terminarse. Algunas veces las cosas feas volvían con otro nombre y otro rostro, y a veces las cosas feas se correspondían con mi nombre y con mi rostro. Yo, hasta entonces no había conocido el dolor real. Conocía el dolor burgués de los problemas construidos, el dolor físico, y el dolor mental, pero no conocía El Dolor. Y sobre todo, no lo conocía provocado por mí. Y provoqué dolor en personas, al igual que las personas lo provocaron en mí. Utilicé mal el raciocinio y escribí sobre mi dolor sin darme cuenta de que yo era partícipe de él, y lo analizaba de un modo tan externo que rozaba la parodia.
Hasta que un día descubrí dónde estaba El Dolor y por qué yo necesitaba que ese dolor existiese para poder mitigarlo.
Conseguí hacerme a él, lo entendí, y en alguna ocasión pude incluso contar con él, en esos momentos en los que te sientes tan neutral con el mundo que necesitas un vínculo fuerte para volver a formar parte de él.
Pasó el tiempo y descubrí lo que significaba la reconciliación y el perdón. Descubrí que las segundas oportunidades existen y que la amistad no es una mentira. Descubrí que no hay que ser humilde ni soberbio, y que revivir momentos es la mejor terapia contra la cobardía.
Dejé de soñar puesto que era fútil y engorroso, y me dediqué a observar y a abstraer deseos de la observación. Mientras tanto, los cursos pasaban y yo sentía que no pertenecía a aquello, pero hacer un drama era tan cansino como innecesario, y continué observando. Aprendí miles de cosas, vi cientos de películas y analicé situaciones. La gente le llama a eso madurar, pero es mentira, para mí es algo así como tantear el terreno.
No he madurado en absoluto pero sí he visto que la observación y los oídos son mis mejores aliados, y que cada día, por poco fructífero que sea, tiene algo valioso que conservar.
He visto amaneceres siendo devorados por el mar, libros amontonándose en el suelo, sostenes colgando sobre uno de los lados de la cama, conversaciones filosóficas más allá de cualquier límite, portazos rozándome la nariz, lágrimas en un radio de dos milímetros y muchas horas de contemplación y escrutinio.
No sé si estos cinco años han servido para algo, ni si servirán los cinco siguientes. Durante todo este tiempo he visto tantas cosas que no sabría tirarme el rollo espiritual de analizar y comprender todas haciendo la postura zen, pero sí diré, que de todas esas cosas, me quedo con la sensación de haberlas vivido en primera persona, ya sean malas, buenas o regulares. Parte de ellas, se almacenan en mi mente de un modo sinestésico, como un amalgama de colores, olores y sonidos entremezclados, rozando la maravilla.

Creo que es la primera vez que siento un alivio al escribir algo sobre mí. Buena noticia.

lunes, 12 de abril de 2010

def

Hoy me miré al espejo y acaricié mis labios ajados. Detrás del cristal una araña somnolienta vagabundeaba entre los resquicios llenos de polvo. Ungí mi dedo en tinta roja y redibujé mis facciones sobre MI reflejo. Tracé un camino limpio desde los ojos hasta la punta de la nariz y diseñé una vía intermitente que recorría mis mejillas como si del curso de un río se tratase. Mantuve mi cabeza estática y cerré los ojos con fuerza. Esperé unos instantes-


-


me parecieron siglos. Y entonces, pude verme desde el espejo. Y vi un ser aburrido y sin expectativas. Atravesé el cristal con la punta de los dedos y comencé a tontear con las líneas de expresión, deformándolas a mi antojo.


Despejando el camino, piedra a piedra.

sábado, 10 de abril de 2010

Meteorito

¿Cuándo sabes que sólo puedes verlo tú?

Tumbada sobre la cama, hermosa y fría. Sus manos recorren dulcemente las rugosidades del edredón y yo la miro. Y ella lo sabe porque me devuelve la mirada. Es tan bella que empiezo a ver en ella todo lo que detesto. Lleva puesto un vestido blanco que dibuja sobre ella la hipótesis de sus formas y me hace imaginar que aún es pura. Que aún respira sin mi ayuda. Ella hace que todo sea fácil, que mi odio se convierta en amor, en este amor que puedo tocar y modificar a mi antojo. Hay una luz que se deposita sobre sus clavículas y refleja mi rostro en ellas.

