Tu hija y tus ideas


Por Demian Konfino

Rosario 12


15 de diciembre de 2025 – 0:00


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Ilustración: Tu hija y tus ideas (Gentileza Natalia Pizzacalla)

Eras la referenta de tu agrupación universitaria. Esa cucarda no te la saca nadie. A pesar de haber sido muy joven, nunca abandonaste a tus compañeros. Sí, dejaste la facultad momentáneamente, pero a los cumpas y a las ideas jamás. Seguiste yendo a las asambleas con la beba en brazos. Escribías los panfletos en tu casa. Llamabas a los voluntarios que se habían anotado en la planilla de la mesa de ustedes, en el pasillo central. No te gustaba mucho esa palabra, “voluntarios”, preferías otra, “militantes”. Pero todavía no lo eran. No conocías sus motivaciones o si les daba el cuero. También pintaste afiches, mientras aupabas a la niña. Nadie puede achacarte falta de compromiso. Mucho menos, ausencia de ovarios.

Siempre anclaste en las ideas de Guevara y Fidel. Tu vieja siempre fue china y te comió el coco con Mao y Carlitos Marx. Pero, a vos nunca te cerró. Estaban muy bien los conceptos, pero eran impracticables en esta parte del mapa. Al mismo tiempo, Perón alejaba a las masas del socialismo. Por eso, Fidel y el Che sí te cuajaban. Habían hecho posible mucho de todo aquello que te leían en tu casa, lo que le escuchabas a los amigos de tu vieja.

Que bien que se te daban los discursos, Mariana. Arriba siempre los obreros y los estudiantes. Cómo te escuchaban los compañeros, cantando tus verdades, revelando tus saberes, esclareciendo objetivos, reforzando esperanzas y optimismos que nunca llegaban, pero siempre estaban el caer. Porque la crisis del capitalismo auguraba un nuevo amanecer. ¿Te acordás de esa frase Mariana? Más vale, la decías siempre. El sistema se caía y debíamos estar preparados.

Cuando te pudiste organizar con tu compañero, con tu laburo, y pudiste dejar a Tania en una guardería, retomaste los estudios y recuperaste el terreno que, en verdad, nunca habías perdido. Me refiero al del liderazgo de la orguita. Eso no te lo sacaba nadie porque todos te admiraban. Con todos los quilombos, siempre habías estado al pie del cañón. A veces te dormías en el ciclo de formación en marxismo, porque claro no habías pegado un ojo en toda la noche con Tanita demandando tus tetas. Pero no faltabas jamás.

Mirá si te iban a poder disputar el trono. Igual, apuraste la vuelta y retomaste los estudios porque creías en aquello del Che, la pedagogía del ejemplo. Lo que se propaga por la boca, se hacía carne con el lomo. No podías ser la presidenta de tu agrupación universitaria y no ser estudiante.

El tema es que sí, no te alcanzaban las horas del día. Ser mamá, compañera, militante, estudiante y trabajadora era demasiado para una sola persona. Optaste por no dejar ninguna de tus actividades, pero la que pagó el precio fue la facu. No podías cursar la misma cantidad que el resto. No dejaste, pero comenzaste a meter de a una materia por cuatrimestre y, más tarde, una por año.

Tus compañeras y compañeros, de pronto, fueron cambiando. Los que arrancaron con vos se fueron recibiendo o dejando. De tu camada inicial no quedaba nadie. Empezaste a ser la hermana mayor y después la tía de tus compas. Pero, no te amilanaste. Continuaste organizando las charlas, los plenarios, los campamentos.

Y acá me quiero detener. Porque, claro, la nena se fue criando sola. Con la tele, con sus compañeritos de colegio y fue adoptando sus propios códigos. Sus gustos sobre el mundo ya no pasaban por ayudarte a pintar la pancarta. Quería los juguetes que tenían sus compañeras. Las figuritas de la época que a vos te parecían tan del sistema. La ropita. Y el color rosa, que detestabas. Más tarde, la música electrónica que te parecía una aberración.

Claro, hay un detalle en el que deberías reparar. Fue tu responsabilidad haberla mandado a colegio privado. Deberías hacerte cargo. Camuflaste una incoherencia con la necesidad de que Tania fuera a doble escolaridad y no hallabas escuelas públicas cercanas, con esa modalidad. Bueno, puede ser, pero al mandarla a un privado, el contexto en el que se crio la niña fue el de los consumos culturales y sociales de clase media. No salieron de un repollo aquellos intereses infantiles. Vos dirías, banales.

Pero, a vos, eso te ponía loca. No podías creer cómo tu hija te había salido así. Superficial. La cheta, le decías a veces con sorna. Y empezaste a querer torcerla, cambiarle sus pareceres. Primero con persuasión. Más tarde con imposición.

Así fue que se te ocurrió que fuera de campamento infanto juvenil que habías organizado para los hijos de los compañeros y de los vecinos de los barrios humildes donde iban a dar apoyo escolar hace tantos años.

Se irían al Tigre, a un camping a la vera del río Paraná. Para las pibitas de la villa era una movida hermosa. Pero, para tu nena no. No quería saber nada. Ni siquiera cuando le contaste que iba Luciana, la hija de Noelia, y Gastón, el hijo de Patricia y Norber. Las dos compañeras de la agrupación también mandaban a sus hijos al mismo colegio que iba Tania, aunque eran de distintos grados. Cuando ustedes se juntaban, estaba todo bien entre los niños. Se divertían mil. Pero, cuando iban al colegio no se daban ni bola.

Tania temía lo que finalmente ocurrió. Como ella era mayor, ya tenía trece, no dormiría con sus dos amiguitos menores que ella. La pondrían con chicas de su edad. Muy probablemente, pibas de los barrios. Con otros códigos, con otro lenguaje.

Tania tenía miedo y lloraba, en los días previos. Y a vos no te importaba porque decías que se tenía que curtir. Que tenía que salir de su burbuja de cristal y conocer otras realidades. Que ya estaba creciendo y debía alejarse de la música del sistema, la que la tenía encerrada horas con su discman, para asomarse a las cumbias y los rocanroles.

Y sí, efectivamente, lo que pasó fue lo previsible. Le fue pésimo a Tania en el campamento. Al menos, te enteraste que se paró de manos cuando las pibas de su carpa le zarparon su campera violeta de corderoy. Es decir, bastante valiente la nena. Digna hija de una luchadora. Pero, la convivencia fue imposible. Las pibas la deliraron mal y tu hija lloró en silencio los días y las noches. Y lo peor, lograste el efecto contrario.

Muy lejos de acercarse a otras realidades, la alejaste al punto máximo. Nunca más quiso otear siquiera la posibilidad de comprometerse con alguna causa humana justa. Eso sí, alguna sensibilidad había heredado. Se hizo proteccionista de animales. Talibán de mejorarle la vida a los caballos que cinchaban de los carros y a los perros callejeros.

Y ahí anda en la vida Tania. Con su pareja, sus perros y sin hijos. Egresada de una carrera universitaria como la tuya y con un buen trabajo. Es una buena mina y es querida y festejada por sus amigos y compañeros de laburo. No será lo que quisiste, pero le está yendo bastante bien.

Dejá de castigarte ya. Vos en la marcha con tu remera roja, sin militancia orgánica pero con tus ideas de siempre, y ella en el gimnasio con sus auriculares inalámbricos, escuchando a Hernán Cattáneo. Las dos felices.

Si bien intentaste ponerte dura en algún momento, la criaste con libertad. Y ella escogió el camino. No reniegues. Falta poco para que revisen esa infancia y no haya más reproches. Al contrario, tal vez mañana, puedan cagarse de risa juntas, con una cerveza de por medio y una bandejita de maníes con cáscara. Anécdotas no les faltan.*

* https://www.pagina12.com.ar/2025/12/15/tu-hija-y-tus-ideas/

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Un acto de dignidad

Página 12

Por Demian Konfino

10 de noviembre de 2025 – 00:00

Gentileza Natalia Pizzacalla.
Gentileza Natalia Pizzacalla.. Imagen: Gentileza

La plata era para el pibe. Mango por mango había juntado para regalarle el departamentito. Que no tuviese que pasar por todas las que él pasó. Gracias a dios y la virgen, en los últimos años había podido ir armando un plazo fijo chiquito. Después, uno más grande. Y, sobre todo, a partir del retiro voluntario la guita se multiplicó.

Entel había ofrecido una mosca generosa y a él le quedaban pocos años. No lo pensó demasiado. Con el sueldo de la Norma y alguna changuita suya en su viejo oficio de gasista no pasarían zozobras. El premio bien valía ajustarse un tanto: el pibe tendría asegurado su futuro.

Con el retiro consumado y la plata a buen resguardo en el banco esperarían el momento justo. Había planeado la sorpresa con la paciencia de un artesano. Sacó la plata justa para la seña del derpa dos ambientes y se la depositó al vendedor. Hizo preparar la escritura a nombre del nene. Tenía fecha para el tres de diciembre. El plazo fijo se acreditaba ese mismo día, el del cumpleaño número dieciocho de Luciano. Ni se lo imaginaba.

