[EL PRESENTE TEXTO DESCRIBE Y COMENTA ACCIONES, SITUACIONES, TRAMAS, MOTIVOS, ETC. DE LA NUEVA OBRA DE LEANDRO PINTO CIUDAD CADÁVER. NO DESVELA EL DESENLACE DE NINGUNO DE LOS RELATOS, PERO ALGÚN COMENTARIO PUEDE ANTICIPAR CIERTOS DETALLES NARRATIVOS. SE INCLUYEN ALGUNOS TEXTOS CITADOS ILUSTRATIVOS Y REFERENCIALES]
La guerra del Peloponeso que enfrentó a las ciudades-estado de Atenas y Esparta duró casi treinta años, desde los años 431 al 404 a. C. Tucídides de Atenas, contemporáneo del hecho bélico, nos lo narró con precisión histórica y rigor científico.(1)
Las hostilidades se desarrollaron, en buena parte, más como una guerra de desgaste que con grandes batallas. Los lacedemonios, superiores por tierra con su infantería, incursionaban en los territorios atenienses, agostaban los campos, las casas y los escasos bienes de los campesinos, que se refugiaban en Atenas, protegidos por su muralla urbana y por los “Muros largos”, un corredor de cinco quilómetros de largo por cincuenta metros de ancho que unía la ciudad con el puerto de El Pireo.
Sin consenso absoluto por parte de los estudiosos del tipo de epidemia que asoló Atenas a partir del 430 a. C., lo cierto es que la enfermedad que se propagó por la ciudad, debido al hacinamiento de las gentes en el espacio urbano y en los “Muros largos”, acabó con un tercio de la población (o quizás algo más). La negra y sombría muerte pestífera alcanzó incluso al famoso regidor de la ciudad: Pericles.
Las palabras de Tucídides (quien también padeció la enfermedad) describen así el caos y el sufrimiento que se desató en Atenas:
Nada podían hacer los médicos por su desconocimiento de la enfermedad que trataban por primera vez; al contrario, ellos mismos eran los principales afectados por cuanto que eran los que más se acercaban a los enfermos; tampoco servía de nada ninguna otra ciencia humana. Elevaron, asimismo, súplicas en los templos, consultaron a los oráculos y recurrieron a otras prácticas semejantes; todo resultó inútil, y acabaron por renunciar a estos recursos vencidos por el mal.
En los demás casos, sin embargo, sin ningún motivo que lo explicase, en plena salud y de repente, se iniciaba con una intensa sensación de calor en la cabeza y con un enrojecimiento e inflamación en los ojos; por dentro, la faringe y la lengua quedaban enseguida inyectadas y la respiración se volvía irregular y despedía un aliento fétido. Después de estos síntomas, sobrevenían estornudos y ronquera, y en poco tiempo el mal bajaba al pecho acompañado de una tos violenta; y cuando se fijaba en el estómago, lo revolvía y venían vómitos con todas las secreciones de bilis que han sido detalladas por los médicos, y venían con un malestar terrible. A la mayor parte de los enfermos Ies vinieron también arcadas sin vómito que les provocaban violentos espasmos, en unos casos luego que remitían los síntomas precedentes y, en otros, mucho después. Por fuera el cuerpo no resultaba excesivamente caliente al tacto, ni tampoco estaba amarillento, sino rojizo, cárdeno y con un exantema de pequeñas ampollas y de úlceras; pero por dentro quemaba de tal modo que los enfermos no podían soportar el contacto de vestidos y lienzos muy ligeros ni estar de otra manera que desnudos, y se habrían lanzado al agua fría con el mayor placer. Y esto fue lo que en realidad hicieron, arrojándose a los pozos, muchos de los enfermos que estaban sin vigilancia, presos de una sed insaciable; pero beber más o beber menos daba lo mismo.
Pero lo más terrible de toda la enfermedad era el desánimo que se apoderaba de uno cuando se daba cuenta de que había contraído el mal (porque entregando al punto su espíritu a la desesperación, se abandonaban por completo sin intentar resistir), y también el hecho de que morían como ovejas al contagiarse debido a los cuidados de los unos hacia los otros: esto era sin duda lo que provocaba mayor mortandad.