Y me mira. Y la miro. Y fuera los meteoritos destrozan la ciudad hasta que ya no queda nadie vivo, excepto nosotros dos. Ahora la dulzura con la que acaricia los pliegues de la cama ha pasado a ser un recuerdo, una apreciación exagerada. Veo al monstruo crecer y desparramarse por la habitación como una mancha de alquitrán, veo cómo desaparecen las imperfecciones y cómo se desatan los miedos dentro de mí. La miro, me mira. Nos miramos y nos alimentamos hasta que-

La VEO morirse en mis brazos tal y como la conozco -


YA NO SÉ MÁS, YA NO SÉ MÁS. Dejé de respirar.

¿Sabes ya de qué hablo? ¿Conoces esa sensación?

sábado, 20 de marzo de 2010

Creías que podías convencerme al decirme que eras un reparador de cuentos. Que remendabas las tramas cojas, los personajes planos o los finales demasiado didácticos.
Así que juntamos dos hipotálamos y muchas noches y compusimos obras juntos. Sobre amantes esporádicos y muertes súbitas. Hasta que un día todo aquello nos engullió sin remedio, convirtiéndonos en títeres de nuestras propias mentes retorcidas.
Parece que han pasado millones de años, y el hecho es que así es. Porque así lo siento. 







lunes, 15 de marzo de 2010

Donde la mañana se junta con el rocío y sale el sol

Entre los pliegues de la rosa asomaban sus dedos pequeños y rechonchos. Llenos de luz, proyectando una sombra discreta. Densa y oscura, se tambaleaba entre los nudillos y las uñas, buscando su sitio. El tiempo de había parado y las almas habían quedado al descubierto. De repente, las cajas torácicas se entreabrían al compás del aleteo de las mariposas. Flap. Flap.

Quince años antes, un gato parcheado a rayas y lunares se coló en el granero de la abuela y ella corrió detrás de él. El gato, desconcertado ante un acto tan natural e intenso, se escondió en un barril ajado por la humedad y la dejadez y esperó que la niña se fuese.

Pero no se fue. Vio cómo unas piernas rollizas y magulladas se acercaban con decisión, y comenzó a oír silbidos de seducción. Despacito. Suave. Cerca.

Una mano pequeña le acarició y una voz reposada adormeció sus sentidos. La niña arropó al gatito y le acarició durante un buen rato, prometiéndole paraísos inexistentes y cuidados sin límite. Cuando empezó a anochecer, lo cubrió con un saquito y se lo llevó de vuelta a la casa, donde le esperaba desde hacía rato, exagerando la preocupación y la responsabilidad.

- Abuela, mira lo que he encontrado en el granero.

- ¡Niña! Ese gato puede tener de todo. ¿En qué estabas pensando?

- Pero estaba solo...y hambriento...Prometo que lo cuidaré.

- Te lo quedarás con una condición. Si el cielo de su boca es claro y limpio, puede quedarse aquí siempre y cuando le cuides. Pero si por el contrario, es oscuro y sucio, has de sacarlo inmediatamente de aquí.

- ¿Pero por qué?

- El cielo de la boca de los gatos es como el alma de las personas, con la diferencia de que nosotros podemos ver la suya a plena luz con sólo abrirles las fauces.

La niña aceptó a regañadientes y se llevó al gato al patio. Lo sujetó con cuidado y le hizo abrir la boca. El gato se revolvía, previniéndola de que no siguiese las instrucciones de su abuela, pero ella, tan obsesionada que estaba con tener al gato bajo su custodia, acabó agarrándolo a la fuerza hasta conseguir verle el cielo de la boca.


Hollín.

Oscuro.

Sucio.

Insalvable.


Como si una maldición se hubiese cernido sobre aquella casa, la niña se estremeció y echó a patadas al gato, que huyó humillado, lejos, muy lejos. Para nunca volver.

No sintió ni un grado de empatía. Ni miedo, ni dudas. Aquel gato tenía el alma negra e impura como el agua que no corre, como las notas sordas de un instrumento. Como la sangre seca de sus piernas. Aquel gato era malo. M.A.L.O.


Ahora el tiempo se había muerto y las almas de los humanos estaban al descubierto. De todos los colores y formas. Podía tocarlas y olerlas, jugar con ellas. Intercambiarlas. Había almas tristes, almas vacías, almas llenas de vida. Había cuerpos pequeños con almas podridas, y gente sonriente con alma atormentada. Había almas enormes y almas tan pequeñitas que entraban en un vaso de chupito. Había almas difíciles y almas sencillas, almas distantes y almas cálidas. Almas amigas, y almas solitarias. Podría tocarlas si quisiese, podría volar sobre ellas y saltar de cuerpo en cuerpo. Recogerlas y hacer malabares. Destrozarlas. Recomponerlas. Bailar con ellas, rechazarlas. Volver a bailar.