La colimba había sido pesada en los años de plomo, pero le había granjeado disciplina y oficios. Varios oficios. Y ahora lo valoraba. Había pasado de odiar a los milicos por los maltratos que le propinaron a reivindicar la educación que había recibido en los cuarteles. Se sentía viejo cuando se percataba del giro. Pero era así. Y más con los trabajitos que fue haciendo desde el retiro. El sentimiento de gratitud fue creciendo.

La Norma lo macaneaba con eso. De viejo te volviste medio milico, lo pinchaba. El humor había renacido entre ellos. Las tormentas de años atrás habían pasado. La relación estaba casi como en su inicio. Se cortejaban. Se hacían regalitos. Se esperaban con mate y cremona todas las tardes. También, se buscaban por las noches como en sus mejores años.

La decisión del retiro y la guita para el departamento había sido de los dos. Él trajo el tema cuando se enteró del rumor en la oficina. Lo fueron masticando hasta que estuvieron de acuerdo. Se compraría algunas herramientas que le harían falta, guardaría un pucho por si acaso y el resto, directo al plazo fijo, hasta que Luciano cumpliera la mayoría de edad.

Estaban ansiosos, aunque lo disimulaban. Faltaba un fin de semana apenas. Ya querían ver la cara de Lucho yendo a la escribanía. Contemplando los verdes moviéndose a ritmo frenético en manos de los vendedores, armando paquetitos de diez mil, escuchando su nombre, su nueva calidad de propietario, metiendo el gancho en la escritura, recibiendo la llave todavía sin poder creerlo.

Claro, un fin de semana parece nada. Pero en el inicio de diciembre de dos mil uno podía implicar una explosión dantesca, capaz de derribar un castillo. Su castillo. El del sueño de orfebrería. El de los años de planificación para llegar a un lunes y quedarse colgados del sábado previo. Dos días nomás. Cuarenta y ocho horas en las que descubrió que odiaba al género humano. Sino a sí mismo.

Hechos conocidos por todos. El sábado primero de diciembre de 2001, el Ministro de Economía Domingo Cavallo anunció una limitación a la extracción del dinero de las personas depositadas circunstancialmente en un banco. ¿Cómo? ¿El dinero era de las personas, pero no tan así? ¿Y la libertad y todo ese cuento? ¿Y la propiedad privada? ¿Y la seguridad jurídica?

El lunes tres de diciembre entró en vigencia el decreto firmado por el presidente Fernando de la Rúa que implementaba lo que se conoció con el edulcorado nombre de “corralito” por el que los bancos limitarían los retiros de dinero depositado en sus sedes a doscientos cincuenta pesos/dólares por semana. Allí terminó ese gobierno. 

Aun cuando el diecinueve y veinte ocurriera el empujón final. El corralito acabó siendo corralón y ya no se permitió extraer el dinero hasta mucho tiempo después mediando una quita exorbitante.

Este párrafo de algunos renglones es absolutamente inerte para expresar lo que vivieron millones de argentinos, entre ellos la Norma y él. Lo que murió en ellos. Lo que quedó en el camino para siempre.

Como pudo le contó a Luciano ese mismo sábado. El cumpleaños más triste de la vida de Lucho, la pasaron juntos golpeando los vidrios del banco embustero, puteando a los tipos con traje que ingresaban o salían por la puerta blindada.

La estafa se consumó y el dinero no alcanzaba ni para una habitación del departamento. El escribano quería cobrar por el trabajo realizado y la seña depositada no podía ser revertida. El sueño del derpa para el nene se había esfumado.

Demoró bastante en salir del pozo. Casi como el país. Un par de años largos habrán sido. Tito, su amigo de la infancia, le trajo la punta del ovillo. Tenés que experimentar la satisfacción de un acto de dignidad, le dijo una noche de viernes en el bar del gallego, entre maníes y vermús.

Tito había sido monto silvestre en los setenta y desde el quilombo de dos mil uno se había metido en la asamblea popular de la plaza del barrio. Semana a semana se organizaban para ir a martillar las chapas acanaladas que tapeaban los bancos de Argentina. Además, todas las noches cocinaban una olla popular y en la misma plaza repartían guiso a los miles de crotos que poblaban las calles de la nación.

Las conversaciones con Tito le fueron dando la manija que necesitaba hasta que trazó un plan y definió la estrategia. Requería paciencia, pelotas y suerte. Contaba con las dos primeras, lo tenía claro. En cambio, la fortuna le venía siendo esquiva. Necesitaba que una vez el viento soplara para su lado.

Como muchos hombres maduros con experiencia en las fuerzas, se presentó a pedir trabajo en un par de empresas de seguridad privada, muy en auge desde los noventa. No fue a cualquier agencia, apuntó sus cañones a las empresas transportadoras de caudales. Lo llamaron de una de ellas y al cabo de algunas instancias de evaluación psicotécnica y de manipulación de armas de fuego pudo ingresar a la compañía.

Le dieron trabajos menores durante el primer año. Rotación en garitas en barrios residenciales o en la puerta de un country. Finalmente logró que se había propuesto. Trabajar en el blindado. Repartir la guita en los cajeros.

Cuando había superado la prueba y lo dejaron fijo resolvió pasar a la segunda etapa del plan. Moverse para que en el recorrido le tocara su objetivo. Así, cuando logró, mediante excusas varias, que le asignaran el recorrido, su recorrido, comenzó a preparar la fase definitoria.

Acopio de insumos, estudio del terreno, fijación del objetivo y fecha y horario. La bomba tenía que estallar el jueves tres de diciembre en el cajero automático de su banco, a las ocho de la noche. Franja poco concurrida, horario central de la televisión, aniversario del desfalco.

Armó el canuto en un rectángulo de la exacta medida de un billete, y un grosor de apenas cinco centímetros, y lo camufló debajo del uniforme. Un día de sol espléndido lo encontró al salir de su casa. Su compañero del camión nunca lo supo. Cuando bajaron, y mientras el policía que custodiaba el banco los segundeaba, aprovechó una distracción para entreverar el paquetito entre los billetes violetas con la cara de Roca.

Cuando cerró el cajero, y caminó hacia la puerta que había dado comienzo a su infierno años ha, se sintió feliz. No permitió que su rostro se desnudase. Nadie se daría cuenta. Eso sí, al policía del turno, antes de ascender al estribo, le deseó:

–Buen servicio, sargento.

Sabía que no lo tendría.*

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El (des)poder

Por Demian Konfino *

29 de agosto de 2025 – 00:00

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. Imagen: Gentileza

El nombramiento lo exacerbó. Ya tenía ínfulas siendo soldado raso. De modo que, cuando se publicó en el boletín oficial lo que se había tejido entre tardes de café y noches de whisky, sintió que ahora sí, por fin, demostraría de qué madera estaba hecho: la madera de los que siempre ganan.

Caja chica sin más burocracia que una planilla genérica. Secretaria y chofer. Un séquito de obsecuentes a disposición. Billetera electrónica abultada a fin de mes. Puertas que se abren cuando ayer se cerraban. sonrisas generosas con todos los dientes que antes no se dejaban ver. Dudas trocadas por elogios. Arribistas. Minitas. Y los amigos del campeón.

El nuevo Contralor General de la Nación pasó a habitar el poder y sus atribuciones con la cotidianeidad de quien se consideraba un predestinado. No por el mérito de sus calificaciones académicas, aunque sí por el buen ojo para elegir las relaciones. Un buen club de rugby en zona norte, al que accedió mordiendo el polvo de más de una humillación, fue la alfombra de la antesala de su notoriedad. Su labia y su pinta hicieron el resto.

Su trayectoria en la Administración transitaba la llanura de la mediocridad. Su único título de grado lo habían ubicado en un escalafón de medianía que le granjeaba alguna tranquilidad a fin de mes, pero ninguna aventura. Al contrario, se llevaba mal con casi todos sus compañeros porque lo tenían como engreído y tenían razón. Ni se calentaba por disimular su desprecio. Venía necesitando litros de adrenalina para no perecer en la insignificancia. La merca ya no le alcanzaba. Allí, en ese bache, alumbró la idea que había permanecido en estado de latencia. El club.

Estudió el deporte del balón ovoide con más fruición que todas las materias de su discreta carrera universitaria. Había un motivo de peso. El único compañero de oficina con el que se relacionaba, era socio del club. Su objetivo. Luego, al momento de avanzar en su cortejo conocía reglas, formaciones, resultados, estrategias, alianzas, rivalidades, rumores, escudos, nombres, sobrenombres, colores y leyendas de la historia del rugby nacional y mundial. Fue soltando la información de a poco, dejándose adivinar primero, mostrando una primera carta después. Pura seducción como la que se le daba con naturalidad en otros rubros.

Y entró. Al cabo de algunos meses, su señuelo (y un amigo de este) lo presentó y la comisión directiva aprobó el ingreso por unanimidad. La galantería para dejar ver sus conocimientos le allanaron el camino. Se hizo popular en el club, aún sin practicar el deporte.