Todas las costumbres que antes observaban en los entierros fueron trastornadas y cada uno enterraba como podía. Muchos recurrieron a sepelios indecorosos debido a la falta de medios, por haber tenido ya muchas muertes en su familia; en piras ajenas, anticipándose a los que las habían apilado, había quienes ponían su muerto y prendían fuego; otros, mientras otro cadáver ya estaba ardiendo, echaban encima el que ellos llevaban y se iban. (2)
A lo descrito por Tucídides podríamos añadir las condiciones absolutamente insalubres a las que se vería abocada la ciudad con toda la población rural dentro de ella haciendo sus necesidades corporales, con la proliferación de vómitos, esputos y gargajos por todas partes, la escasez de agua y su contaminación por agentes patógenos, el olor nauseabundo que podría sentirse allí donde se fuera y los contagios fuera de control.
Escrita y representada en Atenas en el año 429 a. C. (un año después de que se desatara la peste en la ciudad), Sófocles, contemporáneo de Tucídides aunque mucho mayor que este, describe en su tragedia Edipo Rey la ciudad de Tebas como una “ciudad cadáver” asolada por la peste epidémica y la enfermedad del siguiente modo (versos 21 a 24 del prólogo de la tragedia, habla un sacerdote de la ciudad dirigiéndose al rey Edipo):
Pues la ciudad, como tú mismo puedes ver, bastante agitada se encuentra ya, sin poder sacar la cabeza de las profundidades y de la sangrienta agitación. Languidece consumida en las vainas fructíferas de la tierra, en los rebaños de bueyes que pacen y en los partos estériles de las mujeres.(3)
Se podrían citar varios ejemplos más del mundo antiguo grecorromano.
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Durante la presentación el pasado miércoles 18 de junio de Ciudad Cadáver (Editorial Dilatando Mentes, Madrid, 2025), la nueva obra del escritor argentino afincado en Gran Canaria Leandro Pinto, se hizo referencia a la posible influencia de “La máscara de la muerte roja” de E. A. Poe. A mí, no obstante, se me venía a la memoria con insistencia en esos momentos el comienzo de otro cuento muy breve del escritor bostoniano: “Sombra”, cuya acción transcurre en una ciudad griega ficticia, Ptolemais, durante el comienzo del siglo VIII a. C., una ciudad en guerra y asolada por una peste (el subrayado es nuestro; narra la historia un hoplita, el capitán Oinos):
El año había sido un año de terror y de sentimientos más intensos que el terror, para los cuales no hay nombre sobre la tierra. Pues habían ocurrido muchos prodigios y señales, y a lo lejos y en todas partes, sobre el mar y la tierra, se cernían las negras alas de la peste. Para aquellos versados en la ciencia de las estrellas, los cielos revelaban una faz siniestra; y para mí, el griego Oinos, entre otros, era evidente que ya había llegado la alternación de aquel año 794, en el cual, a la entrada de Aries, el planeta Júpiter queda en conjunción con el anillo rojo del terrible Saturno. Si mucho no me equivoco, el especial espíritu del cielo no sólo se manifestaba en el globo físico de la tierra, sino en las almas, en la imaginación y en las meditaciones de la humanidad.(4)
En el parte final del acto, las cuestiones del público, un señor argentino bien entrado en años tomó la palabra, se autoproclamó un “lector bisoño” (no obstante, citó con mucha pertinencia y apropiadamente a Borges y a Sábato, nada menos) y realizó sus preguntas. Entonces, por asociación de ideas casual, relacioné Ciudad Cadáver, sin haber leído aún el texto, con un cómic de los años ochenta del pasado siglo guionizado por Ricardo Barreiro y dibujado por Juan Giménez, ambos autores también argentinos (Leandro Pinto es argentino de nacimiento). Se trata de la obra cuyo título es sencillamente Ciudad.(5) Los personajes que menudean por la inefable urbe que da título a la obra son como náufragos; hombres y mujeres perdidos en algún momento y a causa de diversas circunstancias por las calles del lugar donde vivían y que aparecen de pronto en una extraña y oscura ciudad, amenazados siempre por peligros espeluznantes y hechos increíbles. No se agota en el título de este cómic la conexión con el nuevo libro de Leandro Pinto, pues en uno de los episodios de la obra de Barreiro y Giménez,(6) dos náufragos que viajan juntos en busca de una salida de tal lugar, Jean y Karen, llegan a una comunidad establecida dentro de la nefanda metrópolis, forticada, vigilada celosamente, con policía y semáforos, con comercios y parques, con autoridades políticas, con colegios y centros médicos. Un lugar estable llamado “Barrio-Castillo”, ajustado a un orden y un sentido al modo de una ciudad normal y corriente. Creyendo que por fin han encontrado un fondeadero donde establecerse a salvo de las penurias y los peligros, Jean y Karen se sienten felices. Pero pronto descubren que aquella comunidad se encuentra infectada hasta la médula por una epidemia de peste que acaba, en cuestión de minutos, con aquel que la contrae. Las autoridades de “Barrio-Castillo” mantienen en secreto la enfermedad, para la que no se tiene cura, e intentan justificar el enjambre de decesos como hechos aislados, aunque saben que el destino de este engendro comunitario es la muerte; eso sí, una muerte “en orden dentro del caos”. Jean y Karen consiguen escapar de “Barrio-Castillo” y prosiguen sus aventuras.