Prefirió quedarse allí, jugueteando con la rosa, mientras el tiempo muerto flotaba en un limbo de almas abandonadas, esperando a ser revitalizado, a restaurar el orden establecido. A hacer tic tac para salvarnos del vacío de la eternidad.

Entonces, un pequeño gato a lunares y rayas se acercó ronroneando hasta aquellas piernas colgantes y se restregó con vehemencia, esperando una respuesta.

Ella le sonrió con dulzura y lo recogió con cuidado del suelo. Colocó al gatito sobre su vientre y se tumbó en el borde del pequeño muro en el que estaba subida. Cerró los ojos. Y justo en ese momento pudo ver el enorme cielo de la boca del gato cubriéndola. Y el rostro de su abuela ensimismada en la cocina, y sus rodillas magulladas, y los cencerros, y la hierba tan alta, y el verano muriéndose y sus primeras lecturas y su primer beso y su primera decepción y su madre besándole la frente y él y ella y aquellos y la nada y el todo y la rutina y el lunar que más le molesta al verse en el espejo y la burbuja que la rodea mientras vive, mientras planea sin llegar a volar del todo, mientras pone baches en la ruta de la muerte. Mientras.


Y el cielo limpio y claro. Puro y digno. Felino.

Como un verano sin lluvia.
Como los cuentos improvisados.
Como un ser humano sin alma.

jueves, 4 de junio de 2009

Esto no es otro estúpido cuento anti-racista.

La avenida estaba vacía. El bullicio era ahora una sombra inofensiva, y a partir de las pequeñas horas entre la medianoche y el alba más gélido, los juegos prohibidos tomaban forma.
Las luces nocturnas, guías y compañeras del paseante solitario, cubrían la entrada del garaje y a los lejos se escuchaban los pitidos de sirenas y campanas, pertenecientes a otra galaxia. Dentro, dos pequeños cuerpos a medio formar, se retorcían salvajemente apoyados en la parte de atrás de una camioneta llena de cajas de fruta.
Los púberes silenciosos, entrando de lleno en la puerta de la madurez, temblaban de miedo e ignorancia al ritmo del soniquete de la radio del vehículo, donde un hombre de mediana edad relataba su descontento con la llegada de inmigrantes al barrio. El locutor no parecía en desacuerdo con su oyente, e incluso confesó haber reprendido en alguna ocasión a sus vecinos vietnamitas.
El otro hombre, excitado por la muestra de apoyo del presentador, pidió a la audiencia la disposición necesaria para hacer algo en contra de aquella invasión sin precedentes. Fue entonces cuando un anuncio sobre crecepelos interrumpió tajantemente al pequeño ciudadano indignado, y el programa desapareció por unos minutos de las ondas.
En la parte de atrás de la camioneta, los jóvenes habían dejado de temblar, ya tumbados y confiados. Se sonrieron y él se levantó para estirar los músculos de su nuevo cuerpo de hombre. Paseó desnudo alrededor de la camioneta y abrió la puerta de la cabina para coger un cigarrillo. Lo encendió y caminó lentamente hacia la puerta del garaje. Mientras tanto, ella se vestía mientras tarareaba una canción de cuna. Las pequeñas horas de intercambio entre día y noche ya se habían ido, y un intenso rayo de sol intentaba filtrarse por los ventanucos, arrojando destellos de luz sobre la camioneta.
La puerta del garaje se abrió lentamente, y detrás de ella apareció un pequeño ciudadano indignados, sosteniendo amenazante una escopeta de caza.

- Aléjate de mi hija, negro de mierda.

Al fondo, ella, aún semidesnuda, empuñaba otra escopeta y sin parpadear ni un instante, disparó al muchacho. El tiempo se detuvo por unos instantes, mientras el pequeño cuerpo, débil y etéreo, se derrumbaba contra el suelo, iluminado por mil trocitos de luz solar. No hubo gritos ni lamentos, sólo el leve soniquete del anuncio de crecepelos. 'Cómprelo ahora, o se arrepentirá'.

'Cómprelo ahora, no espere ni un minuto más'.