En el club siempre convivieron cortesanos y advenedizos distinguidos. Ambos bandos siempre caían bien parados, con todos los gobiernos. Para jugar en las grandes ligas, y no solo emitir lisonjas, era cuestión de separar la paja del trigo y esperar. Estar listo y aguardar el momento. Porque él sabía, estaba persuadido, que le iba a llegar.

Cuando le notificaron la designación, se hizo llevar por la administrativa de siempre hasta su flamante oficina como si desconociera su ubicación. Le ordenó que recogieran sus petates de su escritorio y se los llevaran inmediatamente. No le importaba, en esa primera etapa, mostrar empatía, sino autoridad. Había alguien que estaba arriba (él) y muchos que estaban abajo (todos los que nunca soportó).

Impartió órdenes. Viajó por todo el país. Madrugó y (sobre todo) anocheció en la oficina. Porque en estos menesteres, el bacalao sigue cortándose después de las 19 horas cuando todos los agentes normales (sus compañeros antes, sus subordinados ahora) ya tomaron el mate con sus queridos y se disponen a cenar en la tranquilidad de sus hogares y, fuera de los edificios del centro, solo se escucha al viento.

Su desempeño se caracterizó por los recortes. Claro, no en su círculo directo de beneficios asociados a la función. Los atributos son de nosotros, los ajustes son ajenos. Se dedicó a achicar áreas, reducir gastos y cesantear personal. Cortó el diálogo con el sindicato. Ni siquiera atendía a los delegados de base que habían sido sus compañeros. Ejerció el poder bajo el paraguas del clima de época. Fue el contexto el que marcó el rumbo. Él solo tuvo que navegar en el cenit de la marea.

Creyó que ya no era necesaria la seducción. Ahora aplicaba la prepotencia. Su influencia fue creciendo en el gobierno, más allá de sus funciones específicas. A fuerza de hacer lo que había que hacer y difundirlo acordemente. Su olfato que hasta ahora venía invicto lo fue llevando a optar acertadamente cuando las pujas de poder lo obligaban por un bando. Todo parecía indicar que su carrera ascendente no tenía techo. Se empezó a dar el lujo de no atender al secretario. Ahora reportaba directamente con el ministro y con el presidente.

La prensa amiga empezó a rondarlo. Prefirió el off, al principio. Con discreción. Más tarde, con desenfreno. Hasta que tuvo que empezar a dar la cara porque su figura empezaba a hacerse mítica y sentía que debía refrendar su potencia. Si los medios elogiaban su sombra más se maravillarían con sus aptitudes para el encuentro, facha probada y oratoria destacada.

Y la cagó. Porque las dos o tres personas de poder que se hallaban por encima suyo comenzaron a sentirse amenazados. Y le llovieron los carpetazos. Corruptelas menores primero. Violencia de género después. Fue hallando explicación para todo y portavoces con ganas (o sobres) dispuestos a canalizar las justificaciones.

Aprendió la lección y bajó el perfil. Por un tiempo. Pero venía cebado y no se aguantó. Volvió al ruedo y su estrella acabó quedándose sin fuego y con una fila de enemigos dispuestos a cobrarse todas las cuentas. Empezando por sus colaboradores directos, víctimas de su pedantería, sino de su maltrato directo.

Cuando salió de un acto de gestión en Villa Gobernador Gálvez y leyó el whatsapp comprendió que se había terminado. La bronca fue lo primero que apareció. El desprecio vino después. Fatalmente, sintió que lo asaltaba cierto alivio. Después de tanto quilombo necesitaba bajar un poco. No se imaginaba todavía la crueldad del despoder. Venía en ese tren de reflexión cuando salió a la calle y vio que su auto no estaba.

Su chofer se había enterado por radio y no aguardó indicaciones. No tuvo dudas. Aceleró hacia el centro y se perdió. 

* https://www.pagina12.com.ar/853180-el-des-poder

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El cuentenik y la nación

Por Demian Konfino

Página 12

6 de agosto de 2025

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. Imagen: Gentileza

Fue un paso trascendental. Quizás el más importante de su vida. Él era medio contrera y no se fijaba en si las condiciones del país lo favorecían y la mar en coche. Pero lo favorecían y, en secreto, él lo sabía.

Antes de instalarse en el conurbano sur, había viajado miles de leguas marinas desde su Constantinopla natal hasta el puerto de Montevideo. Sus papás ya venían trotando mundos desde la península de Crimea, del otro lado del mar Negro.

En la margen oriental del río de la Plata intentaron afincarse, establecerse. Hasta un hermano nació uruguayo. Sin embargo, sus padres resolvieron cruzar el charco para intentar mejores oportunidades.

Aunque no se llevó con la escuela, se notó muy rápidamente que sí se le daba bien con los idiomas. Además del idish, el ruso y el tártaro familiar, comenzó a hablar muy velozmente el castellano y, posteriormente, el lunfardo de la mano del tango. Más tarde, también, se autocultivaría en el inglés y el francés.

Desde chiquilín salió a patear la calle para brindar una mano. Con pantalones cortos paseó su valija de cuero por los suburbios de Buenos Aires. Vendedor ambulante, a domicilio, de los más variados misterios y maravillas. A crédito o al contado. En idish, su oficio se decía cuentenik. Se hizo una clientela respetable principalmente en el barrio de Bernal y alrededores, yendo y viniendo hacia la capital con el tranvía 22 para conseguir los más diversos encargos.

Cuando ya había sumado tela al largo de los pantalones, y probado suerte como obrero textil en la fábrica Ducilo, un dato cazado al paso en un cafetín del centro de Quilmes le empezó a carcomer la duda. Su presente humilde, aunque apacible, podía cambiar. Corría el año 49 y el porvenir venturoso era una perspectiva, acaso, realizable. El progreso no esperaba. Había que ir a buscarlo.

Claro, había riesgos. Muy importantes. Principalmente la falta del ingreso fijo de sus clientes o de la fábrica. Y la deuda. Porque para dar el paso había que hipotecar hasta su bicicleta. El club Social, donde acudía con regularidad, a intercambiar cartas y billetes con más mufa que suerte, había subdividido un salón y se disponía a alquilar un par de locales en la calle principal de Quilmes. El presidente del club era compinche de escolazo y le alcanzó el ofrecimiento.

Era un honor y una responsabilidad muy grande. Lo primero que hizo fue cranear la logística, armar el equipo y analizar si llegaba. Había que ver cómo salía su mayor apuesta. Le recomendaron un sastre asturiano que aceptó resolutivamente, aunque sabía que no había paga fija los primeros meses. Los muchachos del club le confiaron el contacto del gerente del banco. Habría crédito para arrimar las primeras telas. Pasó el sombrero entre la paisanada y consiguió algo más. Se decidió. Sería comprador y vendedor, como antes, pero ahora en su propio local. En su negocio.

Y la pegó. Porque la gente tenía laburo y derechos laborales y andaba con plata en el bolsillo para pegar una pilcha. Para vestir el fin de semana. Lucirse en el club. Para galantear el baile. Para ir sobrio a la cancha. En esa época, la sastrería se destinaba a todo momento y lugar. La sofisticación y los colores de la modernidad no habían contaminado, todavía, el buen gusto.

Contrató un cadete y después un vendedor y, más tarde, una empleada para las tareas de limpieza. En esa etapa de progreso lo encontró el amor. O algo parecido. Ya se había hastiado de andar girando, cuando le presentaron a una polaca finísima, alta y espigada, hija distinguida de un comerciante del Once. Ambos eran grandes para los cánones de los años cincuenta. Se gustaron, se coquetearon y, al embarazarse, apuraron el papelerío del matrimonio.

El hijo varón fue una bendición aunque su salud tardó en enderezarse. En la primaria se darían cuenta que la escuela no sería su fuerte. Tampoco los deportes. Se destacaría, sí, en los negocios. Bueno, en El negocio. Pero no nos adelantemos.

Jaime, así se llamaba nuestro cuentenik, comerciante respetado ya y experimentado (ahora sí) jugador de barajas, atendió a una nueva señal, una quimera en la vida de todo inmigrante: tener la casa propia. La casa y el negocio, en este caso. Una oportunidad, en la misma manzana del local, le golpeó la puerta de su ambición. Un caserón antiguo, venido a menos, se vendía por un valor accesible y a plazo. Las relaciones del club y las buenas migas con el banco allanaron la decisión. Juntó, además, los manguitos que había ahorrado y compró.

Obrero, comerciante, jugador y, súbitamente, propietario. Siempre cuentenik, si entendemos por este oficio, además, la búsqueda optimista de la oportunidad permanente.

Dejaron de alquilar y se mudaron, a pesar del franco deterioro de las instalaciones. No le había quedado resto. Su mujer fue a trabajar al negocio a la par y, también, metió en el negocio al pibe que no acertaba a promediar la secundaria. Achicó el personal y juntó los billetes de los salarios caídos hasta poder refaccionar la casa. Y algo más.