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El emplazamiento de la urbe de “Ciudad Cadáver”, decorado por la cercanía del “Río Turbio”, los “Bosques Umbríos”, “El Monte de las Lamentaciones” o el “Valle de los Chacales”, pareciera haberla predestinado, por la acción de fuerzas arcanas, oscuras, desconocidas e incluso por la degeneración de los seres humanos que la habitaron, a la crónica de un desastre inevitable. Por ejemplo, el Padre Syd, un sacerdote heresiarca, promete la eternidad para sus fieles propugnando, con éxito, la autocoprofagia, primero, y la autofagia después,(7) como rito simbólico estrechado con el nuevo “culto urobórico”. La metrópolis, antaño más o menos próspera aunque sufriente de varios eventos oscuros, ha padecido una epidemia pestífera que ha devastado a su población. Muy pocos quedan ya malviviendo casi como bestias en la ciudad:
El ocaso de Ciudad Cadáver se produjo, como cualquier otro, de forma paulatina, y sin que sus habitantes fueran conscientes del avance de su putrefacción… La de Ciudad Cadáver fue una muerte lánguida y parsimoniosa; el desenlace inesperado a un prolongado estertor.(8)
De la historia de la ciudad leeremos en el libro algunas postales, varios fragmentos (once) que nos enfrentan a diferentes crónicas de sus habitantes, antes y después de que la epidemia, personificada como “Peste”, maligna y engañosa, recorriera sus calles infecciosamente o penetrara, incluso, en las viviendas de sus desgraciados ciudadanos con ardides disfrazados de niños juguetones. Ciertos animales en “levitante descomposición”, originados literariamente de las pesadillas de su autor, han tenido voz propia dentro de esta obra. Hasta un muerto, ajusticiado en la hoguera, relata (evadido de las mazmorras del “Reino Subterráneo, hogar de tormentos sin fin” y refugiado en las profundidades recónditas de los “Bosques Umbríos”) una de esas crónicas, en las que tienen cabida por igual el terror, lo insólito, lo fantástico, lo absurdo.
Quien escribe, que no ha leído toda la producción literaria de Leandro Pinto pero sí un número suficiente de sus obras para declarar que conoce su prosa, está de acuerdo con él en la idea de que Ciudad Cadáver establece por varias razones un antes y un después en su obra. En primer lugar, el autor afirma su complacencia por haber entregado este su último texto a una editorial nacional que colma sus expectativas de publicación y difusión (el libro, puesto a la venta en la página web oficial de Dilatando Mentes el 5 de mayo, se encuentra actualmente “fuera de stock” de compra virtual, aunque sí es posible encontrarlo en librerías). La misma prudencia que no me permite dar noticias de futuros proyectos del escritor de Ciudad Cadáver me reafirma, no obstante, en el criterio de que este ha alcanzado sin duda la plena madurez como autor literario. Mi idea es que Leandro Pinto refrena constantemente al erudito de la literatura y el cine que hay en él para seguir la senda de la más libre creación artística literaria. Ha sido su elección y es menester respetarla. Porque, en segundo lugar, Ciudad Cadáver (que sigue a su extensa novela Recámaras vacías, (9) en donde pudimos asistir ya a un cambio de registro literario) nos transmite la sensación de que Leandro Pinto se encuentra absoluta y versátilmente preparado para luchar en la arena literaria con las diferentes armas que se le ofrecen y, al mismo tiempo, de enfrentarse con éxito a cualquier trabajo que se proponga llevar a cabo.