El yugoslavo Mijalchuk, a quien contrató, le dijo que, si además del monto acordado le entregaba las aberturas y los herrajes de la demolición en parte de pago, podía animarse a cumplirle su anhelo: Dejar la casa habitable en el primer piso y hacer algunos locales en la planta baja. Al cabo de muchas privaciones y algunos años. Jaime y familia tenían casa y tres locales propios. Al más grande mudaría su negocio. El resto sería un ingreso fijo en concepto de rentas para, en un principio, ir achicando la deuda.

La inauguración contó con la presencia del señor intendente de la ciudad y la crema de las fuerzas vivas locales. Estaba orgulloso y en paz. Su hijo, Marito, no se había recibido de la escuela, aunque sí se había aferrado con fuerza y aptitud a las cuatro paredes de la mejor sastrería del sur del conurbano. Con 60 años podía encaminar el retiro y viciar sin culpa ni responsabilidad. La obra estaba hecha.

Sin embargo, nuestro cuentenik seguía presente en todos los progresos, como una sombra, como un patriarca. Supervisaba, pero dejaba hacer. Se reservó, por muchos años, la última palabra. Hasta que soltó definitvamente.

Mario, no tan pibe ya, haría crecer el negocio y abriría –junto a su esposa Julia– una boutique de mujeres que daría que hablar. Desfiles a beneficio con los modelos más cotizados. Publicidad en diarios y revistas. Vestirían novios, trabajadores, empresarios, actores y actrices de cine, futbolistas, animadoras de televisión y, hasta, presidentes de la Nación.

La sasterería sobrevivió al cuentenik muchos años. Al cabo de ese tiempo, Mario también se jubiló, aunque siguió abriendo cada mañana como una inercia. Los hijos que tuvo junto a Julia pudieron estudiar en la universidad pública y fueron la primera generación de profesionales de la familia. Otro orgullo que llegó a disfrutar Jaime en vida. Eso sí, no continuaron con la obra comercial. Era cuestión de tiempo.

El negocio cerró el mes pasado, como una fatalidad, después de 76 abriles. 

Cambios en las relaciones de comercio, ausencia de continuadores enlazados por la sangre, achaques de salud, algunos años de depresión comercial y de la otra, tras haber superado el invierno de Alsogaray, a Krieger Vasena, el rodrigazo, Martínez de Hoz, la híper, el menemismo y el macrismo (todos) con sus políticas recesivas, y hasta una cuarentena, no aguantó esta época de apatía general y caída sostenida de las ventas y el salario.

Cuatro generaciones se enhebraron entre pantalones y camisas, practicando la seducción del viejo oficio del comercio hasta que una fría noche de invierno el metal de la cortina frontal chocó por última vez contra el suelo.

La vida y la sobrevida de nuestro cuentenik, una metáfora real del último tercio de existencia de nuestra joven nación. Un triste presente que secuenciará, quizás, una nueva esperanza, cuando se disuelva la evanescente espuma del mal gusto*.

* https://www.pagina12.com.ar/847310-el-cuentenik-y-la-nacion

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Fue el olvido

Por Demian Konfino

Para Página 12 (https://www.pagina12.com.ar/833428-fue-el-olvido)

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. Imagen: Gentileza

Cuando llegó a River creyó que tocaba el cielo con las manos. Tras años de transitar el ascenso y sus canchas de barro y madera, llegar a Núñez era un sueño ni siquiera soñado. Todavía le faltaba saltar el océano y llegar al Madrid. 

Sí, porque el Toro Patiño, de él estoy hablando, jugó para la casa Real, tal vez, el equipo más importante del mundo. Y no un partido aislado. Varias temporadas. No solo eso. Su regularidad en el equipo y sus buenos desempeños lo llevaron jugar para la selección española, después de un trabajoso trámite de nacionalización.

Cuando se retiró decidió volver al país. Y para su sorpresa no firmó tantos autógrafos ni le pidieron tantas fotos. Tampoco lo invitaron a demasiados programas de radio. El Gráfico le dedicó un pirulo escondido en la página veinte. Creyó que podía haber bronca con eso de jugar para otro país. O envidia por su carrerón. La cosa es que tampoco lo convocaron los clubes para que dirigiera en primera. Ni siquiera en las inferiores.

Se sentía un paria. Con las pesetas que trajo compró un par de departamentos, un puesto de diarios y revistas sobre la peatonal y un taxi con su licencia. Todo para alquilar y vivir de rentas. Una jubilación anticipada cuando todavía era muy joven.

La falta de reconocimiento y el hastío lo pinchó. Se despertaba tarde, escuchaba radio, almorzaba y volvía a la cama para una siesta temprana. Una rutina que incluía una relación distante con su esposa y sus dos hijos, de los que se ocupaba poco. 

Nunca estuvo diagnosticado, pero sufría una depresión extendida.

El tiempo que sí disfrutaba era el que repartía entre las reuniones de Futbolistas Agremiados, donde llegó a ser tesorero, y el café religioso de la esquina de su casa, en el que todas las tardes se juntaba con los muchachos para hablar de fútbol y minas. Allí daba rienda suelta a su otra pasión, contar chistes de gallegos, muy valorados y festejados por sus amigos. Las palmadas y las risas lo ayudaban a no sentirse tan solo.

Cuando volvía del bar, invariablemente con olor a alcohol, pasaba por el kiosco y me gastaba un par de cuentos de gallegos. Me gustaba más verlo feliz, transitando el cuento, que el remate que siempre era bastante trillado.

Me agradaba tirarle un poco de la lengua sobre sus años mozos. Se le nublaban los ojos cada vez que evocaba un amago, un desborde, un centro a la cabeza. Ni que decir de sus pocos goles. Se acordaba los detalles más irrisorios. El Toro Patiño era marcador de punta derecho. Según papá, “un cuatro de puta madre, de los que ya no hay”.

Todas las semanas pasaba, aunque fuera un día, a contar uno o dos chistes y, ante mi requerimiento, alguna anécdota. Yo le cebaba unos mates y, de paso, le daba una mano para neutralizar el tufo antes de que llegara a su casa.

Hasta que un día dejó de pasar. No me di cuenta al instante, ni a la semana. Quizás dos o tres meses transcurrieron cuando me crucé de vereda para preguntar por él a uno de sus amigos del bar, Cacho Lentini. 

Cacho me dijo que no iba al bar hacía tiempo y que alguien comentó que no salía de su casa y que andaba medicado. No sabía muy bien qué tenía, pero estaba enfermo, según le habían asegurado.

Uno para no entrometerse a veces puede pasar por mal educado. Pero me pareció que tenía que dejarlo en paz. Nunca había ido a su casa. Por algo tampoco se había dado. Era una relación del kiosco. Él lo había establecido así y lo respeté.

Tres o cuatro años después, como si nos hubiéramos visto el día anterior, me saludó con el brazo en alto desde la puerta del kiosco. Yo estaba atendiendo y no le pude dar mucha cabida. 

Pero la actitud y el gesto habían sido distantes, como de cortesía, o de buena vecindad. No se correspondía con su larga ausencia y nuestras innumerables conversaciones.

Me quedó picando el tema hasta que lo volví a ver unos días después, un sábado a la tarde. Yo estaba cerrando el negocio, cuando lo divisé caminando hacia mí, a unos cincuenta metros. Abrí los brazos y lo esperé con un abrazó que devolvió con timidez. Me iba a ver al equipo del barrio, el mismo en el que el Toro había debutado cincuenta años ha, y estaba llegando medio justo. Lo invité a la cancha, sabiendo que él no iba. Y para mi asombro me dijo que sí, que venía. Me puse contento.

Fuimos hasta el auto que estaba enfrente y le di arranque. Pasaron algunas cuadras y el silencio no se había roto. Como siempre yo esperaba que él hablara. Él siempre había hablado. Pero ahora no. Entonces, empecé a preguntarle cuestiones relacionadas con el equipo y sus años vistiendo su camiseta. 

“No me acuerdo mucho”, “Yo jugaba muy bien” y “La gente me quería mucho”, fueron las tres oraciones con las que, lacónico, respondía a mis estímulos. Me di cuenta que eran frases hechas. Que alternaba sin pensar. Como comodines. Como mantras.

Cuando llegamos a la cancha y sabiendo que no tenía entrada ni era socio, encaré al pibe de UTEDYC y le expliqué quién era el Toro. Lo miró y era como si le hablara de un extraterrestre. “Andá a consultar”, le ordené. El muchacho volvió y abrió el molinete. Antes le dijo: “Mi jefe dice que eras un fenómeno, pasá”. El Toro me miró con cierta incredulidad.

Subimos unos escalones y nos sentamos. Habíamos llegado bien. Faltaban quince minutos. Lo felicité por el elogio que le habían regalado. Seguí insistiendo con las preguntas y empecé a enfocar en algunas más obvias, como su paso por River, por el Real, por España. Comodín. Mantra. Yo no lo podía creer. Y ahí me di cuenta. 

El Toro no pudo responder contando ninguna historia porque se había olvidado de las anécdotas y también se había olvidado de contar. Y se había olvidado de todo porque estaba enfermo. Esa era su enfermedad. Alzheimer quizás. Y yo que creía que era depresión.

Se acercó un señor con un nene. “Toro querido, ¿te acordás esa jugada que hacías?”, le preguntó y sin esperar respuesta empezó hacer una morisqueta torpe con su cuerpo añoso, moviéndose para un lado y para el otro: “Flip, Flap, ¿te acordás, Toro?” repitió el señor y sin esperar respuesta miró a su nieto: “No sabés qué jugador que fue el Toro Patiño, el mejor cuatro que vi en mi vida y mirá que vi muchos, eh”.

El Toro, avergonzado, recibió el abrazo del hombre. El chiquito aprovechó para extender una birome y pedir que le firmara la camiseta.

El Toro puso el gancho y me miró. Yo sentí que me quería decir “la pucha, parece que es verdad, que fui bastante bueno”, pero solo atinó a mover la cabeza.

Me dio mucha pena darme cuenta que no estaba disfrutando el tan ansiado reconocimiento.

Apenas grité los dos goles del triunfo tranquilo. Me había ganado la nostalgia.

Durante el silencioso camino de vuelta, de pronto, comprendí su padecimiento, en toda su dimensión. Yo no era doctor, pero esto era evidente. Aceleré con los ojos llenos de lágrimas y en cinco minutos llegué a destino. 

Cuando bajó, caminó hasta la puerta de su casa y me saludó desde allí sin ninguna emoción, ya no tuve dudas. Había un culpable del ocaso del Toro. Fue el olvido. El olvido al que lo sometieron acabó victorioso. 

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La salida del túnel

Por Demian Konfino

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. Imagen: Imagen web

No le podía fallar a Pablito. Recuerdo que eso fue lo que se me cruzó en la cabeza cuando calculé su centro defectuoso, a mitad de camino entre mi posición y la del arquero. Porque, sí, es algo que me reprocho hasta el día de hoy. Yo me di cuenta que no llegaba. Pero él había hecho una corrida por izquierda a puras zancadas, dejando varios rivales por el camino y su generosidad de wing divisó al 9 que llegaba solito por el medio, o sea yo, y me tiró un centro desagradecido con su slalom.

Y yo, a pesar de percibir que la redonda no venía hacia mi posición, que era una clara pelota del arquero, empecé a correr desesperado para alcanzarla, aunque fuera un segundo antes, y tocar al gol. Y, después, correr hasta abrazar a Pablito y decirle: “Es tuyo, todo tuyo”.

Es cierto que en un momento me esperancé. Porque el arquero, que tenía la facilidad de usar las manos y capturar el cuero, se arqueó hacia atrás dejando pasar algunos segundos preciados. La pelota iba a media altura y, quedaba claro, él iría al corte con los pies. Cuando ya lo tuve encima, no llegué a percatarme de que su salida además de inadecuada era temeraria. Las dos plantas de sus pies se dirigían, con precisión cirujana, hacia mis piernas. Quiero todavía creer, 30 años después, que intentó impactar la pelota. Y solamente fue torpe. Si no tendría que haberlo querellado por tentativa de homicidio.

Llegué a amortiguar la pelota con la derecha y me perfilé para puntearla con la izquierda. La doble fractura de tibia y peroné en mi zurda y la canilla como si fuera una banana desde la rodilla hasta el tobillo existieron desde el exacto segundo posterior al planchazo del arquero. Fue tal el escándalo en el predio del club alemán que el partido no continuó y el profe no sancionó el claro penal y la segura expulsión del guardametas, hecho que me hubiese acercado, sino alivio al menos, cierta sensación de haber obtenido algún reconocimiento ante semejante esfuerzo.

Me llevaron a upa entre el profe y Pablito hasta el micro naranja del colegio y me subieron al primer asiento, mientras don Córdoba, el chofer se sobresaltaba de su siesta y le daba arranque al viejo Mercedes. Todos mis compañeros subieron atrás nuestro con caras que iban del susto a la angustia. Julián, mi verdugo, lloraba desconsoladamente. Una vez que estaban todos, y con los huesos de mi pierna presionando contra la carne para salir al sol, el micro puso primera y después, trabajosamente, segunda.

Lo que siguió fue la odisea de buscar a mi viejo. Hoy lo pienso y no puedo creerlo. Está bien, no existían los celulares. La tecnología era obsoleta. Pero teléfono de línea y emergencias médicas existen desde hace mucho. En cambio, lo que ocurrió fue el micro con don Córdoba al volante, mi banana sostenida por Pablito, el profe de gimnasia con indisimulable rostro de desesperación y todos mis compañeros del cole dando vueltas por el centro viendo si mi papá había abierto la ferretería después del receso de almuerzo. Y como el primer resultado fue negativo, girando en círculos hasta que apareciera. Por suerte fueron 10 o 15 minutos los que tardó papá en aparecer.

Mi viejo me metió en la parte de atrás del Regata y me llevó al sanatorio. Primero fue la radiografía. Después el diagnóstico y, más tarde, las maniobras traumatológicas y el yeso. Desde la ingle hasta la punta de los pies. No había que operar pero el yeso debía permanecer intacto dos meses.

La verdad que fue duro. No podía valerme por mí mismo. Desde ya, que no tenía habilitado ningún deporte. Me picaba y no me podía rascar. Me daba calor. Sentía calambres. Bañarme implicaba una ingeniería de bolsas con cintas que cubrieran cada parte del yeso y equilibrio para intentar que esa obra se mojara lo menos posible. Sentía mucha impotencia. Y tristeza.

Hubo algo que sí fue divertido. Los paseos que me daban mis compañeros en la silla de ruedas durante los recreos. Y, también, las firmas y los dibujos sobre el yeso tuvieron su atractivo. Pero hubo un trazo dulce que, cuando lo descubrí, sentí que todo había valido la pena. “Te quiero. Mechi”, en letra preciosa y verde. Era real y bellísimo. La chica que me gustaba, por primera vez, me dejaba conocer que a ella también algo le pasaba.

Me acuerdo que la noche de su mensaje la llamé. Antes había que hablar con la madre o el padre, o si tenían un mango más podía ser una empleada, que atendían la llamada y derivaban la comunicación. Sí que daba vergüenza. Bueno, la cosa es que vencí la timidez la llamé y se lo propuse: “Hola Mechi, ¿querés ser mi novia?”, disparé antes de esperar a que levantara la guardia. Y se ve que la dejé mareada porque lo que siguió fue silencio. Tuve que repetir su nombre dos veces y volverle a preguntar antes que me dijera que lo quería pensar.

Mi desilusión no fue tan grande. Todavía. Después del fin de semana me respondería. Yo sabía que a Andrés le había dicho que no de una, hacía unos meses. A mí, por lo menos, no me había rechazado. Pero ¿qué tenía que pensar si me había escrito que me quería? No lograba entenderlo por más que le daba vueltas al asunto.

La razón llegó ese lunes gris, en el primer recreo. Me pidió hablar y yo sentí que mi cuerpo se hinchaba. Me ruboricé y temblé. No esperó a que aceptara el convite. Agarró mi silla de ruedas y me llevó a pasear hasta estacionar en un lugar alejado de miradas curiosas. Me dijo que me quería, y mucho, pero como amigo. Que era su mejor amigo y que ella se sentía chica para andar de novia. Quizás más adelante, intentó esperanzarme al constatar mi expresión. Yo le dije que sí, que claro, que la entendía, que obvio. Y por dentro (y está visto que por fuera también) no podías esperar la hora de retornar a mi casa y encerrarme a llorar hasta el final de los días.

Estuve muy triste. Bastante más que cuando Julián me había quebrado. Era otro dolor. Probablemente mi primer dolor en el alma. Y esos no se curan con un yeso de unos meses. Tardan en cicatrizar. Una o dos semanas más tarde, sin embargo, sentí que empezaba a dejar atrás el asunto cuando papá me trajo a casa al 10 de la primera de nuestro equipo. El Indio López.

Hugo López, el “Indio”, que había sido 3 veces campeón con el club, era una leyenda y estaba gastando sus últimos cartuchos en el fútbol profesional intentando un último ascenso, era cliente de la ferretería de papá. Se ve que el viejo le contó de mi yeso, de mi fanatismo por el club y por él y, capaz, le refirió algo de mi bajón por Mechi. La cuestión es que, además de la sorpresa, me prometió que ni bien me recuperara me sacaría a la cancha como mascota del primer equipo, para salir por el túnel y posar hincado junto a él para la posteridad.

A partir de allí puse todo mi empeño para dejar atrás el yeso y pisar el verde césped junto al Indio. Era un sueño y estaba todo dado para hacerlo realidad.

De esa tarde de sábado me acuerdo especialmente que la hinchada no paraba de alentar, que se escuchaba muy fuerte y que el túnel era muy oscuro y largo. Y también que cuando pisé el último escalón con el Indio, la vi a ella sonriendo junto al alambrado de la platea y sentí la luz del sol entrando a mi corazón.