Hay en Ciudad Cadáver un regreso a la narración corta que alumbró Un puñado de sombras (Mercurio Editorial, Madrid, 2016) y Alguna clase de monstruo (Anroart Ediciones, Las Palmas de Gran Canaria, 2019). Pero el salto cualitativo (sin desmerecimiento de los méritos literarios contenidos en estos dos libros) que podemos apreciar en Ciudad Cadáver es bastante acusado con respecto a esos dos títulos. Por otra parte, los relatos que integran la nueva obra de Leandro Pinto son independientes pero forman parten de un conjunto solidario y coherente que establece una variedad dentro de una unidad; que se pliega y repliega una y muchas veces sobre sí mismo hilvanando poco a poco un universo mitopoético, un decorado mítico propio. Como hemos dicho, cada fragmento de Ciudad Cadáver funciona al modo de un pequeño capítulo dentro de la historia de una ciudad, casi fuera del tiempo y el espacio real, que ha sufrido una epidemia exterminadora; de su antes y después de tal evento apocalíptico. El efecto de lectura es que el libro puede leerse de varias maneras distintas. El lector puede elegir, sencillamente, enfrentarse a él en el orden morfológico lineal que el autor ha establecido en su estructura. Pero también puede leerlo desordenadamente eligiendo al azar uno u otro capítulo o bien ir escogiendo aquellos cuyo título le resulte más evocador (mi preferido, en tal caso, por sus innegables resonancias a la mitología griega sería “La caja de todos los males”). Se pueden, incluso, ordenar cronológicamente los capítulos del libro y leerlos en ese orden. Por ejemplo, si establecemos la convención terminológica de “a. P.” (=“Antes de la Peste”) y “d. P.” (=“Después de la Peste”), Ciudad Cadáver podría ordenarse así:
I-Relatos de antes de la Peste:
1-Urobofrenia (306 a. P.)
2-El recolector de sueños (87 a. P.)
3-Variaciones (70 a. P.)
4-El patio trasero (47 a. P.)
5-Baja temporal (34 a. P.)
II-Relatos de después de la Peste:
6- La urna de todos los males (0 a. P.)
(A partir de aquí, según la ordenación propuesta, nos encontraríamos con lo que podríamos denominar “Saga de Los Cuatro Inmunes”, en el orden que se cita cada relato; se podría considerar que “El juego del escondite” y “Confesión herética” se desarrollan simultáneamente)
7-Demonios hambrientos (1 d. P.)
8-Noche de interfectos (1 d. P.)
9-El juego del escondite (2 d. P.; relato cuya frase final engarza prodigiosamente con la última frase de “Confesión herética”)
10-Confesión herética (2 d. P.; aunque se narran hechos anteriores a “Demonios hambrientos” y constituiría, en parte, un “Interludio” dentro de esta “Saga de Los Cuatro Inmunes” necesario para entender mejor tanto “Demonios hambrientos” como “Noche de interfectos”).
11-Sueños de Oso (32 d. P.)
Así pues, el texto presenta una estructura muy trabajada y un sistema de referencias y alusiones internas perfectamente hilado. Mi segunda lectura de Ciudad Cadáver, cuya finalidad será la de familiarizarme más profundamente con su decorado mito-simbólico, seguirá este orden que he propuesto. Puede que la experiencia lectora sea distinta entonces.