La caminata hasta el centro del campo de juego, el saludo con los brazos en alto a los cuatro costados y la foto fueron inolvidables.

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El retazo herido

En https://www.pagina12.com.ar/813882-el-retazo-herido

Por Demian Konfino

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. Imagen: Gentileza

Lo llevábamos a todos lados. Hubo un momento que era como más importante ir a la cancha para que esté el trapo que por el lamentable espectáculo que brindaba el equipo de nuestro barrio. Si no podíamos ir los dos, porque siempre íbamos juntos con mi hermano, uno de los dos tenía que estar. Tan así que un año, finalizando el siglo pasado, la revista partidaria que se repartía cuando jugábamos de local, había colocado a nuestra bandera en la cima de las más seguidoras. Tanto empeño por la lealtad se veía reflejado en ese reconocimiento.

Cada final de junio, inequívocamente, nos quedábamos con la ñata contra el vidrio, constando una nueva frustración. Pero, cada inicio de agosto volvíamos a empezar. Cada temporada nueva era el reseteo de una vieja ilusión: volver a primera. Con la oreja pegada a la radio, a la tira deportiva del mediodía, íbamos alimentando la certeza con cada rutilante incorporación o con cada promesa que inexorablemente debía explotar vistiendo la blanquita.

El calendario avanzaba siempre con nuestro trapo colgado del alambrado. De local y de visitante. Con los que llevábamos los colores a todos lados, nos conocíamos bien y nos respetábamos. Nosotros teníamos un prestigio ganado, por eso, conseguíamos siempre buena ubicación. Cada tanto, había que pechear con algún muchacho. O había que comerse alguna puteada de algún alma plateista cuando, de visitante, tapábamos una partecita ínfima del campo de juego.

Finalmente hubo un año que, tras once temporadas en el ascenso, se nos dio y fue una fiesta. En primera llenamos todas las canchas y demostramos que esa era nuestra categoría. El equipo, además, estuvo a la altura de su hinchada e hizo un campañón. Clasificamos por segunda vez en nuestra historia a la legendaria copa Libertadores de América. La emoción nos rompía el pecho. Además, ahora había que pensar en un esquema internacional para la presencia de nuestro pabellón.

Viajamos a Chile y a Brasil. No nos dio la nafta para ir a Bolivia y eso nos jodió. No hubo más posibilidades porque, bueno, no pasamos la primera ronda. Pero había sido grandioso. Cuando caímos en la cuenta, la aventura internacional había que pagarla con una flojísima performance en el torneo doméstico, hecho que nos depositaba en el peregrinar angustiante de disputar los últimos puestos para no descender.

Pelear el descenso es lo peor que te puede pasar en la vida. Solo hay una cosa peor: descender. Todo es agonía. Más lenta o más veloz, la primera se te escapa de las manos y pasás a ser un muerto civil.

Llegando al ocaso de nuestra estancia en primera después de casi cuatro años en los que pudimos afirmar nuestros colores en lo más alto del fútbol argentino, tuvimos que viajar a Jujuy. Ya éramos solo unos cuantos enfermos. El resto lo escucharía por radio. Y digo “tuvimos”, porque ganas no nos faltaba de quedarnos. Demasiado viaje, para ninguna recompensa. Pero, bueno, eso de la lealtad en las malas y el trapo, claro. Tenía que estar.

Un viaje largo en micro de línea. Un fin de semana con salida a boliche en San Salvador incluida. El partido para el olvido. Nos empataron faltando quince y nos lo ganaron cuando el cotejo se moría.

Sin embargo hubo un suceso al que me quiero referir con más detalle.

Durante el partido, descubrimos que en nuestra tribuna habían hinchas del lobo jujeño que por alguna razón no habían ido a su sector. La verdad es que no jodieron durante buena parte de la jornada. El tema se empezó a caldear con el empate. Algunos lo gritaron.

Ante esa secuencia, evaluando el panorama, los que teníamos banderas empezamos a descolgarlas. Había que saltar una pequeña fosa para llegar al alambrado. Lo mismo, en reversa, para volver a la tribuna. Nos mató.

Mi hermano se quedó en el ida y vuelta con los locales. En mi caso, troté hasta la parte baja de la popular. Salté al alambre, desaté todos los nudos hasta el último hilo y le tiré el trapo a un pibe que tenía una bandera con un dibujo de Homero Simpson en el centro de nuestros colores. La verdad es que lo conocía poco y debí haberme dado cuenta. Con el diario del lunes, una persona que elige esa representación para una tribuna conurbana no era demasiado fiable.

El tema es que cuando estaba por saltar el foso para retornar, observé atónito como un pibe, jujeño, corrió hasta nuestro Homero Simpson y le arrancó nuestra bandera. Bueno, una parte. Homero jalonó y presentó una tímida resistencia. En el tironeo, el jujeño se llevó un pedazo y desanduvo el camino. Mientras yo saltaba con una celeridad que me desconocía, me percaté que el pibe se dirigía hacia la reja que separaba nuestra tribuna de la local.

Empecé a perseguir al pibe tirando manos contra los que me querían detener. Cuando estaba por alcanzarlo, el flaco arrojó la tela hacia el otro lado. Fue un segundo. Me sentí derrotado mientras veía el vuelo fatal. Tantos años, tantas canchas y un descuido bobo nos humillaba para siempre.

Así me sentía cuando, para mí sorpresa, la tela quedó atrapado en lo más alto del alambre de púa, en la parte superior de la reja. No llegué a dudarlo. De pronto me supe hombre araña y en medio segundo estaba trepado de la reja de cinco metros de altura rescatando el retazo herido.

Volví con los míos entre empujones y algunos aplausos.

Nos tuvimos que ir de la cancha custodiados antes que terminara el partido. Cuando ya estábamos a salvo repasé nuestro pabellón y noté que el corte era más grande de lo que pensaba. Pero teníamos los dos pedazos y era cuestión de zurcir.

Jugamos de local entre semana y la bandera no llegó del quirófano. Eso sí, la revista partidaria amplificó la crónica del embrollo en registro épico. Recién estrenamos la segunda vida del trapo, con una cicatriz enorme, el domingo siguiente en la reja visitante de la cancha de Ñuls, bajo un sol abrasador.

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Fueron dos segundos

Cuento de Página 12

Por Demian Konfino

Lo vio y quedó notificado de la fecha de vencimiento de su suerte. Había ideado todo con un alto nivel de detalle. Hasta ese atardecer creía que su fábula era infranqueable. El tiempo transcurrido lo venía ratificando. Por eso, cuando no pudo evadir su mirada incrédula, su gesto sorpresivo, de reconocimiento, el naipe que sostenía el castillo de su nueva vida voló junto al viento del Pacífico.

Siempre fue muy inquieto y muy emprendedor. Tuvo diferentes oficios y en todos pudo juntar una moneda. Todavía, al principio, no se le daba por el despilfarro. Después sí. Cuando dejó de leer los ceros de sus cuentas bancarias, se permitió cualquier delirio. Y eso llegó cuando pegó el pleno en el negocio de la seguridad.

Le tiraron el dato. Si se armaba una cáscara de empresa y reclutaba un par de monos, tenía asegurado el contrato de vigiladores privados con la Asociación de Amigos de la Peatonal. Claro que el retorno para el presidente era muy por encima de la media. Pero no había riesgo y era todo ganancia. No lo dudó. Y acertó. Porque ese fue el primer peldaño de una maquinaria que no paró de crecer. Hasta lo que pasó en Stadium.

Llegó a tener un ejército de tres mil vigiladores monotributistas que le dependían. En supermercados, calles públicas, estadios, boliches, municipalidades, edificios, entre muchos otros lugares. También se le dio por la parafernalia bélica y se hizo importador de pertrechos y tecnología de seguridad. La adrenalina pasó a ser más importante que el oxígeno. Dormía cuando podía, después de un polvo poderoso o a la vuelta del bajón de un saque suculento.

Así hasta lo de Stadium. El arreglo con la comisaría fue dejar pasar todo al local. Nunca se imaginó que el boludo del dueño iba a pijotear con el techo. Una bengala duró. La pesquisa determinó la responsabilidad del titular de Stadium SRL pero también la suya. Sus patovas habían cerrado la puerta de emergencia y habían evitado los controles de manera expresa.

El gordo Julio, papá de Martín, uno de los pibes que murieron, se lo hizo saber en la última reunión. Como abogado de varios familiares había juntado toda la evidencia. Lo tenía agarrado de los huevos y le daba la oportunidad de confesar para que no le agravaran los cargos. Un par de ratis habían cantado y un monotributista suyo se había quebrado. Tras sobrevivir milagrosamente y sobreponiéndose a sus amenazas, el vigi contó todo.

Y fue el momento en el que le cayó la ficha. Si el gordo no lo hubiese alertado, estaría sopre o suicidado. Ya demasiado con los juicios que estaba acordando y pagando religiosamente. Los ceros estaban empezando a hacerse visibles. Si a eso había que sumarle la jaula, no lo soportaría.

Al día siguiente, con la complicidad de algunos insolventes que le debían más que favores armó la estrategia. Sacó todo al exterior por vehículos financieros que no permitieran llegar hasta el verdadero dueño y se fugó. Ni su familia, ni su contador, ni quienes que lo ayudaron en la liquidación final, nadie, supo el destino final. Sí, según se filtró a la prensa días más tarde, se conoció que se había colado por la frontera de Iguazú. Tal vez a Ciudad del Este. Quizás a Foz. Por ahí más lejos.

La prensa siguió el caso. Primero en tapa, con opinión de los grandes editorialistas. Cronistas televisivos hicieron sus viáticos viajando a la frontera. Después, al mes, el caso empezó a perder audiencia y pasó a policiales. Hasta que ganó el olvido. Pasaron los años y nadie supo más nada de él.

Hasta esa tarde de enero, cuando el sol se dejaba seducir por las nubes y regalaba algo de paz al calor seco de la cordillera.

Con otro nombre, su segunda oportunidad lo encontraba, principalmente, como empresario inmobiliario en Santiago de Chile con inversiones también en gastronomía y hotelería. Habían pasado más de diez años y, hacía un tiempo volvía a sentirse pleno. Se sentía seguro. Había cambiado su vestimenta y su apariencia, además del documento. Nunca reconoció a nadie, ni nadie lo reconoció. El tiempo y esta certeza lo animaron a ir volviendo. No a su ciudad pero sí a su país.

Compró unos lotes en Uspallata y decidió llevar a la realidad unos dibujos viejos, trazados una noche de desvelo para quemar la angustia, para distraer la memoria. Un glamping de cabañas tipo iglú, geométricas, con ventanales a las estrellas que en esa parte del mundo se veían como en ningún otro lugar.

Consiguió los obreros y se puso a trabajar a la par. Disfrutaba sentirse libre bajo el sol patrio. Demoraron varios meses, casi un año. Cuando concluyeron, su orgullo irradiaba luz a su mirada. Esa mirada que, un poco más opaca, unas semanas después lo haría caer.

Con su cámara profesional tomó unas fotos divinas de las cabañas junto a aterdeceres y noches soñadas. Las subió a las plataformas de búsqueda de hospedaje y esperó. Un día, nada más. Entró la primera reserva. Después otra y otra. Estaba feliz.

Por fin llegó el día. El día que podría mostrar su creación. Y el día que, aún no lo sabía, lo devolvería a las tapas matutinas. Los primeros huéspedes quedaron maravillados y él junto a ellos. Nada podía ser mejor. Pero sí peor. Mucho peor.

El segundo huésped se acercó al portón con auto austero. El primero había caído con una Hilux negra, con chapa del año anterior. Divina. Aunque poca cosa al lado de su Hummer roja. Sin embargo el segundo cayó con una Surán blanca con la chapa de antes, no la del Mercosur. Le llamó la atención porque no era el target que esperaba de acuerdo a la tarifa.

Se acercó con su mejor sonrisa, abrió el portón y fue al encuentro del vidrio negro. Fueron dos segundos. Si hubiera sido más temprano, probablemente ambos hubieran tenido anteojos negros y el resultado no hubiera ocurrido. Pura especulación pero con alto grado de probabilidad.

Porque lo que lo vendió fue su mirada. La que Julio conocía de memoria. Desde ese fatídico noviembre, se había jurado llegar a la verdad y a la justicia. A la verdad había arribado pronto pero la justicia se le había escabullido de las manos. Y se sentía culpable. Desde la fuga, se hizo un juramento secreto. Tendría paciencia. Todas las noches miraría la foto de ese rostro, para no olvidarlo, hasta encontrarlo en la vida real. Hasta ese atardecer.

Y fueron dos segundos. Los que le tomó a Julio estirar la diestra debajo de su asiento, extraer la Ballester Molina radiante, quitar el seguro y disparar. En el medio de los ojos. Para apagar esa mirada para siempre y sentirse en paz.*

* https://www.pagina12.com.ar/809600-fueron-dos-segundos 

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Seguridad y derechos humanos: ¿Conceptos opuestos o complementarios?

Por Demian Konfino

Un sistema que construye una guerra contra el delito en el que de un lado y del otro hay pobres es un sistema que quien lo dirige divide para reinar.

La selectividad punitiva (qué delitos son procesados por el sistema penal) se centra en los robos, asesinatos, secuestros, narcomenudeo. Allí se explica buena parte de la población carcelaria. La mirada mediática denigra a los victimarios, reclamando su cadalso. Nunca analiza su contexto, sus causas. Sectores amplios de la población se hacen eco y van más allá de la Constitución Nacional. Las cárceles, según esta interpretación, no deben servir para resocialización sino para castigo, al contrario de lo que establece el artículo 18 de la Constitución. Mano dura, gritan. Diente por diente, como la ley del Talión.

Se encuentra en ese sector social al que pertenecen buena parte de los victimarios de los delitos urbanos callejeros un chivo expiatorio. Un culpable de los males de la sociedad. Los pobres, los negros, los cabeza, no merecen la protección del Estado. O son vagos o son chorros. O asesinos. O violadores.

Por su parte, dentro del análisis de la cuestión debe considerarse otro asunto relevante. Los policías también –en su gran mayoría– provienen de los sectores populares. No parece casual. Al contrario. Un sistema que construye una guerra contra el delito en el que de un lado y del otro hay pobres es un sistema que quien lo dirige divide para reinar.

En cambio, los delitos cometidos por otras clases, los denominados “delitos de cuello blanco” (delitos económicos, como estafas, evasión, corrupción, etc.), son solo excepcionalmente procesados por el sistema judicial. Salvo, como se ha observado en el último tiempo, cuando los procesos están dirigidos con fines de persecución política.

De esta manera, se circunscribe sobre un sector social, el de bajos o nulos recursos, una otredad negativa. El otro como peligroso, como responsable de los fracasos o frustraciones del resto de la sociedad. La discriminación aparece así de un modo peligroso, como piedra angular de los peores crímenes.

En este sentido, el filósofo Giorgio Agamben acuñó el concepto del «homo sacer», es decir, aquel individuo que tras haber cometido un delito quedaba expuesto a la muerte. Cualquier ciudadano podía matarlo, y ese acto no era considerado legalmente un homicidio. El delincuente se hallaba por fuera del derecho. Su vida se convertía en vida desnuda que cualquiera podía tomar. Partiendo de este concepto, luego, el filósofo Darío Sztajnszrajber reflexiona: Si la ley construye la norma, lo que queda por fuera es lo anormal. Los excluidos del sistema, los pobres, los sin derechos, los “nadies” son los que quedan diariamente en “estado de excepción”.

Daniel Feierstein, sociólogo e investigador argentino, ha desarrollado una teoría según la cual la otredad negativa es el primero de seis pasos que desembocan en un genocidio. Veamos. La construcción de una otredad negativa; el hostigamiento; el aislamiento; las políticas de debilitamiento sistemático; el aniquilamiento material y, finalmente, la realización simbólica del genocidio.

Feierstein estudia al nazismo y a la dictadura cívico militar argentina. Primero se marcó a otro peligroso. En un caso los judíos y los gitanos. En el otro, los bolches, la subversión. Ese esquema es trasladado en muchos estudios académicos a las dinámicas de discriminación actual hacia sectores sociales de bajos recursos o hacia extranjeros.

También, en los últimos días, desde lo más alto del Poder Ejecutivo argentino se ha propiciado la estigmatización de los miembros de la heterogénea comunidad LGTB. Por eso hay que estar muy atentos a estos reflejos sociales.

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#CoberturaColaborativa

Ahora bien. Lo cierto es que, volviendo al tema que me ocupa, la seguridad también es un derecho. El artículo 34 de la Constitución de la Ciudad, por ejemplo, así lo garantiza. La gran cuestión es cómo garantizar la seguridad sin violar derechos humanos.

Veamos algunas respuestas posibles en el largo plazo. Priorizar la prevención sobre la represión. Control estricto sobre las fuerzas policiales a fin de evitar posibles “excesos”, con agentes con buen entrenamiento físico, formación en la lógica de los derechos humanos y bien remunerados para evitar tentaciones. Cárceles limpias y espaciosas, como complemento de una justicia eficaz que dé respuestas penales en plazos razonables.

Focalizar en la prevención implica, entre otras cosas, estudiar las causas del delito: educación, cultura y trabajo para todos y todas. Garantizando estos tres derechos para toda la población, los índices de inseguridad urbana callejera son mucho más bajos, según lo demuestran diferentes casos en el mundo. Cuba o Suecia por poner ejemplos diversos.

Aún así, estos conceptos no alcanzan. La mirada progresista de la seguridad deja a un lado el “mientras tanto”, el corto plazo. Hasta que alcancemos los párrafos anteriores van a correr muchas lágrimas bajo el puente. Y mucha sangre. Y mucho dolor. También frustraciones e impotencias. Van a pasar años, si es que finalmente algún día ocurre. Pero, en el ínterin, los gobiernos deben garantizar tanto los derechos humanos como la seguridad. No deberían ser opuestos, al contrario, deberían ser complementarios. Pero del deber ser no se come.