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Leandro Pinto nos ha planteado en Ciudad Cadáver un auténtico tour de force técnico y estilístico. Su erudición lingüística brinda hermosas construcciones semánticas, difíciles de leer hoy en día. El virtuosismo narrativo del autor se adapta a la presentación de distintos estilos según el sujeto que enuncie el relato. ¡Qué diferentes la sintaxis y el vocabulario de, por ejemplo, “Urobofrenia”, donde evocamos por momentos la prosa borgesiana («El arribo al pueblo de un grupo de feriantes y el obtuso desorden metafísico de unos pocos lugareños determinaron la génesis de la doctrina», o bien, «El Padre Syd redactó un decálogo que prescribía el comportamiento ritual de los urobofrénicos. El olvido ha sepultado el corpus de esta ley, pero gracias a Emerjes el Sabio sabemos que uno de los mandamientos exhortaba a los urobofrénicos a practicar el autocanibalismo a medianoche») (10), frente a “El patio trasero”, relato sencillo narrado por boca de su protagonista, un joven de veinte años que malvive junto a su madre realizando «Chapuzas aquí y allá», metiendo «la mano en la mierda sin que se me caigan los anillos», probablemente inculto, cuya voz, cuya declaración, escuchamos a través de un lenguaje coloquial, a veces incluso vulgar. (11)
Pero tanto como el virtuosismo literario del autor, o tal vez más, eleva a Ciudad Cadáver la potencia evocadora y amenazante de las historias que construyen esta obra, como los sueños o pesadillas que, contenidos en el frágil recipiente de cristal de nuestra mente, a veces eclosionan descontroladamente. Al cabo, preguntémonos, ¿de dónde salió, desde donde llegó, cómo arribó a Ciudad Cadáver la Peste?, y también ¿cuál fue su origen, quién o qué engendró al pestífero Ser encapuchado sin rostro? Dice Paula, la psicóloga protagonista de “La urna de todos los males” (relato con el que se cierran los fragmentos de la historia de Ciudad Cadáver) a su ocasional amante, Alex: «No es un sueño cualquiera. Verás, en las páginas de El maldito Ser, el último libro de Kalinowski, el escritor revela algunos aspectos de su vida personal. Entre ellos, que muchas de las criaturas que pueblan su universo narrativo solían reaparecer en sus sueños.» (12)
Una psicóloga. Un escritor. Criaturas monstruosas que pululan por los sueños. Reescrituras de un mito…
No siempre es necesario ‒escribe Mircea Eliade‒ conocer la mitología para vivir los grandes temas míticos. Bien lo saben los psicólogos, que descubren las mitologías más bellas en los ensueños o en los sueños de sus pacientes. Porque no sólo monstruos pueblan el inconsciente: dioses, diosas, héroes, hadas, también habitan en él, y, por lo demás, los monstruos del inconsciente son también ellos mitológicos, puesto que siguen realizando los mismos papeles que tuvieron en la mitología. (13)
Desde Helleniká, quien escribe, le desea sincera y cariñosamente mucho éxito a Leandro Pinto para Ciudad Cadáver.
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NOTAS:
(1) Tucídides, Historia de la guerra del Peloponeso, Libro II.
(2) Ibid (Traducción de Juan José Torres Esbarranch en Historia de la guerra del Peloponeso, Editorial Gredos, Madrid, 1990).
(3) La traducción literal de estos versos de Edipo Rey es nuestra.
(4) Poe, E. A., Cuentos, I, Alianza Editorial, Madrid, 1986 (12ª. reimpresión), pp. 271-272 (Traducción de Julio Cortázar).
(5) Barrerio, R., y Giménez, J., Ciudad, Astiberri Ediciones, Bilbao, 2015.
(6) Se trata de “Barrio-castillo”, pp. 111-126.
(7) “Autocoprofagia” [del griego autós (mismo, propio), kópros (excremento) y fágia (acción de comer)]: acción de beber y comer la micción y las heces propias; “Autofagia”: acción de comer partes del propio cuerpo.
(8) Del capítulo “Noticias de Ciudad Cadáver”, en Ciudad Cadáver, op. cit. p. 21.
(9) Mercurio Editorial, Madrid, 2022.
(10) Del capítulo “Urobofrenia”, en Ciudad Cadáver, op. cit., pp. 101-112.
(11) No podemos resistir la tentación de señalar cómo se han deslizado, por seguro casualmente, un buen número de palabras comunes y recurrentes del habla andaluza en “El patio trasero” (“gargajo”, “parida”, “chaval”, “echar broncas”, “cafelito”, “trajinando”, “collejas”)
(12) De “La urna de todos los males”, en Ciudad Cadáver, op. cit., P. 197.
(13) Eliade, M, Imágenes y símbolos. Madrid, 1955, pp. 13-14.