Los gobiernos populares que han intentado políticas de seguridad basadas en el respeto a los derechos humanos no han dado en la tecla aún. No han podido demostrar altos grados de eficacia en la disminución del delito urbano callejero. Sí, tal vez, han dado batalla en el terreno cultural contra la otredad negativa (aquello de “la patria es el otro”) y eso es importante porque desde el Estado se deslegitima el discurso estigmatizante.

Tampoco los gobiernos punitivistas y reaccionarios han logrado mejores resultados. Mientras, endurecen el discurso, la praxis y la propaganda para satisfacción de sus audiencias. Sólo en parte. Atrás del velo, la realidad es la misma. La mano dura no reduce el delito por el simple hecho de que las causas del delito urbano callejero no obedecen a la cantidad o a la calidad de la pena sino a factores sociales, culturales y económicos mucho más profundos. El delincuente no delinque con el código penal en la mano. Son otras razones.

¿Entonces?

Esa es la pregunta de la filosofía y de la ciencia penal. No hay una sola respuesta. Quizás, resultaría importante acertar con la pregunta o las preguntas.

Mientras tanto la gestión pública debe transitar el espinoso sendero de garantizar la seguridad sin denigrar al otro y, finalmente, respetando los derechos humanos de todos y todas. Es un tremendo desafío. Pero siempre merece la pena intentarlo sin soluciones simplistas que siempre son parciales y efímeras.

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El desquite

El desquite

Por Demian Konfino

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. Imagen: Imagen web

Las lágrimas del flaco fueron la confirmación de que algo no había estado bien. El flaco nunca lloraba. Lo habían recontra cagado a piñas mil veces. Ojo, el también repartía. Pero se la bancaba. No derramó lágrimas, aunque sí mucha sangre, la vez que Nando, un pibe de la secundaria, le rompió la nariz de manera irreversible, cuando mi amigo se hizo el lindo con Érica, nuestra bella Érica, la más linda del curso desde siempre y para toda la eternidad.

Esa mañana, cuando el flaco volvió, intentó –inútilmente– ocultar su rostro todo colorado e hinchado por detrás de sus palmas. La seño Gabriela, con solo una mirada, le explicó que no podía permanecer en clase en modo misterio.

Yo me sentaba al lado. Sentí los ojos de la seño. También, la del resto de los compañeros del aula. Todos vieron lo inédito y una angustia generalizada, aunque invisible, recorrió el salón. El flaco estaba desconsolado. Yo traté de enfocar para otro lado, medio aparatosamente, como para dar el ejemplo y que otros me imitaran. No creo que haya sido por eso, pero, por suerte, unos segundos después la situación se fue descomprimiendo y la cara del flaco empezó a recuperar su tono y su grosor.

Ni bien sonó el timbre del recreo nos contó la humillación. Mirta no solo lo sacó del aula, jalonándolo del brazo de manera brusca, lo que ya era demasiado para una escuela pública de una democracia que había cumplido 10 años. Mi viejo me contaba que, en la escuela primaria en su época, le hacían juntar la punta de los dedos y lo golpeaban con una regla, o le daban golpecitos de nudillos en la sien, cuando la autoridad lo consideraba adecuado. Pero aquellos eran tiempos de milicos cada dos por tres.

Cuando Mirta cerró la puerta de nuestro salón, con un sonoro portazo, lo metió en el baño de hombres, abrió el grifo, se enjabonó la diestra, tomó de los pelos la cabeza del flaco con la zurda y le metió el jabón humectado en la boca, frotándolo frenéticamente contra su lengua. Repitió la secuencia no menos de tres veces. Le lavó la boca con jabón. Literal. Ante la impotencia y la angustia profunda de mi amigo que no atinó a reaccionar.

Lo único que había hecho fue decir una mala palabra, medio inocentona, con pésima fortuna. Cuando empezaba a decir “Pelotuda” en voz clara y sin la lluvia de ninguna otra voz, Mirta, la directora del Normal hacía ingreso al salón para informar vaya uno a saber qué.

Fue la advertencia. Tal vez no la mensuramos lo suficiente. Mi amigo del alma, Ezequiel Palos, el flaco, estaba apuntado.

Con el flaco nos habíamos propuesto dejar huella en nuestro séptimo grado, el último que íbamos a estar juntos porque cada uno iba a rumbear para una secundaria diferente. Habíamos planificado pequeñas travesuras, nada grave. Un chasco en un cigarrillo de la seño para que le explotara cuando hiciera un pucho en sala de profesores, alguna bombita de olor que se nos caía de un bolsillo sin querer en al aula de sexto, algún hámster que se evadía de nuestras mochilas sin pedir permiso y se le ocurría pasear por el baño de las chicas. Pavadas. Eso sí, siempre fuimos los dos.

Sin embargo, Mirta lo tenía cruzado al flaco Palos. A mí me miraba con desprecio. Al flaco, con odio. Esa era la distancia. Y así todo no nos dimos cuenta que se nos estaba yendo de las manos.

Mucho no ayudaba el desempeño educativo del flaco, a decir verdad. Yo zafaba. Nunca me costó mucho la escuela y sin estudiar iba en piloto automático. El flaco no. Tenía muchas virtudes. Era gracioso, pintón, tenía buena labia, jugaba bien al fútbol y a todos los deportes en general. Pero con los libros no se le daba.

Nunca nos imaginamos que algo de todo eso iba a desembocar en lo que nos enteramos unas semanas antes de egresar.

“De más está decir que Ezequiel Palos no egresa”. Así lo largó la turra de Mirta al finalizar una jornada en la que estábamos empezando a delinear el acto de fin de curso. En un registro neutro, informativo. Primero fue el silencio. Después el alboroto. Empezamos a cantar “IN-JUS-TI-CIA/ IN-JUS-TI-CIA”. El salón quedó hecho un hervidero. La seño Gabriela, pobre, no sabía qué hacer. Le pedíamos explicaciones a ella y ella, claramente, no las tenía. La decisión era pura y exclusivamente de la directora.

Decidimos planear medidas para alcanzar la reversión de la resolución. Pedimos reunión con la directora, pusimos una mesa en un pasillo de la escuela y repartimos volantes denunciando la arbitrariedad. Hicimos sentadas y abrazos a la escuela. El impulso inicial fue perdiendo inercia y al terminar el curso no nos quedaba nafta. El flaco Palos no egresaría.

Eso sí, al viaje de egresados lo llevamos igual y la pasamos de 10. Pero la expulsión del flaco o su repitencia, no estaba del todo claro, era un mojón que nos recordaba en todo momento que no podíamos ser absolutamente felices.

Con ese sentimiento a flor de piel, en el trayecto de vuelta desde La Falda, le propuse al flaco, no una revancha, un desquite. Por algún lado había escuchado una consigna que me había quedado rebotando en algún resquicio de mis neuronas. Si no hay justicia hay escrache. Le propuse al flaco que pusiéramos un pasacalles en contra de Mirta en el frente de la escuela o en su barrio. Pintemos con aerosol, retrucó el flaco. Y ahí se armó.

Unos días después, ya sabiendo que al flaco lo habían hecho repetir y lo habían expulsado de la escuela, las dos cosas, en la mañana de un lunes de enero compramos un pomo de pintura en aerosol negra en una ferretería del centro y fuimos los dos hasta la escuela. Era receso de verano y no había un alma en las inmediaciones. Él pidió ser el que escribiera. A pesar de haber sido el de la idea y de haber insistido bastante, él me dijo que tenía que ser él porque él era el perjudicado directo. Era muy razonable, con lo cual mi rol fue el de campana.

Cruzamos los dos hasta el frente blanco, inmaculado, de la escuela. constatamos que nadie aparecía. El flaco destapó el aerosol y escribió en letra grande y precisa “MIRTHA”. Me agarré la cabeza y le dije: Sin “H”. Era tarde ya. Pero hubo unos segundos de disgusto y zozobra. Lo apuré para salir de la quietud que nos había provocado el yerro. Me pareció escuchar un ruido de adentro de la escuela y lo conminé: Dale, boludo terminá y rajemos.

Crucé de vereda para tratar de ver toda la zona y descartar la existencia de ojos curiosos. Nada por aquí por allá. Me tranquilicé. Volví a mirar hacia la escuela y lo vi al flaco orgulloso, como posando con su obra. Parecía que esperaba que le sacara una foto. Me gustó verlo así, después de las que habíamos pasado. Sentí que habíamos acertado con el desquite.

Desvíe la mirada del flaco para contemplar su obra y mi corazón se precipitó: MIRTHA SORRA.

Quise llorar. Pensé en gritarle que lo corrigiera rápido, que intentara la “Z” de alguna manera. Pero ya era tarde. El flaco ni se dio cuenta y yo no se lo dije. Para adentro pensé, tal vez, no le venga mal cursar un año más la primaria. Corrí hasta su lado y lo abracé: Vamos, quedó hermoso.*

* https://www.pagina12.com.ar/801800-el-desquite

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